Se habla mucho de la “esperanza de vida” cada vez mayor como causa del creciente déficit del Banco de Previsión Social (BPS) y como justificación de un “inevitable” aumento de la edad mínima para jubilarse.

Hay una falsa percepción (no dicha explícitamente, pero tampoco aclarada pues es funcional a las políticas imperantes) de que la vida se ha “estirado”, que las etapas de la vida advienen más tarde (se madura “más tarde”, la vitalidad y las fuerzas declinan “más tarde” y la ancianidad y la muerte ocurren “más tarde”). Es generalizada la idea de que en la Antigüedad el hombre a los 40 o 45 años era “un anciano”; incluso es habitual escuchar que Jesús al ser ejecutado (33 años, aproximadamente) era ya un “hombre mayor”. Nada más alejado de la realidad.

La esperanza de vida es una estadística y su aumento está explicado por la disminución de la mortandad en la infancia o en edades tempranas. Se utiliza generalmente como un indicador del grado de desarrollo humano de un país o región.

Como resultado de una drástica disminución de la mortalidad infantil, de la aplicación de políticas preventivas de los accidentes viales y los enormes avances en la medicina, la vida media de la población ha experimentado un incremento sustancial, sobre todo a partir de mediados del siglo XX, y ello se refleja en un ascenso notorio de la esperanza de vida, que ha subido diez puntos en Uruguay desde 1960, cuando el índice marcaba 67 años de esperanza de vida al nacer, hasta 2017, cuando el mismo indicador marca 77 años (74 para los hombres, 81 para las mujeres).

Para entender mejor esto haremos un muy breve recorrido por la historia humana para ver la evolución de la “esperanza de vida”.

En los últimos 100.000 años la evolución biológica del Homo sapiens ha sido mínima, casi nula, por lo que ya en aquella época tenía la potencialidad de vivir 90 o 100 años. Ocurre que muy pocos lograban alcanzar esas edades por razones como la mala alimentación, la exposición a situaciones climáticas adversas y desastres naturales, infecciones, epidemias y ataques de los depredadores. Vivían en permanentes condiciones extremas, deambulando de un lado a otro, cazando o recolectando frutos, en grupos pequeños de una o dos familias. Lo normal era que sólo los más inteligentes y los más fuertes sobrevivieran la infancia y muy pocos superaban los 15 años. Por cierto, entre quienes llegaban a esa edad tendrían la destreza y la fuerza adquirida para sobrevivir hasta los 45 o 50 años… pero al llegar a esas edades la fuerza empezaba a declinar, dejaban de ser aptos para enfrentar esa dura vida y comenzaban a morir. Pero lejos estaban aún de llegar a la vejez. Morían jóvenes.

Posteriormente, a partir de hace (más o menos) unos 10.000 años, los humanos van dejando la vida nómade, se establecen en asentamientos permanentes y comienzan a cultivar la tierra o se dedican al pastoreo de ganado dedicándose a la transhumancia, en un proceso que se llama la Revolución neolítica. Tras el descubrimiento de que un área cultivada producía mil veces más alimento que la misma área de bosque nativo, el proceso se aceleró y de aldeas de 200 habitantes se pasó a pueblos de 2.000 habitantes, y de allí a ciudades de 50.000 habitantes, en un período de apenas tres o cuatro mil años, dando lugar a las primeras civilizaciones.

Sin embargo, fueron tiempos muy difíciles y las grandes concentraciones, el hacinamiento, la falta de higiene aceptable, la falta de saneamiento y la acumulación de basura crearon un nuevo enemigo peor que los depredadores naturales: las enfermedades contagiosas. Epidemias de gripe, viruela, neumonía, tuberculosis, cólera, sarampión, tifus, poliomielitis reducían a menos de la mitad la población infantil de cada generación antes de alcanzar la edad de reproducción (además de afectar a los adultos). A lo que hay que agregar una mayor complejización de la organización social, la estratificación por castas o clases mediante la imposición de los más fuertes, condenando a masas de campesinos, plebeyos y esclavos a sobrevivir con una dieta basada en cereales, muy pobre en proteínas, vitaminas y fibra, con las consecuencias imaginables.

Algunas estimaciones realizadas indican que una mujer debía tener promedialmente cinco hijos sólo para mantener el nivel poblacional, pues tres de ellos seguramente morirían antes de llegar a la edad de reproducción. A lo que debemos agregar todavía el riesgo creciente de morir durante un parto. Por todo ello, la esperanza de vida cayó a niveles incluso inferiores a los antedichos del Paleolítico y se mantuvo muy baja por muchos siglos, hasta el siglo XIX.

Recién con la Revolución industrial, con la construcción de alcantarillas, la potabilización del agua, una mejor comprensión de las causas y la transmisión de las enfermedades y mejoras en la higiene como un simple lavado de manos, comienza a registrarse un aumento de la esperanza de vida.

