La seguridad social, tema de muy alta sensibilidad ciudadana, está nuevamente en la agenda política. Por nuestra parte nos parece oportuno realizar tres miradas, abarcando el pasado, el presente y el futuro del sistema.
Una mirada hacia atrás nos muestra el proceso de deterioro en las últimas décadas del siglo pasado, caracterizado por la aguda e incesante pérdida del poder adquisitivo de las jubilaciones, de la mano de ajustes anuales por debajo de la inflación, la que en aquellos tiempos era de magnitud considerable. La crisis generada por el estancamiento económico golpeaba de esa forma a un sector de la población que no podía defender sus derechos mediante el uso de medidas gremiales.
Pero en 1989, el triunfo del plebiscito constitucional corrigió, de allí en más, semejante injusticia, ya que determinó que las pasividades aumentaran anualmente en el mismo porcentaje que lo hicieran los salarios en el año anterior.
La mera posibilidad de que las pasividades no siguieran perdiendo poder adquisitivo provocó alarma entre quienes miraban el tema desde un enfoque neoliberal. Prontamente, la sustentabilidad financiera del Banco de Previsión Social (BPS) se instaló como un problema grave.
En 1995, se impuso como gran solución el cambio estructural de inspiración chilena que plasmó las AFAP. Fue un cambio basado en un enfoque privatizador, individualista, limitador de la solidaridad. Introdujo con fuerza la idea de que las prestaciones de pasividad tenían que guardar la mayor equivalencia posible con los aportes realizados en actividad por cada trabajador en su vida como activo.
Se argumentaba que de esta forma se terminaría con lo que se llamaba “déficit del BPS” (que no era otra cosa que el aporte estatal al sistema) y, yendo al plano individual, las jubilaciones serían más altas que las que brindaría el “ineficiente y quebrado BPS”.
Transcurridos 25 años, más que suficientes para evaluar un sistema, es pertinente afirmar que su implantación fue un rotundo fracaso.
En primer lugar, causó un deterioro grave en el equilibrio financiero del BPS, el que, a su vez, tuvo un arrastre negativo sobre las cuentas del gobierno central, constituyendo un factor adicional en la aguda crisis financiera que soportó el país en los años 2001-2002. Cabe preguntarse si alguien en su sano juicio podía sostener que el equilibrio financiero de una institución (en este caso el BPS) iba a mejorar, a largo plazo, si a esa institución se le reducían, a corto plazo, más de la cuarta parte de sus ingresos genuinos por aportes, los que comenzaron a transferirse a las AFAP en partidas anuales crecientes a medida que se iba incrementando el número de trabajadores obligados a afiliarse.
Los hechos coincidieron con la lógica más elemental, ya que el BPS, como todos sabíamos, tenía que seguir pagando los mismos montos por pasividades y otras prestaciones. Pero la irracionalidad fue subiendo de tono porque para “tapar el agujero” en el BPS se forzó por ley a las AFAP a colocar en bonos del tesoro un alto porcentaje de los fondos que recibían del BPS. O sea que el Estado pasó a tomar en préstamo su propio dinero, pagando a las AFAP los intereses. Ergo, esa mayor carga de intereses aumentó el déficit del gobierno central.
En suma, una evaluación costo-beneficio muy negativa. Nunca se superaron los costos concebidos para el corto plazo y nunca se obtuvieron los beneficios concebidos para el largo plazo.
Y el fracaso también alcanzó al plato fuerte del cambio de sistema, consistente en la capitalización individual de 50% de los aportes de los trabajadores. En efecto, en vez de una mejor jubilación por ese tramo de aportes administrado por las AFAP, la mayoría de los trabajadores se enfrentó a la perspectiva de una jubilación inferior a la que hubieran obtenido en el BPS de no haber sido obligados a afiliarse a una AFAP. De hecho, el promedio de las rentas jubilatorias que perciben los actuales jubilados por ese tramo es de 7.000 pesos. El movimiento llamado “los cincuentones” puso de manifiesto dicho fracaso y logró que el gobierno del Frente Amplio dictase una ley que permitió revertir los efectos de la afiliación a quienes lo solicitaran por sentirse afectados.
