Quiero hablar de nuestros ciudadanos. De sus reivindicaciones, sus plataformas sectoriales, también de sus necesidades, que no siempre es lo mismo, ya que lo que reclaman a veces puede satisfacerse de una manera mejor con un mecanismo diferente. Pero sobre todo de los anhelos, empezando por el de reconocimiento y respeto, de las insatisfacciones difusas, de sus broncas; de sus deseos a veces subconscientes.
¿Qué tiene que hacer el Frente Amplio para ganar las elecciones de 2024? ¿Esperar a que a este gobierno le vaya mal (y con él a todos los uruguayos)? ¿Recordar machaconamente lo hecho en los lustros anteriores? ¿Estudiar los problemas del país y encontrar soluciones técnicamente impecables?
¿Cómo se logra que una propuesta “enamore”? ¿Sólo con candidaturas atractivas?
Lo que queremos decir con tanta pregunta es que la política no se trata sólo ni principalmente de lo que hagan otros, ni de proponer un programa de “restauración” ‒como si todo lo hubiéramos hecho bien y el mundo haya permanecido estático‒, ni de sembrar una nostalgia que busque lealtad por el recuerdo agradecido, ni de propuestas pulidas. La política se trata antes que nada de nuestra relación con el sentir de los electores.
La política no es diseñar futuros que nos convencen o nos atraen y luego tratar de convencer a todo el mundo de sus bondades. Mucho menos, convencerlos de que nos voten, que luego nosotros sabremos qué les conviene. Es entrar en el diálogo social infinito, en todo caso, aprender qué empujar. Lenin mismo les explicó a los izquierdistas italianos que en la Revolución de Octubre los bolcheviques no ganaron porque propusieron su programa agrario ‒socialización de la tierra‒, sino porque adoptaron el programa del partido agrarista ‒reparto‒.
¿Qué desea la gente? Lo más probable es que ni lo sepan expresar. La prueba es que se puede vender algo que nadie sabía que precisaba: un teléfono que se puede meter en el bolsillo o un sistema de cuidados.
Ni hablar que cada segmento tiene temas que lo desvelan y son opuestos a los de otros. Por eso, más que de necesidades o intereses objetivos, hablo de deseo, que es un término hasta psicoanalítico.
La primera conclusión práctica es que hay que estudiar. No es hacer política con un ojo en las encuestas, pero sí abrir un diálogo político que vaya más hondo que los detalles de una plataforma de gobierno.
Parece una obviedad, pero no es el enfoque que predomina en nuestra izquierda. Dirigentes de todas las tendencias, a lo largo de la historia han sabido interpretar a un pueblo. Y, al revés, los pueblos depositan esperanzas en personas a las que quizá no conocen mucho, como Pedro Castillo en Perú. Esperanzas u odios, y en ambos casos hay que saber qué está pasando.
Una forma de comenzar la sugiere, en el libro Realismo capitalista, el inglés Mark Fisher, sobre quien Gabriel Delacoste escribió hace unos días que mucha gente está leyendo en Uruguay. Fisher llama “realismo capitalista” a lo que otros llamaron posmodernidad, porque nos tratan de convencer de que es el único mundo posible; que no hay alternativas. Pero muestra que el neoliberalismo se impuso explotando los “sueños” de los trabajadores, no cumplidos por la industria fordista. Capítulo a capítulo muestra aspectos en los que es el capitalismo el que no funciona. La crisis de 2008 es un ejemplo, porque lo que funcionó para superarla fue apartarse del liberalismo con una fuerte intervención estatal. Propone combatirlo con las mismas armas: determinar qué sueños prometió la derecha, evidenciar la imposibilidad de que el neoliberalismo cumpla sus promesas y proponer alternativas.
Nuestro gobierno es como una juguetería para un niño, porque no sólo no cumple sus promesas, sino que habla de libre mercado pero gobierna casi exclusivamente para brindar apoyos estatales a empresarios seleccionados. Nuestra tarea no es tanto demostrar que incumple (nunca nada sale exactamente como se planeó), sino más bien mostrar que sí hay alternativa.
La época de las pasiones tristes
Después de bosquejar lo anterior salió un artículo de Óscar Bottinelli sobre distintos sectores sociales y cómo los está afectando el gobierno, en el que el politólogo intenta prever cómo van a votar en el referéndum de la ley de urgente consideración (LUC): excluidos, cuentapropistas, empleados estables, empleados en seguro de paro, pequeños empresarios, etcétera.
Pero hay otros cortes aparte de la posición laboral. Hay temas o problemas que angustian de diversa manera en forma transversal. La inseguridad, la inclusión sexual (a favor o en contra), etcétera. La agenda de reclamos se ha fragmentado.