Pero es en el siglo XX cuando se da un salto cualitativo con la irrupción de los antibióticos, las vacunas, las políticas de prevención y otros avances. Durante el siglo XX la mortalidad infantil cayó de 20% a comienzos del siglo a menos de 1% a comienzos del siglo XXI en los países desarrollados (en Uruguay en la actualidad es de 0,67 por cada 100 nacidos vivos).

El retraso indiscriminado de la edad de jubilación es profundamente injusto. Y es, sin embargo, el criterio que se está utilizando y promoviendo.

Actualmente, la esperanza de vida en Uruguay es de más de 77 años (2016). En comparación con los 48 años de comienzos del siglo XX (tasa alta para la época, superior a la de los países europeos), se trata de una verdadera revolución, es una mejora tremenda, pero se debe fundamentalmente, como hemos visto, a la enorme baja de la mortalidad infantil y juvenil y mucho menos a una extensión de la longevidad, que si bien es real, es muy lenta y se debe también a los adelantos en medicina, que suponen la cronificación de enfermedades antes mortíferas como el cáncer, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares, con tratamientos que permiten una sobrevivencia mayor en condiciones aceptables. Es aquí que queda evidente que esas mejoras logradas en la calidad de vida de los ancianos son para mayor disfrute en sus últimos años y dedicación al ocio creativo y nunca pretexto para explotarlos más.

Desde el punto de vista fisiológico, por otra parte, las condiciones del envejecimiento humano no han variado en milenios. Ya está definido por la ciencia que el cuerpo humano completa su desarrollo y alcanza su plenitud alrededor de los 25 años. Entre los 26 y los 30 años comienza efectivamente el proceso de envejecimiento, aunque por unos cuantos años más será imperceptible. Recién después de los 40 o 45 se empiezan a notar incipientemente algunos signos y comienza a acelerarse el proceso, y desde los 60 ya la fuerza y la resistencia han declinado y los esfuerzos para realizar las mismas tareas se hacen paulatinamente más pesados.

Pretender que las personas trabajen más allá de los 60 años supone someterlos a un esfuerzo creciente y configura una recarga extra cruel e inhumana. Además hay aquí un aspecto que se omite tratar deliberadamente, que nadie menciona. Dice el especialista español Vincenç Navarro, demoliendo esta, entre otras falacias: “Como consecuencia de que las personas vivan más años, existe la necesidad de que también trabajen más años. Si viven seis años más, deberían trabajar seis años más. Este supuesto ignora la enorme variabilidad en las tasas de mortalidad que existe en España entre las personas pertenecientes a distintas clases sociales. Un catedrático de universidad, por ejemplo, es probable que viva siete años más que la mujer de la limpieza de la universidad en la que él trabaja. Es una medida profundamente injusta exigir a la segunda persona, la mujer de la limpieza, que trabaje dos años más (y algunos están incluso hablando de cinco años más) para pagarle la pensión al primero, el catedrático. El retraso indiscriminado de la edad de jubilación es profundamente injusto. Y es, sin embargo, el criterio que se está utilizando y promoviendo. Hoy, en España, la persona del decil superior de renta vive diez años más que la persona del decil inferior. Hacer una propuesta ‘igual para todos’ sin tener en cuenta la enorme desigualdad de condiciones de vida y muerte debería ser rechazado por inmoral y antidemocrático”.

Entre esos catedráticos que menciona Navarro seguramente se encuentren casi todos los miembros de la comisión de expertos para la reforma de la seguridad social (dicho sea de paso, tampoco se jubilarán seguramente con jubilaciones de 15, 30 o 50.000 pesos).

Reconocimiento y dignidad

El “viejo” debe recuperar el lugar que siempre tuvo en la comunidad, de dignidad, de respeto y reconocimiento social, aportador por excelencia de consejo y experiencia y dedicado plenamente al ocio activo y creativo; es una perversión considerarlo como objeto de explotación.

En economías en permanente crecimiento (crecimiento de la riqueza producida), con un aumento exponencial de los niveles de producción debido a la revolución tecnológica, con la robotización y los sistemas automáticos modernos, se debería estar pensando en el alivio del trabajo, en la reducción de la jornada laboral, en el adelanto del retiro, en lugar de incrementarlos. Incluso con los niveles de desocupación crónicos y crecientes es contradictorio (y doblemente cruel) demorar el retiro del trabajador y por tanto demorar la creación de una vacante para llenar por un desocupado.

El aumento de la edad de retiro no es más que otra “receta” más de organismos como el Banco Mundial para reducir los gastos en seguridad social y buscar de ese modo abatir los “déficits fiscales” (y pagar los “servicios” de la deuda externa) sin tocar con gravámenes al gran capital. Así de sencillo.

Nelson San Martín integra la Coordinadora de Jubilados y Pensionistas del Uruguay y el Movimiento Nacional en Defensa de la Seguridad Social.