Fue también un fracaso la presunta competencia entre las compañías de seguros que otorgarían la renta a partir de la capitalización individual. Se retiraron del negocio y quedó sólo el Banco de Seguros del Estado. Y allí quedó evidenciada otra arista del descalabro, ya que, entre la opción de salvaguardar la integridad financiera del Banco de Seguros o mejorar las rentas jubilatorias, se optó por lo primero, decretando una reducción en la tasa de interés técnica a los capitales acumulados en las AFAP a efectos de determinar la renta vitalicia.
Ahora que el tema se replantea con inusual dramatismo, constatamos que nadie, ni los integrantes de la coalición de gobierno ni los afamados técnicos (los designados para liderar la comisión son los mismos que actuaron en 1995), se hace cargo de semejante fracaso, e insisten en la misma idea reduccionista, cargada de ideología.
Por lo expuesto, cualquier propuesta de cambio no puede soslayar el análisis de los resultados obtenidos con las AFAP y compararlo con lo que hubiese ocurrido sin su presencia. Pero esto, que parece tan racional, no está presente en la conversación.
Una mirada del presente nos lleva a preguntarnos cuál es el principal problema del BPS. Sobre la base del financiamiento tripartito, los últimos datos no justifican el dramatismo con que se plantea el tema, aun cuando se ponga énfasis en el equilibrio financiero.
Considerando las cifras de 2018 (últimas disponibles sin efectos de la pandemia) surge que el BPS debe dedicar 21% de sus ingresos por aportes a la atención de prestaciones no contributivas de enorme importancia social, tales como el seguro de desempleo, el seguro de enfermedad, las asignaciones familiares, la pensión a la vejez, las coberturas por maternidad-paternidad, incapacidad, etcétera, lo justificaría, aun en la lógica de la equivalencia, el financiamiento tripartito: trabajadores, empleadores y Estado. Así lo es en la mayoría de los países del mundo que no confunden un sistema de seguridad social con una compañía de seguros.
Pero desde el momento en que la preocupación no parece ser otorgar más y mejores prestaciones no contributivas, sino que se centra en la magnitud del aporte estatal para las contributivas, y en tanto los aportes patronales han tenido un proceso de reducción de 15% a 7,5%, es claro inferir que se tiende a hacer recaer el financiamiento sobre los trabajadores en actividad, extendiendo la edad jubilatoria o bien reduciendo la tasa de reemplazo.
Analizando las cifras, surge que el aporte de trabajadores y empleadores cubre 74% del pago de prestaciones del BPS, pero figuran cubriendo sólo 61% del gasto total del BPS porque este incluye el dinero transferido a las AFAP y los gastos de gestión. Si las AFAP no existieran tendríamos que los aportes de trabajadores y empleadores cubrirían 73% del gasto total del BPS y el aporte estatal bajaría de 39% a 27%. Pero además, si se considerara el Impuesto a la Asistencia de la Seguridad Social (IASS) como aporte interno del sistema, ya que lo pagan los jubilados, el aporte neto de Rentas Generales sería de 23%.
En tal caso, aplicando la transferencia legal de siete puntos del IVA, el BPS arrojaría superávit. Dicha afectación del IVA podría reducirse a 4,5 puntos y se obtendría un resultado equilibrado para el BPS.
Desde el gobierno y desde ciertos medios de comunicación se suele alarmar con el alto gasto en seguridad social, tomando el gasto bruto del BPS, el cual, con AFAP, se ubica en 12,4% del PIB. Es engañoso, porque lo relevante es considerar el gasto neto, que se ubica en 4,9% del PIB, luego de restar 7,5% correspondientes a los aportes de trabajadores y empleadores. Si además tenemos en cuenta el IASS, la aportación neta baja a 4,3% del PIB.
Al respecto deben quedar bien en claro dos aspectos. Primero, que ese nivel de gasto está inflado por el dinero transferido a las AFAP, que representa 2% del PIB anual. Dicho de otra forma, las AFAP desangran al BPS, quitándole ingresos, pero además, como la transferencia se contabiliza como gasto, se propaga la idea de que existe un elevado nivel de gasto atribuible a elevadas prestaciones.
El problema radica en la existencia de las AFAP. Fue un instrumento fallido e ideológicamente sesgado. Con sana autocrítica, el FA debería reconocer que fue un error no revertir la esencia antisolidaria del nuevo sistema.
