“Un código rojo para la humanidad”. El secretario general de la ONU, António Guterres, no podría haber resumido mejor el escalofrío que sentimos todos al leer el informe publicado por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) a principios de agosto. Catástrofes naturales, escasez de agua, migraciones forzadas, malnutrición, pandemias, extinción de especies: está científicamente establecido que la vida en la Tierra, tal como la conocemos, se transformará ineludiblemente por el cambio climático cuando los niños nacidos en 2021 cumplan 30 años.

América Latina se proyecta como una de las regiones del mundo que sufrirá impactos. Las olas de calor, la disminución del rendimiento de los cultivos, los incendios forestales, el agotamiento de los arrecifes de coral y los eventos extremos del nivel del mar serán cada vez más intensos. De hecho, el futuro ya está aquí. Las peores sequías en 50 años en el sur de la Amazonia y el récord de huracanes e inundaciones en Centroamérica son la nueva normalidad que espera a la región.  

Sin embargo, todavía hay una ventana de oportunidad para evitar lo peor, si se limita el calentamiento global a 1,5°C en comparación con la era preindustrial. Pero la ventana está por cerrarse. Necesitamos urgentemente descarbonizar nuestras economías, acabar con la deforestación, reducir nuestro consumo energético y desarrollar masivamente las energías renovables.

Llevar a cabo esta revolución tiene un coste. No sólo para financiar los planes que acaban de anunciar Estados Unidos y la Unión Europea de reducir a la mitad sus emisiones de carbono para 2030, sino también para ayudar a los países en desarrollo, cuyas economías están devastadas por la covid-19, a hacer lo mismo.

El dinero existe, hay que buscarlo donde está: en las cuentas escondidas en paraísos fiscales de los multimillonarios y, sobre todo, en las de las multinacionales que, durante décadas, no han pagado su parte justa de impuestos. Por ello, la administración de Joe Biden en Estados Unidos ha anunciado que gravará los beneficios de las filiales extranjeras de las multinacionales estadounidenses con 21% y ha pedido al mundo que haga lo mismo y adopte un impuesto mínimo global sobre las empresas.

Una mejor fiscalidad de las multinacionales es también una oportunidad para evitar un calentamiento global de consecuencias devastadoras para la humanidad.

La iniciativa estadounidense pretende acabar con los paraísos fiscales y la carrera a la baja en el impuesto de sociedades. Esto se necesita urgentemente, ya que los tipos impositivos nominales mundiales sobre los beneficios de las empresas han caído desde una media de 40% en la década de 1980 hasta 23% en 2018. Esto significa menos recursos fiscales para financiar servicios públicos como la educación, la sanidad, la igualdad de género o la lucha contra el cambio climático. A este ritmo, el impuesto de sociedades podría reducirse a cero en 2052.

Relanzadas por decisión de Estados Unidos, las negociaciones para reformar el centenario sistema fiscal internacional acaban de dar un primer paso, bajo la égida de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), calificado por sus firmantes de “histórico”. Sin embargo, este no es el caso. En realidad, estas nuevas normas se aplicarían a menos de 100 empresas en todo el mundo, ya que sólo afectan a las que facturan más de 20.000 millones de euros y obtienen beneficios superiores a 10%, y eximen al sector financiero. Por lo tanto, estos recursos fiscales irán a parar principalmente a los países ricos.

Peor aún, los países deben comprometerse a abandonar los impuestos a las empresas digitales, privándose de valiosos recursos. Esto explica que dos grandes economías africanas, Kenia y Nigeria, se hayan negado a respaldar el acuerdo. Pero eso no es todo. El acuerdo de la OCDE prevé la adopción de un impuesto global con un tipo mínimo de 15%. Esto está muy lejos de la ambición estadounidense del 21% y aún más del 25% que defiende la Comisión Independiente para la Reforma Fiscal de las Empresas Internacionales (ICRICT), de la que soy miembro junto con los economistas Joseph Stiglitz, Thomas Piketty y Gabriel Zucman, entre otros. A pesar de lo desigual del reparto propuesto por la OCDE, una tasa mínima mundial de 25% aportaría a los 38 países más pobres casi 17.000 millones de dólares más al año que una tasa de 15%, suficiente para vacunar a 80% de su población contra la covid-19.

De nuevo, no todo está perdido. Las negociaciones continúan hasta octubre y un grupo de países ricos (sobre todo Estados Unidos y Alemania) y países en desarrollo (Argentina, Sudáfrica e Indonesia) están decididos a luchar por una reforma más justa. Una mejor fiscalidad de las multinacionales es también una oportunidad para evitar un calentamiento global de consecuencias devastadoras para la humanidad. El futuro está en nuestras manos, pero el tiempo es corto.

Eva Joly es abogada, miembro de la Comisión Independiente para la Reforma Fiscal de las Empresas Internacionales (ICRICT) y exmiembro del Parlamento Europeo, donde fue vicepresidenta de la Comisión de Investigación sobre Blanqueo de Capitales, Evasión Fiscal y Fraude.