El sociólogo francés François Dubet explica las iras, estallidos, populismos, racismo y declinación de la política y la democracia en La época de las pasiones tristes. Su descripción aplica a Francia, pero nos obliga a estudiar cómo mecanismos similares afectan a Uruguay.
Las iras se concentran en movimientos que dicen representar vagamente al pueblo, pero evitan atender las desigualdades y mucho menos explicar las causas e identificar causantes.
Para Dubet, la situación no es tanto una ampliación de las desigualdades como un cambio en el régimen de estas. En los dos siglos anteriores, la división en clases había sido la explicación, no sólo de la explotación económica, sino también de la adhesión a partidos políticos (Max Weber), la diferencia en capital cultural y prácticamente de toda otra desigualdad.
No es que hayan desaparecido las clases, pero su efecto se vuelve más opaco detrás de mil “pequeñas desigualdades” que oscurecen el panorama. Competencia de países tercermundistas, diferencias de género y opción sexual, de edades, múltiples tipos de empleos más o menos precarios en un mismo lugar de trabajo, distintas trayectorias vitales ‒divorcios, etcétera‒, desventajas marginales que se transforman en decisivas por acumulación, como la criba de estudiantes liceales que terminan no llegando a las grandes universidades pese a que se eliminaron las secundarias diferenciadas, tenencia o no de un bien de familia, o de una familia.
Hoy habría que segmentar en una docena de grupos y aplicar una quincena de criterios a cada uno, generando una miríada de situaciones particulares. Los propios mecanismos estatales solidarios se han fragmentado por focalización, lo que crea más resentimientos.
Los súper millonarios o los condenados al hambre pasan a ser casi míticos. No los registra la lupa. Cada uno tiende a compararse con quienes tiene más cerca. Entretanto, la estructura social misma se ha vuelto abstracta y complicada, mientras que la ideología de la igualdad de oportunidades y la meritocracia hace recaer el peso de la suerte de cada uno en su propia responsabilidad. Entonces, las desigualdades ya no se ven como efectos de una patología social, sino como humillaciones personales e injustas discriminaciones.
La sociedad se torna difícil de leer. Y si las causas de las desigualdades se borran, deja de haber espacio para la acción común, para el orgullo y la solidaridad de clase o de oficio. También se achica el espacio de la política; se acude a jueces por la discriminación. Cada uno se arma su propio combo de resentimientos individuales y se convierte en militante de sí mismo en las redes. Muchas veces levantando reivindicaciones contradictorias al mismo tiempo, depende del tema. A lo sumo, participa en causas morales más o menos lejanas de su experiencia. Cada uno lucha por no perder su lugar y esas pasiones tristes y sin perspectiva se transforman en pasiones miserables: cada uno tiene a quien discriminar. Y el pobre, extranjero o integrante de cualquier minoría pasa a ser un enemigo en potencia.
Las iras individuales pueden estallar en tumultos sin perspectiva, no en verdaderos conflictos que implican acción colectiva, objetivos generales a plazos largos y necesidad de avanzar luchando y negociando. Los partidos de izquierda y sindicatos, que tendían a ofrecer explicaciones globales de la realidad social, perdieron esa capacidad. Las iras se concentran en movimientos que dicen representar vagamente al pueblo, pero evitan atender las desigualdades y mucho menos explicar las causas e identificar causantes.
Este diagnóstico hay que medirlo en Uruguay. Hay indicios de pasiones miserables, como enojarse porque los liceales puedan ir en ómnibus a estudiar, o escandalizarse porque algunas familias particularmente desfavorecidas con muchos hijos tengan partidas de 2.000 pesos ‒cuando el Estado invierte una porción del PIB en apoyos a empresarios‒ o que se subsidie el supergás ‒cuando el gasoil sí tiene un precio especial‒.
Quizá la explicación sea otra, no la de Dubet. Pero no hay motivo para que el Frente Amplio gane las próximas elecciones antes de que comprenda la situación y encuentre formas de politizar esas indignaciones; es decir, de vincularlas a una explicación de las causas y a una acción colectiva.
Una autocrítica franca es necesaria y generará confianza en ciertos sectores. Pero, otra vez, no se trata de nuestra opinión sobre el pasado. Ella sola no nos dirá por qué, sobre todo en lugares del interior, algunos parecen odiarnos tanto. Habrá manija, pero no prendió porque sí. ¿Qué vibras negativas se proyectan sobre el Frente Amplio?
Jaime Secco es periodista, integrante de Banderas de Liber.