El Ministerio de Educación y Cultura (MEC) viene impulsando una política conmemorativa hacia referentes de nuestra cultura en dos programas, denominados Centenarios y Arena de debates. El primero se inauguró el año pasado celebrando los centenarios de Mario Benedetti, Idea Vilariño y Julio C da Rosa y continúa en 2021 homenajeando a José Pedro Díaz, Amanda Berenguer y Emir Rodríguez Monegal. Por su parte, Arena de debates se inauguró con un panel sobre “Rodríguez Monegal: protagonista incómodo de nuestra historia intelectual”, seguido por “Arielismo hoy” y el tercero, a efectuarse este viernes, bajo el título “Cultura, política y libertad: a 50 años del caso Padilla”.

La opción elegida plantea un discutible sesgo hacia la alta cultura y la literatura. Cabe preguntarse si creadores de otras disciplinas artísticas o de la cultura popular no merecen también igual reconocimiento. Pero su mayor problema se encuentra en su excesiva ideologización.

En la presentación de la primera edición de Centenarios el ministro evocó a los homenajeados como “figuras enormemente relevantes”, integrantes de nuestra tradición nacional literaria como “uno de los patrimonios más fantásticos que puede tener una sociedad”, para luego inscribirlos en la generación del 45, a la que alabó por haberse enfrentado a la autocomplacencia de su época. Refirió luego a la necesidad de revisar las tradiciones heredadas, planteando que estos ciclos procuran combinar reconocimiento con reflexión crítica. Pero sobre todo hizo énfasis en el pluralismo como su seña de identidad, tanto en lo referido a lo estético –“no hay que elegir, son todas [obras] valiosas por las que se puede alcanzar formas de excelencia”– como en lo partidario, al evocar la condición frenteamplista de Benedetti y colorada de Da Rosa. “Es muy lindo que como sociedad podamos realizar homenajes a gente que hizo inmensos aportes a la cultura y al conocimiento de este país pasando por arriba de las barreras partidarias. Eso nos hace mejores. Nada más empobrecedor que festejar y celebrar sólo a los míos”.1

Si bien esto parece muy plural, merece dos observaciones. Primero, la inscripción en la generación del 45 y el haber compartido años de nacimiento no hace equivalentes a estos escritores en cuanto a su prestigio literario. No se puede sostener que sus legados artísticos hayan alcanzado el mismo nivel de excelencia. No es bueno igualar hacia abajo. Es innecesario traer a colación el lugar que ocupa Mario Benedetti en nuestra rica tradición literaria. Segundo, no se respeta la (relativa) autonomía del campo intelectual. Todo canon es debatible, pero la revisión del lugar que ocupa la obra benedettiana le corresponde hacerla a quienes son competentes en el tema y es algo que decanta el tiempo. No se hace de un día para el otro ni les atañe a funcionarios de turno.

Los resquemores con Benedetti pueden rastrearse en polémicas de larga data en la arena pública. Pablo da Silveira fue director de la colección Historia Reciente, cuyo fascículo 21, titulado Intelectuales y política, repara en su trayectoria. Allí se propone una mirada menos entusiasta sobre el 45, generación a la que se le señala su actitud de suficiencia hipercrítica acompañada por el distanciamiento hacia la política. Su revisión se entrelaza con su sucesora, la generación del 68. A esta se le objeta lo contrario: involucrarse demasiado en la política, en particular, con la izquierda, y más en particular, con la izquierda revolucionaria. La presentación de Benedetti se encuadra en un apartado titulado “La instrumentalización de la cultura”, donde se expone cómo los partidos comunistas occidentales se dedicaron a manipular la cultura con fines ideológicos durante la Guerra Fría, sin mención alguna a que ocurriera algo semejante desde otras tendencias ideológicas: “No sólo los comunistas aceptaron convertir a la cultura en un instrumento político. También lo hicieron muchos otros que se identificaron con la revolución en América Latina. Un ejemplo particularmente claro en el contexto uruguayo es el de Mario Benedetti”. Se le recrimina haber usado su influencia literaria para la causa de la lucha armada y su falta de sinceridad al intentar minimizar a su retorno del exilio su condición de dirigente del Movimiento 26 de Marzo en 1971. Las representaciones de Benedetti, la generación “sesentista” y el vínculo entre intelectuales y política son sumamente negativas bajo el principio de que son dos áreas que no deben mezclarse.2

