Nuestro simpático paisito republicano, nuestra democracia modelo abierta al mundo, tiene un secreto: alberga campos de exterminio. Me refiero a las cárceles uruguayas, una piedra en el zapato que se carga decenas de vidas año tras año, y que nuestra clase política no ha sabido cómo enfrentar. Es un asunto que aparenta ser tan insoslayable y fatal como la depredación de recursos naturales, el capitalismo o el calentamiento global. Está allí, frente a nosotros, estallando todos los días frente a nuestra mirada pasiva.
Los datos sobre cárceles son un horror; ya no cabe seguirlos disimulando. Revisemos los informes producidos por la Oficina del Comisionado Parlamentario, a quien todo el mundo elogia, pero a quien los tomadores de decisiones no tienen en cuenta más que para felicitarlo cada tanto. Nuestra tasa de homicidios en cárceles es 14,4 veces mayor que la tasa nacional de homicidios. La de suicidios es 6,7 veces mayor. Sólo en 2020, 48 personas perdieron la vida en nuestras cárceles, 17 a causa de homicidios y 17 por suicidios. Nuestro sistema fue bastante eficiente en producir la muerte de estas personas rápidamente, puesto que un tercio falleció antes de cumplir el primer año de condena. Fue también eficiente en quitar la vida tempranamente, ya que 19 de las 35 personas que experimentaron una muerte violenta (homicidios y suicidios) tenían entre 18 y 30 años de edad.
Este es solamente el costado saliente de la necropolítica carcelaria. En nuestras cárceles suceden, además, todo tipo de violaciones a los derechos humanos bajo la tutela del Estado. Algunos hechos son demasiado cruentos y horribles como para ocultarlos, y nos horrorizan. Nos estremecimos, por ejemplo, ante el trágico incendio de la cárcel de Rocha en 2010, ante la muerte de Marcelo Ayala ocurrida hace pocos meses, o ante el caso del interno sometido a torturas por sus compañeros de celda que salió a luz hace pocos días. Y etcétera. Y etcétera. Y etcétera.
Pero a pesar del horror y el estupor, algo retorcido sucede bajo la alfombra. Albergamos cierto morbo en nuestro fuero interno. Por supuesto, lo disimulamos, pero hay algo de pulsión sexual en nosotros. La sentimos cuando un programa de televisión entra a la cárcel y nos muestra “las condiciones de reclusión” (y después se retira sin hacerse cargo de haber expuesto la miseria, con su misión cumplida y que se haga cargo otro de la exposición). La sentimos cuando el Ministerio del Interior nos muestra cómo hace trabajar a nuestros presos, de alguna manera “pagando su estadía en la cárcel”, o cuando nos muestra videos de requisas en que lo último que importa es el derecho a la intimidad de las personas privadas de su libertad. Necesitamos ver qué pasa ahí adentro. Nos atormenta la posibilidad remota de que nos toque estar allí, pero de alguna manera queremos ser testigos de cómo se siente estar allí. Necesitamos ver cómo se castiga a nuestros presos. En definitiva, por algo están donde están. Nos habita un deseo ambivalente entre el horror y el placer, y escondidos anónimamente en una cuenta de Twitter o detrás de la pantalla de nuestra televisión, saciamos nuestra pulsión sexual por el castigo. Así funciona nuestro sentir punitivo: orgullo nacional. Retribución plus ultra.
Y así vamos, alimentando el deseo de nuestro monstruito sádico. Las cárceles uruguayas albergan actualmente a 13.711 personas privadas de libertad, una cifra que crece al 12% anual, y que en 2024 se estima que rondará las 20.000 personas. Uruguay es el decimoséptimo país del mundo con mayor tasa de prisionización (número de personas privadas de libertad cada 100.000 habitantes), y el segundo en América del Sur después de Brasil.
Los datos hablan por sí solos, se suele decir, aunque no producen políticas públicas por sí solos. Pero descuiden, nuestro uruguayo interior autocomplaciente y orgulloso puede dormir tranquilo. Aún hay esperanza en nuestro sistema penitenciario. ¡Miren cómo producen papas las reclusas de la cárcel de mujeres! ¡Miren cómo construimos más cárceles para disimular que tenemos la mayor tasa de hacinamiento desde 2013! Ya veremos qué pasa después.
La única política penitenciaria sensata de la que hemos tenido noticias en los últimos dos años ha sido la creación del Consejo de Política Criminal y Penitenciaria, y del Grupo Multidisciplinario Técnico y Científico Honorario Asesor del Instituto Nacional de Rehabilitación. De allí, supuestamente, surgirán decisiones que orientarán las políticas penitenciarias a largo plazo. Sin embargo, no es todo color de rosas: su proceso de discusión sucederá a puertas cerradas. No conoceremos su agenda de trabajo, sus actas ni sus deliberaciones. Quedará librado a nuestra voluntad confiar en que las recomendaciones que surjan de estos espacios estén a la altura del carácter transformador que nuestras políticas penales requieren. Después de ello, poco más ha sucedido más que empeorar el camino transitado hasta la actualidad.
No podemos seguir disimulando que albergamos campos de exterminio. Para ser consecuentes con ello, la cárcel debe dejar de pensarse como una isla, como un problema inevitable al que hay que acostumbrarse.
