¿Están dadas las condiciones para poder retomar el tema de la reforma urbana? Coordinar los distintos esfuerzos en el denominador común de la reforma urbana permitirá concretar una iniciativa política fundamental. Para ello debemos tener claro que sin abordar la problemática del suelo urbano es imposible encarar seriamente el tema.

Desde hace décadas, en el ambiente viviendista de América Latina se está hablando, profundizando y debatiendo mucho sobre la ciudad. Desde distintos ángulos se analiza su relación con las personas y las familias, su acceso en tanto derecho, y en general se coloca esta discusión como un debate de corte progresista. Muchos movimientos sociales y políticos, además, incluyen el tema en sus agendas y plataformas, como un elemento central de sus aspiraciones y reclamos.

Muchas veces estas concepciones están imbuidas de análisis con netos cortes de carácter fundamentalmente académico, a veces faltos de profundidad y en la mayoría de los casos sin contemplar la visión de los sectores populares.

La reivindicación del derecho a la ciudad, de la democratización de las urbes modernas, se ha vuelto una consigna de quienes ya disfrutan de él. Y muchas veces, también, el manejo del tema se hace porque está de moda y porque es el nuevo nombre que se da a viejas reivindicaciones, de manera de presentarlas como nuevas teorías o descubrimientos.

Personalmente me preocupa que hablemos de “ciudad inclusiva”, “ciudad democrática”, “ciudad de todas y todos” si no vamos a uno de los ejes centrales que hacen a la segregación espacial más brutal de nuestras ciudades, como lo es el problema del acceso al suelo urbano. Allí está la cuestión central: si no atacamos este tema, todo lo que se hable sobre derecho a la ciudad no será más que ilusiones inalcanzables, y podemos caer en el error de dar una batalla sin ninguna perspectiva de éxito.

Los barrios de nuestras ciudades están formados por el precio del suelo, porque este se coloca como mercancía y no como un derecho fundamental: es el precio del suelo el que clasifica a la gente, ubicando a los pobres por aquí y a los ricos por allá, lo más lejos posible y amurallados por rejas, cercos y guardias privados.

Por eso existen Recoleta o Palermo en Buenos Aires, Carrasco en Montevideo, el Barrio Alto en Santiago de Chile, es decir, los barrios habitados por la burguesía, y por eso allí el precio del suelo es más alto, ¡tan alto! Porque se trata de segregar, de separar y alejar a los que no son; hasta al mar y al paisaje le ponen precio. Uno se pregunta definitivamente cómo han conseguido las inmobiliarias las escrituras del agua continental.

Es inviable pensar en una ciudad democrática si no se da la lucha fundamental por el acceso al suelo como bien de uso y no de cambio. En el Foro Urbano Mundial organizado por las Naciones Unidas, realizado en Río de Janeiro en marzo de 2010, Raquel Rolnik, en ese entonces relatora especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Vivienda, alertaba sobre los peligros que encierra hablar del “derecho a la ciudad” en forma abstracta y al margen del problema del suelo y su uso. Hay que recordar además que el llamado “derecho a la ciudad” no es algo nuevo, ya que fue precisamente Henri Lefebvre, sociólogo marxista francés, quien colocó el tema en el debate ya a fines de la década de 1960.

Hoy, hablar del derecho a la ciudad sin hablar del derecho a acceder al suelo urbano no resiste ningún análisis que pretenda una salida positiva al problema, porque no puede haber derecho a la ciudad si el acceso al suelo está tan brutalmente segregado por el mercado.

En la actualidad todos los esfuerzos parecerían estar abocados a la denominada regularización de asentamientos, cuestión que no es menor pero que sólo constituye un paliativo. Y los paliativos no pueden ser una política de Estado: si no contamos con tierra para los sectores populares, se deberá seguir regularizando de por vida, cuestión mucho más costosa que ordenar el territorio, sin mencionar lo más importante: que para mucha gente llegar a gozar del derecho a la ciudad también se postergará de por vida.

En un artículo titulado “El derecho a un lugar sobre la tierra”, publicado en el semanario Brecha, Benjamín Nahoum escribía: “[...] Si usted es pobre y se muere, el Estado le garantiza un entierro –modesto– y un lugar para que sus restos descansen. Pero si usted es pobre y se le ocurre seguir viviendo, tendrá que arreglársela solo [...]”.

