Las medidas sanitarias adoptadas a raíz de la covid-19 abrieron la posibilidad de pensar en una educación diferente gracias a la virtualidad, aunque no todo puede ser virtual porque, por suerte, vivimos en un mundo real.

La Universidad de la República (Udelar) ha hecho un enorme esfuerzo en las últimas décadas por descentralizar y facilitar el acceso, en un cambio notable que los que estamos en el interior conocemos en primera persona. Otro tanto significa para el pago chico la creación de la Universidad Tecnológica (UTEC).

Pero igualmente son muchos los jóvenes del interior que aun así no llegan, cosa que la virtualidad tendió a revertir al permitirles cursar desde el pago. También se lo permitió a jóvenes (y no tan jóvenes) urbanos que trabajan. Por eso, de cara al futuro, es importante incorporar con inteligencia la combinación virtualidad/presencialidad para capitalizar las ventajas de la primera y potenciar la efectividad de la segunda.

Los costos económicos de radicarse en la capital para estudiar, sumados al desarraigo, son los escollos más importantes. Porque por económicamente desahogada que esté una familia, o pese a los apoyos que pueda recibir, es innegable el impacto económico de mandar un hijo a estudiar a Montevideo; ni hablar si, como suele ocurrir, se tiene que enviar dos, tres o más hijos a la capital. También pesa el desarraigo que sienten, aunque, con todo, admito que para jóvenes de 18 o más años esto puede ser un asunto discutible. Sin embargo, lo cierto es que no son pocos los que no aguantan y se vuelven. No todos maduramos a la misma edad, y esa diversidad hay que contemplarla.

Sin embargo, seguimos olvidando a los olvidados. Como sociedad no tenemos cabalmente presente lo que significa para la población rural dispersa asegurar la continuidad educativa de los gurises de campaña que salen de la escuela rural.

Las opciones son tan pocas como duras: que deje de estudiar o, si se tiene parentela en el pueblo, hacer una ingeniería familiar para mandar al niño con esos tíos, abuelos, etcétera. En cualquier caso, esa ingeniería implica costos económicos –además de las restantes distorsiones en la vida familiar– proporcionalmente enormes.

No hace falta decir lo que significa mandar a un preadolescente de campaña con esos parientes, que a veces son parientes lejanos, o, incluso, tener que mandarlo solito a un hogar estudiantil. Por eso la tercera opción es iniciar el “comienzo del fin”.

Un país chico, con buena conectividad, de población envejecida, no puede permitirse el lujo de la miseria de que las familias que quieren vivir en campaña no puedan hacerlo.

¿Qué es el “comienzo del fin”? La madre que se va con los gurises al pueblo, el padre que se queda solo en campaña, y un duro y silencioso drama familiar –económico y afectivo/emocional– que sin embargo se repite por miles desde hace décadas y que no siempre termina bien.

Porque muchas veces termina con alguien corrido a plata, tentado, si es propietario, por la solución desesperada de vender ese pedacito de tierra o, si no lo es, a desprenderse de los ganados que están entre la calle y los pastoreos de costos inflados, para que los gurises tengan la educación que el país incumple en asegurarles como, en cambio, sí lo hace con todos los demás niños y adolescentes.

Por uno que en esas condiciones logra llegar, son innumerables los que no lo han hecho. Ahí hay un testimonio invisible, pero que se repite por miles, del verdadero drama del desarraigo y el desamparo de la protección del Estado, así como una clave humana de una de las causas modernas de la migración rural y de la erosión cultural del país que ve perder su saber paisano a vista y paciencia de una omisión inaceptable de la que todos somos cómplices.

Un país chico, con buena conectividad, de población envejecida, en el que los pocos niños son nuestro más valioso tesoro y en el que la cultura rural es el principal patrimonio identitario nacional no puede permitirse el lujo de la miseria de que las familias que quieren vivir en campaña no puedan hacerlo, con la contracara, encima, de que lo que se obtiene es este territorio crecientemente despoblado, concentrado y extranjerizado.

Gustavo Garibotto es ingeniero agrónomo, exdocente e investigador en la Universidad de la República, productor rural ganadero y asesor privado.