En segundo lugar, aun considerando el gasto bruto, no estamos ante un gasto público exorbitante. El gasto público total ronda 30% del PIB y sería 28% sin AFAP. La seguridad social es un ítem importante (sería 10,5% sin AFAP), como lo es la salud y la educación. En ellos tiene que gastarse porque lo que está en juego es el nivel de vida de la gente. Dicho nivel de gasto público es consistente con estándares internacionales, en todo caso por debajo, ya que en Argentina y Brasil promedia 35% y en los países europeos, 40%, siempre hablando con referencia al PIB.
Entonces, afirmamos que, en todo caso, el problema radica en la existencia de las AFAP. Fue un instrumento fallido e ideológicamente sesgado.
Con sana autocrítica, el FA debería reconocer que fue un error no revertir la esencia antisolidaria del nuevo sistema. Se podría haber hecho gradualmente, sin lesionar derechos adquiridos, habilitando un sistema complementario para situaciones especiales (como igual se tuvo que legislar a la postre para los “cincuentones”). Al no hacerlo, permitió que en la campaña electoral de 2019 le enrostraran un déficit fiscal que en buena medida era explicable por el capricho ideológico que fueron las AFAP. En efecto, sin las AFAP el déficit fiscal de 4,3% del PIB hubiera sido de 2,3%, sin contar los montos retornados de las AFAP al gobierno por los “cincuentones”, que no descontaron del déficit ya que se computaron al margen, constituyendo un fideicomiso.
Tanto en el planteamiento del problema como en la solución que se esboza, parece ser que lo que molesta es la potencialidad solidaria del sistema y se lo quiere subsumir en una lógica nítidamente capitalista, donde el BPS pasaría a brindar prestaciones acordes con los aportes, procediendo igual que las AFAP.
Los que reivindicamos la solidaridad y la redistribución del ingreso, si no remarcásemos esa diferencia, ubicándonos en la antítesis de esa posición, estaríamos resignando no sólo el avance en bienestar de la gente, sino también el avance en la toma de conciencia colectiva.
En una mirada hacia adelante, podemos debatir sobre cómo mejorar el sistema poniendo énfasis tanto en las prestaciones como en los aspectos financieros, pero dejando en claro que antes de encarar ajustes en los parámetros del sistema, en clave de izquierda, hay tres conceptos relevantes: el empleo, el salario real y la formalización laboral. Y decirlo con autoridad, porque en los 15 años de gestión del FA, los problemas financieros del BPS se atemperaron debido a la evolución muy positiva de esas tres variables.
Pero dejemos claro que, sin perjuicio de que el sistema no está en crisis en la actualidad, es siempre saludable discutir propuestas tendientes a mejorar su eficacia y sustentabilidad en el largo plazo.
Como bien lo afirma el presidente de la Comisión, el doctor Rodolfo Saldain, “los uruguayos estamos viviendo más y mejor”. Admitamos que esa excelente noticia podría implicar que los trabajadores recibirán por más tiempo que antes su retribución jubilatoria y eso podría provocar un desajuste financiero a corregir con criterio de equidad. Pero ubiquemos esa preocupación en sus verdaderos términos. Una cosa es una adecuación, necesariamente lenta y de pequeña escala, en los parámetros del sistema, y otra cosa es una reforma estructural como reacción a la mejora en la calidad de vida.
Por último, pero no menos importante, en tiempos de comisiones interdisciplinarias, es preciso remarcar que cualquier solución en ámbitos tan sensibles como el de la seguridad social debería estar enmarcada en un proyecto de país para el largo plazo, en el que seguramente será ardua tarea lograr un acuerdo. Y en ese marco será insoslayable abordar el tema del impacto sobre el mercado laboral de la incorporación del avance tecnológico. Desde el progresismo opinamos que la mayor productividad debería socializarse y deberían ponerse sobre la mesa de discusión temas como la jornada de seis horas y la aportación de la robotización a la seguridad social, entre otros.
Tema aparte es la Caja Militar, que arrastra una situación financiera que requiere un aporte estatal adicional de 1% del PIB, que representa un déficit por beneficiario seis veces mayor al del BPS. Esa magnitud del déficit por beneficiario se origina, por un lado, en la escasez de aportes (son sólo 10% del gasto) y por el otro, en privilegios en las prestaciones. Al ser injustificada y no admisible la existencia de dichos privilegios, es prioritario reformar la Caja Militar. Más que un tema financiero, es hondamente ético.
Carlos Viera es economista.