Efectivamente, nuestra lucha tiene que ver con un derecho fundamental como seres humanos, que es un lugar para vivir en la tierra. Para efectivizar ese derecho debemos abocarnos a tener una propuesta y luchar consecuentemente por lograr el objetivo trazado.

Hablar de vivienda sin mencionar el efecto segregacionista del mercado y la responsabilidad del Estado en este tema es no hablar de nada. Alejandro Florián, especialista en el tema de la ciudad, dice que “en un tema como la vivienda es evidente y necesario reconocer que algunos factores estratégicos, como la disposición del suelo urbanizable para el crecimiento ordenado y sostenible de los asentamientos humanos, no pueden dejarse al arbitrio libre del mercado”.

La tierra es un recurso natural, no reproducible a voluntad, y su ubicación geográfica con respecto a los circuitos y flujos que conectan los asentamientos entre sí y con las redes de servicios públicos determina costos de producción y mantenimiento, la calidad de vida, la gobernabilidad y las reales posibilidades de participación ciudadana. El suelo urbanizable no puede seguir siendo considerado una mercancía especulativa, pues en términos económicos su comportamiento es inelástico, por ser un bien escaso y completamente limitado.

Nociones modernas y democráticas del Estado, poco divulgadas y mucho menos practicadas, establecen límites a la propiedad privada y proporcionan instrumentos para que este pueda intervenir en los mercados de suelo de manera que “prevalezca el interés general sobre el particular y para que la propiedad cumpla con una función social mínima, en reciprocidad con los efectos de valorización del suelo que el fenómeno de la urbanización en sí misma produce”.

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Plantearemos brevemente algunas cuestiones que me parecen importantes, a los efectos de poder colocar tres o cuatro elementos que a mi juicio son claves en este problema.

En primer lugar, hablar de la problemática del suelo urbano no es hablar de un tema técnico; es hablar de un tema esencialmente político que, de no resolverse correctamente, difícilmente se pueda intentar atacar el problema de la vivienda y el acceso a los servicios elementales.

No admitamos más que la tierra, siendo un bien inelástico, que no se puede seguir reproduciendo, se nos niegue para construir las viviendas que necesitamos para vivir con nuestras familias. ¿Qué pretenden? ¿Terminarán queriendo ganarle a la ley de gravedad, para que los pobres del mundo floten y no sigan reclamando tierra?

Si la tierra es concebida como mercancía, no hay salida a la crisis urbana y mucho menos será posible resolver el problema de la vivienda para los pobres del planeta.

Pero esta cuestión no es inocua. No somos todos inocentes. No nos engañemos, en toda política hay responsables. La gran mayoría de los organismos multilaterales desde hace más de 20 años impulsa sus políticas de vivienda basadas en el mercado e imponiendo a nuestros gobiernos nacionales que asuman un rol que se ha dado en denominar de “Estado facilitador”, dejando de esta forma desnudos frente al mercado y la banca a los más humildes del continente, que no pueden acceder a una vivienda por los precios exorbitantes y por los intereses y préstamos usurarios.

Como contrapartida, los humildes tomaron tierras y construyeron como pudieron sus ciudades, en la gran mayoría de los casos sin los servicios más elementales como, por ejemplo, el agua potable. E increíblemente, cuando protestan y toman tierras son criminalizados y en pomposos congresos de urbanistas defensores del establishment se los culpa y se pide prisión contra ellos en defensa de la santísima propiedad privada.

Un tercer aspecto y fundamental: la propiedad de la tierra. Debemos comenzar a discutir, tomar medidas y definir sin cortapisas este tema. Si somos habitantes de este planeta, algún lugarcito a todas y todos nos debe corresponder. Por ende, hay que acordar que la tierra es un bien de toda la humanidad y hay que comenzar a acotar la propiedad privada individual si significa un obstáculo para ello. Tenemos que ponernos de acuerdo en que la tierra es un bien esencialmente social y, por lo tanto, debe concebirse como un bien de uso y goce de la humanidad.

En esa perspectiva se inscribe la lucha de las cooperativas de vivienda de ayuda mutua de Uruguay, que hoy ya son del continente, puesto que se desarrollan modelos similares en Nicaragua, El Salvador, Bolivia y Paraguay. Las cooperativas han mantenido a lo largo de más de 50 años de lucha que la tierra y la vivienda son un bien de uso y no una mercancía. En esta línea es importante implementar un conjunto de medidas.

