Claude Lévy-Strauss, antropólogo estructuralista francés, mostró que las sociedades primitivas, localizadas en distintos lugares geográficos, compartían una gran capacidad para clasificar cualquier tipo de objeto o fenómeno. Les daban nombres diferentes a las hojas, a las plantas, a los animales, variando a veces la clasificación del mismo objeto en diferentes épocas del año. También clasificaban a los grupos sociales en torno a figuras totémicas, lo que servía de base para la construcción de los sistemas de parentesco de estas sociedades. A diferencia de la ciencia moderna, que clasifica con el objetivo de conocer mejor su objeto de estudio, las clasificaciones de estos grupos primitivos servían sobre todo para fines prácticos. Permitían desarrollar las actividades económicas y sociales, orientando las conductas de los integrantes de la sociedad, estableciendo diferencias, jerarquías, divisiones e integraciones sociales.

Estas capacidades y necesidades de clasificación no son propias de las sociedades primitivas, sino que se mantienen a lo largo de la evolución de las sociedades. En el Estado moderno, Michel Foucault mostró cómo las necesidades de clasificación de las poblaciones para asegurar su control dio origen a diversas disciplinas, como la estadística, la psiquiatría, el sistema penal, entre otros. Pierre Bourdieu también explica cómo en las sociedades modernas los diferentes campos (educación, política, religión, arte, derecho, etcétera) se conforman a través de la elaboración de clasificaciones que marcan las posiciones, distancias y jerarquías que los individuos tienen en ellos.

La importancia que estos sistemas de clasificación revisten para las sociedades es que son la base práctica de sustentación del orden social. Construir y mantener el orden social, aunque este orden esté atravesado por luchas y conflictos, requiere un sistema de clasificaciones que pueda orientar de manera práctica, como en las sociedades primitivas, las conductas de los individuos. Tenemos que saber quién manda y quién obedece, quién es rico o pobre, profesor o alumno, clero o fiel, amigo o enemigo, abogados o jueces, padres o hijos, hombres o mujeres, para actuar en sociedad. Este sistema de clasificaciones se aprende en el día a día de nuestra vida en sociedad; es un conocimiento práctico común a todos, implícito y que funciona de hecho, como una especie de certeza incuestionable que proporciona seguridad a nuestras acciones cotidianas.

Una característica central de estos sistemas de clasificaciones es que tienden a reducirse a oposiciones binarias simples, diferenciadas por la letra “o”. Alguien es rico o pobre, alto o bajo, profesor o alumno, amigo o enemigo. De esta manera, se establecen semejanzas, diferencias y oposiciones sociales a través de un sistema basado en la lógica racional, que permite infinidad de combinaciones de dos elementos simples. Una clasificación típica en este sentido es la de amigos o enemigos. A los amigos se les apoya, se les defiende, tenemos relaciones de familiaridad, etcétera. A los enemigos se les combate, se les destruye, nos alejamos de ellos, estamos en guardia frente a sus posibles ataques. El orden mundial de la Guerra Fría definió claramente el campo de amigos y enemigos a través de oposiciones binarias: capitalismo o comunismo, burguesía o proletariado, izquierda o derecha, entre otros.

A partir de los años 90 del siglo pasado, estas categorías de clasificación empiezan a perder fuerza. Diferentes autores como Anthony Giddens, Zygmunt Bauman y Ulrich Beck empiezan a dar cuenta de transformaciones profundas en los cimientos básicos sobre los que se construyó la modernidad. En el plano económico, las nuevas formas de producción empiezan a cambiar el sistema de estratificación social y el acceso al empleo. Las posiciones fijas se transforman en recorridos fluidos que erosionan las bases de la estructura social clásica de la modernidad. En el plano político, la caída del muro de Berlín borra la clara oposición entre capitalismo y comunismo, abriendo espacios para nuevas formas de organización social. En el marco de estas transformaciones profundas, de las cuales sólo dimos dos ejemplos, el sistema de clasificaciones empieza a ser cada vez más ambivalente, sustituyendo progresivamente la “o” por la “y”. La sustitución de la “o” por la “y” expresa la creciente fluidez de las relaciones sociales y las dificultades cada vez mayores para estructurarlas a través de un sistema de clasificación binario, estableciendo un amplio espectro de zonas grises, indeterminadas, mezcladas, entre las dos categorías opuestas. Ya no se trata de la oposición entre tener empleo o ser desempleado, sino que las personas transitan en su vida laboral por diversas experiencias de subempleo, desempleo transitorio, empleo limitado, etcétera. En el plano familiar, la oposición matrimonio-divorcio amerita múltiples formas intermedias de arreglos entre las parejas y la tenencia de hijos.