El gran ausente en este panorama, el actor institucional que debería ser central y que actúa en las sombras, sin recursos y, por consiguiente, sin éxito, es la Oficina de Supervisión a la Libertad Asistida (OSLA), encargada de supervisar el cumplimiento de las medidas alternativas a la privación de libertad en Uruguay. En un país en emergencia penitenciaria como el nuestro, la OSLA debería adquirir una importancia crucial. Año tras año se produce evidencia científica en distintos países que da cuenta de la efectividad de las medidas alternativas para reducir la reincidencia delictiva en comparación con la cárcel (sin mencionar que priorizarlas nos ahorraría buena parte de las atrocidades que se cometen allí).
Pero la OSLA tiene una función prácticamente nominal en Uruguay, y ocupa un papel subordinado en nuestro sistema penal. De sus 86 funcionarios, 20 son técnicos operativos que supervisan el cumplimiento de las medidas alternativas, en ocasiones apoyados voluntariamente por algunos policías en el interior del país. El problema es que hay aproximadamente 16.000 personas cumpliendo medidas alternativas que requieren supervisión, una relación de 760 personas por cada técnico. La cifra crece exponencialmente año tras año, a un ritmo mucho más acelerado que el crecimiento del número de personas privadas de libertad (a fines de 2017 había aproximadamente 500 personas supervisadas por la OSLA). Es cierto que no todas estas medidas están activas, algunas ni siquiera llegan a ser supervisadas porque las personas sancionadas nunca llegan a ser ubicadas por el personal de la OSLA. Así de sobrecargada está esta oficina.
El problema de fondo es que nuestra incapacidad de innovar y reinventarnos nos hace seguir creyendo que la cárcel sirve para algo. Vemos a la cárcel como un mal necesario que corresponde tolerar para que se haga justicia, se rehabilite, se disuada y se incapacite (se prive de su libertad) a quienes delinquen. Cabe, ante cada uno de estos supuestos, formular algunas preguntas retóricas. Sobre la premisa retributiva de hacer justicia: ¿en qué parte de nuestro código se establecen castigos más severos que la privación de libertad, como por ejemplo las violaciones a los derechos humanos que experimentan nuestras personas privadas de libertad? Si el castigo es privar de libertad, ¿por qué no remitirse a ello y listo? Sobre el segundo, relativo a la rehabilitación: ¿qué clase de cinismo tienen nuestros líderes políticos para confiar en que la prisión rehabilita, cuando lo que sabemos sobre cárceles y los castigos que allí se implementan indica lo contrario? Sobre el tercero: ¿por qué seguimos obstinados en ignorar que no es la severidad sino la certeza del castigo lo que disuade de delinquir? ¿Por qué no pensar, entonces, en condenas más efectivas y menos lesivas? Finalmente, sobre la incapacitación: ¿es legítimo y moralmente aceptable incapacitar cueste lo que cueste? ¿Incluso si cuesta vidas?
Nuestra clase política fantasea con que el simpático paisito se parezca a los países en serio, los desarrollados, los del primer mundo. Disimular nuestra barbarie tercermundista y coquetear con los civilizados (como hacen en Finlandia, como hacen en Suecia...). Pero, curiosamente, sus afinidades son selectivas. Si se trata de cárceles, los costos políticos aconsejan evitar las comparaciones. Nunca escuchamos a nuestros líderes decir hagamos como Noruega, en cuyo sistema penal la pena más alta es de 21 años, la justicia restaurativa es práctica cotidiana, y sus centros penitenciarios se basan en el principio de normalidad (la vida en prisión debe asemejarse a la vida en libertad). O hagamos como Holanda, cuya población penitenciaria se encuentra en descenso hace 15 años. O, mejor aún, como Alemania, que ha decidido cerrar prisiones para priorizar las medidas alternativas a la privación de libertad.
Mientras tanto, nuestra democracia modelo continúa priorizando la cárcel y subordinando las medidas no custodiales a un segundo plano. Pero ya es demasiado tarde, cruzamos el límite. No podemos seguir disimulando que albergamos campos de exterminio. Para ser consecuentes con ello, la cárcel debe dejar de pensarse como una isla, como un problema inevitable al que hay que acostumbrarse mirando para otro lado. Sus violencias, sus miserias, sus horrores, son parte de una trama de sentido que las desborda y que abarca no sólo a todas las agencias del sistema penal (poder judicial, policía, sistema penal juvenil), sino también al sentido común que permea nuestras propias subjetividades. La cárcel no es el único camino, ni mucho menos. Es necesario, de una vez por todas, enfriar la histeria de nuestra pulsión sexual con la cárcel y tomar decisiones que nos hagan salir del atolladero en el que nos encontramos. Y sí, parte de ello supondrá cerrar cárceles y liberar personas que nunca debieron haber ingresado allí en primer lugar. Eso será nada más que el comienzo de una ambiciosa reingeniería de nuestro sistema penal.
La discusión sobre las cárceles debe ser una discusión rupturista sobre nuestro sistema penal y la forma en que lo concebimos. Debe ser una discusión realmente democrática, que incorpore voces con ideas innovadoras, muchas de ellas sin precedentes en Uruguay. Debe producir discursos alternativos que sean abrazados por programas de gobierno y cristalizados en acciones transformadoras concretas. Debe ser una discusión pacifista y humanitaria, que nuestra clase política tiene la obligación de emprender con humildad, compromiso y sensatez.
Federico del Castillo es antropólogo.