  1. El concepto del carácter de la tierra como bien social, cuyo uso y goce es imprescindible para la vida, se debe integrar a las leyes nacionales de vivienda.
  2. El crecimiento de las cooperativas sólo fue posible a partir de contar con los llamados bancos o carteras de tierras que les adjudicaron terrenos que pagaron al obtener los créditos. Pero también debe haber tierras entregadas en uso y goce; de lo contrario, como a veces también la pobreza tiene cara de hereje, gente con muchas necesidades puede verse obligada por la fuerza de la necesidad a vender las tierras otorgadas por el Estado.
  3. Todo Estado debe tener tierras con servicios disponibles para la vivienda llamada de interés social.
  4. Hay que generar un catastro real, que permita detectar, para que no se las admita más en nuestras ciudades, las llamadas “tierras de engorde”, que generan cuantiosas ganancias a los especuladores, que las comercializan cuando llega el momento del mejor negocio. En un país pequeñito como El Salvador, en su centro histórico, mediante un catastro popular realizado por los cooperativistas, se detectaron más de 50 inmuebles abandonados y más de 60 terrenos baldíos.
  5. Hay que buscar la sostenibilidad del banco de tierras, con el repago de los créditos y recursos presupuestales suficientes para contemplar el caso en que se entregan en uso.
  6. Es clave contar y poner en práctica las herramientas jurídicas que permitan a los estados obtener tierra para hacer realidad el derecho al suelo para construir: la prescripción, la expropiación y la dación en pago deben ponerse en práctica.
  7. Debe implantarse una fuerte política impositiva que desestimule la vacancia de tierras y los inmuebles ociosos y, por ende, sin uso alguno.

Corresponde preguntarse: ¿son las cooperativas autogestionarias la única salida al problema? De ninguna manera, pero es claro que han demostrado, con 50 años de experiencia en Uruguay y modelos similares en otros países, que son una herramienta válida, la más válida que conocemos para la solución de la vivienda popular.

  • Plantean el uso y goce tanto de la tierra como de las viviendas, no admitiendo la especulación sino el goce de un derecho.
  • Han dado muestras de un uso absolutamente racional del suelo porque cuentan (y ello es una exigencia del modelo) con asesoramiento técnico para sus proyectos y además, en la medida en que es la propia gente la que interviene en el diseño, llegan a las más adecuadas soluciones.
  • En ellas no existen intermediarios: es la propia gente organizada la que toma las decisiones y administra los recursos.
  • Por lo mismo, reclaman al Estado la estructuración de carteras o bancos de tierras, y es el Estado el que garantiza el correcto uso del suelo.
  • Han realizado en varios países del continente experiencias exitosas en materia de acceso al suelo urbano mediante carteras de tierras de propiedad pública.

Hoy el problema de la irracionalidad de las ciudades que siguen creciendo desordenadamente nos pone en una situación muy compleja, porque ya no se puede desandar lo andado, pero hay que evitar que este alocado proceso prosiga.

Si efectivamente hay voluntad política de resolver el problema, hay que atacar el mal principal: que el suelo es considerado una mercancía y accede a él quien cuenta con dinero suficiente.

Comencemos por el compromiso de los distintos gobiernos de revisar efectivamente qué tierras poseen y, en primera instancia, traspasar los inmuebles y tierras estatales ociosas al banco de tierras que deberá elaborarse en cada país.

Ese es un nudo central: constituir carteras, bolsas o bancos estatales de tierras, edificadas o no, adecuadas a las necesidades habitacionales, con participación y control social, para facilitar el acceso de los sectores populares al suelo urbanizado. Garantizar el conocimiento social de la información sobre estos bancos de inmuebles y sobre los demás inmuebles estatales, así como sobre el uso que se les está dando. En ningún caso los inmuebles públicos deben ser objeto de especulación.

Esto debe complementarse estableciendo nuevas formas de legalización de la tenencia del suelo, más adecuadas, que no se limiten a la propiedad individual y que respeten las modalidades ancestrales (como las arrendaticias, la propiedad colectiva, comunitaria y familiar, o los derechos de superficie, uso o posesión).

El líder campesino nicaragüense Bernardino Díaz Ochoa pronunció esta frase, hoy histórica: “No somos pájaros para vivir del aire, no somos peces para vivir del agua, somos hombres para vivir de la tierra”.

Hablaba de la tierra para producir y obtener el sustento, evocaba la reforma agraria. Pero puede leerse también hablando de la tierra para tener la morada. Es momento de una reforma urbana.