No sólo el comunismo sino también otras corrientes ideológicas –no sé si es poco amigable definirlas como ¿derecha?, ¿derecha radical?– participan en la instrumentalización de la cultura.

Arena de debates ilustra más nítidamente la excesiva ideologización. Un rasgo común a sus tres eventos es la importancia dada a los números redondos, puesto que el primero refirió a un centenario, el segundo a un sesquicentenario, y este tercero a un cincuentenario. Esto lo vincula a su vez con el programa Centenarios, reforzado además por el hecho de que Rodríguez Monegal es evocado en ambos. Si lo distintivo del ciclo es traer al debate hechos de números redondos, no sólo se repite la ausencia del centenario de Benedetti sino también el cincuentenario de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano. Más allá de ello, el primer y tercer evento se asemejan mucho en lo ideológico.

El gobierno tiene derecho a exponer su propia agenda de celebraciones, homenajes y debates en materia cultural. Eso incluye disponer de un margen de selectividad de lo que estime como lo más valorable del patrimonio cultural heredado, las figuras, obras o acontecimientos a ser rememorados. Pero este margen no es absoluto: no debería rebasar la cuota de autonomía que posee el campo cultural, el peso de su propia historia. Espero no ser malinterpretado, puesto que considero valioso discutir tanto el legado de Rodríguez Monegal como el caso Padilla, pero las ausencias mencionadas dejan en claro su unilateralidad. El tema del evento de este viernes es particularmente cristalino en cuanto a su naturaleza política, puesto que muy pocos uruguayos deben conocer la obra del poeta cubano. La propia convocatoria al evento se centra en su persecución y en la crítica a la defensa de esta por parte de la intelectualidad nacional de la época.

Por último, es muy peculiar su convocatoria: “Arena de debates. El valor de discrepar: creemos en el valor de las ideas, en el valor de discrepar. Por eso nos importa recuperar el ejercicio de un debate cultural libre y tolerante, sin alineamientos automáticos ni consignas previsibles, donde la discrepancia no sea vista como un problema a corregir, sino como una fuente de enriquecimiento mutuo. Apostamos a un intercambio de ideas independiente de las lógicas políticas o corporativas, que cultive el respeto del que piensa distinto y el ejercicio de una argumentación constructiva y rigurosa. Queremos celebrar el no estar de acuerdo. Queremos recuperar la capacidad de conversar amigablemente sobre nuestras diferencias. Queremos embarcarnos en diálogos abiertos a la posibilidad de cambiar de opinión y de reconocer la verdad que hay en lo que dice el otro. Porque la convivencia democrática reposa sobre una sana discusión pública, y la cultura es un escenario privilegiado de esa discusión”.3

Parecen un tanto desmesuradas las caracterizaciones del antes y el nuevo estado de situación que el nuevo elenco gestor cultural gubernamental viene a reparar. Lamento tener que concluir con la constatación de que no sólo el comunismo sino también otras corrientes ideológicas –no sé si es poco amigable definirlas como ¿derecha?, ¿derecha radical?– participan en la instrumentalización de la cultura. La falta de concordancia entre discurso y práctica nos hacen mucho daño al desgastar ciertas palabras: tolerancia, rigor crítico, libertad de expresión, argumentación constructiva, convivencia democrática. Merecemos como sociedad un debate en serio, sin atajos fáciles, sobre la compleja relación entre cultura, ideología y política.

Álvaro de Giorgi es docente e investigador de la Universidad de la República.