La diversidad sexual que erosiona la oposición binaria hombre-mujer funge, en muchos casos, como el extranjero en las sociedades premodernas. Esta ambivalencia es fuente de angustias y temores para muchos sectores.

Estos cambios también afectan a una de las categorías de clasificación que fueron centrales a lo largo del desarrollo de las sociedades, la de hombre o mujer. Esta oposición simple diferenció tareas en la división social del trabajo, estableció esferas separadas de acción y sustentó relaciones de poder y jerarquía. Las diferentes formas de diversidad sexual y el reconocimiento de sus derechos, proceso que acompañó el desarrollo de la modernidad, empezó a introducir la ambivalencia, la “y” en lugar de la “o”, en esta oposición simple. La erosión de estas categorías que dieron certeza al anterior orden social genera en muchos sectores de la población lo que Bauman denominó el “horror a la indeterminación”. Este horror surge de la oposición entre el orden representado por las categorías sociales y el caos que deviene de la introducción de la ambivalencia.

En este sentido, la reacción ante la llamada “ideología de género” no es del mismo tipo que la que se plantea en otros conflictos ideológicos de nuestra sociedad. No es el miedo al marxismo, al liberalismo, a la socialdemocracia o a otras corrientes ideológicas ya conocidas que pueden absorberse en la clasificación de amigo o enemigo; se trata de fenómenos que no se pueden ubicar claramente, porque forman parte de la ambivalencia creada por la modernidad. La reacción a la ambivalencia, que la emergencia de la diversidad sexual introduce en el sistema de clasificaciones, no puede reducirse a una oposición ideológica como las enumeradas más arriba.

Para entender este problema hay que profundizar un tipo social muy bien descrito por Alfred Schutz: “el extranjero”. En muchas sociedades premodernas, el extranjero era más temido que los propios enemigos históricos de estas comunidades. La razón de este temor es que el extranjero no comparte nuestros códigos de clasificaciones y de comportamientos, nuestras certezas construidas de manera práctica en la vida cotidiana. El extranjero no es necesariamente un enemigo, pero tampoco es uno de los nuestros. La presencia del extranjero cuestiona nuestros saberes tácitos, no forma parte de un orden diferente o antagónico, sino que es la expresión del caos, del desorden, de lo que no sabemos manejar y ante lo que no sabemos cómo actuar.

Haciendo una comparación abstracta, la diversidad sexual que erosiona la oposición binaria hombre-mujer funge, en muchos casos, como el extranjero en las sociedades premodernas. Esta ambivalencia es fuente de angustias y temores para muchos sectores de la población, porque amenaza un orden en el cual las categorías binarias excluyentes daban certeza y seguridad a sus conductas. La ambivalencia genera el temor, no a la emergencia de un nuevo orden, sino al caos, al desorden, a la desorganización social.

En sociedades parcialmente modernizadas como las latinoamericanas, la emergencia de estas formas de ambivalencia sexual genera resistencias y reacciones basadas en sentimientos de inseguridad y temor frente a la erosión de las categorías clásicas. También plantea nuevos desafíos a la convivencia democrática. La creciente complejización y diferenciación de las sociedades altamente industrializadas, que acompañan su desarrollo tecnológico, económico y social, generó el dilema de lograr convivir con la indeterminación y la ambivalencia, con todas las formas “extranjeras” a las formas tradicionales de clasificar y actuar. Esta capacidad de convivencia y de apertura de nuestro sistema de clasificaciones forma parte también de las tareas de las sociedades democráticas de nuestro continente, en las cuales convergen los conflictos de las clásicas estructuras de la sociedad industrial con las exigencias de las nuevas formas de la modernidad avanzada.

Francisco Pucci es profesor titular del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República (Udelar).