En el auditorio Adela Reta, el 8 de julio de 2021, la doctora Clara Niz Larrosa recibía un reconocimiento del presidente de la República, Luis Lacalle Pou, por haber integrado el Grupo Asesor Científico Honorario (GACH).
La doctora Niz, especializada en medicina familiar y comunitaria, integró el grupo de profesionales que enfrentaron con compromiso, responsabilidad y pasión a un enemigo desconocido e invisible en defensa de la salud de los uruguayos. El equipo encabezado por los doctores Henry Cohen, Rafael Radi y el ingeniero Fernando Paganini fue secundado por un grupo de expertos integrado por la doctora Niz, y les correspondió la noble tarea de asesorar en forma honoraria al gobierno y acompañarlo sugiriendo acciones técnicas en esa difícil cruzada, así como rescatar a aquellos que habían salido malheridos de esa cruenta batalla y a los y las que sufrían sin consuelo la pérdida de sus seres más cercanos, tarea en la que es especializada la doctora.
¿Qué habrá pasado por la mente de Clara Niz Larrosa en el momento en que el presidente de la República depositaba en sus manos la obra de arte como reconocimiento de todos los uruguayos por la tarea realizada? No lo sabemos. Conocemos sí con certeza su decisión posterior: entendió que aquella obra de arte no le correspondía, que no sería colgada en una pared de su casa ni luciría en la Facultad de Medicina, sino que iba a estar en la escuela rural 61 de Pueblo Rincón, en Treinta y Tres. Su escuela.
Ese fue su modo de reconocer el papel de la enseñanza pública, tal como lo señaló el día que la entregó a la escuela: “Cuando recibí este reconocimiento sentí que eso me quedaba grande, que eso debía estar en un lugar que fuera de todos, que fuera público”. Al mismo tiempo resaltaba la importancia de tener una escuela pública como valor que nos distingue del resto del mundo. En este país, hoy a nadie extraña que el hijo de un trabajador sea profesional universitario, y es bueno reconocer eso y agradecer a la enseñanza pública uruguaya”.
En los años 70, Clarita –así la llamábamos– ingresó a la escuela 61. En lugares como ese del interior profundo, además del hogar, muchas veces la escuela primaria era en la mayoría de los casos la única formación que recibía una persona.
Rincón era poco más que un caserío poblado por no más de 300 habitantes, sin agua potable, sin luz eléctrica y sin teléfono. Sólo tres eran los maestros y concurrían menos de 60 alumnos. Varios venían de campaña; una de ellas era Clarita, que recuerda los tiempos en que los/as niños/as desensillaban los caballos en el piquete de la escuela cuando llegaban por la mañana, y partían después de las tres de la tarde, entre bromas y despedidas con un “hasta mañana” anunciando el ansiado reencuentro con compañeros y maestros.
El pueblo tenía una estación de ferrocarril, principal medio de transporte de la época, la comisaría, una agencia de correos, dos o tres comercios de ramos generales, uno que también era bar y una tienda. Pueblo de casas humildes, varios eran ranchos de techo de paja y paredes de terrón.
Hoy la escuela, además de los seis grados históricos, tiene ciclo básico (séptimo, octavo y noveno) y también atiende a preescolares.
Ese pequeño lugar de Rincón de Ramírez recibió en las décadas del 30 y 40 del siglo pasado el impulso de la construcción de la línea férrea que unió a la ciudad de Treinta y Tres con Río Branco, pasando por ese lugar y dando lugar en 1935 al “nacimiento” del centro poblado que por mucho tiempo fue conocido como Estación Rincón.
En lo productivo, se instaló Arrozal 33 sobre la laguna Merín, empresa pionera del cultivo de arroz en el departamento y una de las primeras en Uruguay, que hasta hoy perdura. El arroz cambió la historia de la comarca, transformando campos áridos y de poco valor productivo en generadores de riqueza y de mano de obra, complementando la tradicional explotación ganadera.
Clarita tuvo sin duda una infancia feliz junto a Cacho y Mirta, sus padres, y Gonzalo, su hermano, a orillas del agua fresca del río Tacuarí, al que seguramente “robaron” algún pintado de sabrosa carne, algún bagre libre de espinas o alguna tararira de blanca carne ideal para hacer ricas milanesas rebozadas con harina. No se olvidaría de arrancar violetas y dulces pitangas para darle sabor a la caña blanca con que invitaba su padre a las visitas, y guayabas para que la abuela Clara hiciera ricos dulces.
Cuántas noches de verano habrá corrido con su hermano detrás de bichitos de luz que titilaban al igual que las Tres Marías, las Siete Cabritas o el Hocico de la Osa. Otras veces, esa niña de cabello negro y cerquillo montó el petiso del piquete que tenían para echar las vacas o se subió con alegría al sulky con sus padres y su hermano para ir algún domingo de tarde a mirar las carreras de caballos (cuadreras), pasión de su familia paterna, y disfrutar de algún juego con otros niños y niñas del pueblito cercano (Estación Rincón). Era esta una de las pocas oportunidades en las que podía compartir con sus iguales e iniciar la socialización tan necesaria a esa edad.
Clara Niz Larrosa es un ejemplo de superación de barreras geográficas y de género, de compromiso profesional y social, de reconocimiento y de gratitud hacia la enseñanza pública.
El 23 de diciembre del año pasado la esperaban en la escuela 61 algunos compañeros de su época escolar. Muchos, al igual que ella, habían emigrado, otros andarían en sus tareas con la pala al hombro por encima de las taipas (tapias) de algún arrozal.
Allí está Clarita junto a las maestras, al lado del busto de Artigas que donó doña René, la misma que en los años 60 pagó todos los costos del edificio nuevo de la vieja escuela que meses atrás, el 15 de agosto, cumplió 80 años de existencia. Luis Carlos Garate, esposo de doña René, cuyo nombre lleva la escuela, dio trabajo en los años mozos como peón al padre de Clarita en la estancia Bella Vista, de su propiedad.
Ahora la doctora Clara Niz está de pie y mira a las autoridades de la educación, a la inspectora departamental maestra Socorro Sosa y a la inspectora zonal maestra Lucía Rodríguez, a la directora Ana y a las tres docentes que la acompañan, a los dos viejos maestros que, emocionados, la acompañan, al compañero de escuela que los vecinos eligieron como alcalde, a los niños con sus túnicas blancas y moñas azules, y en ellos se ve ella 45 años atrás, el mismo año que se plantaron los árboles cuya sombra hoy protege a niños y vecinos que participan en el acto.
Con esa emblemática moña azul y túnica blanca, una mañana de marzo de 1976 llegaba en el sulky con sus padres a iniciar el ciclo escolar la niña que décadas después haría una importante contribución al país. En ese momento seguramente el corazoncito golpeaba con fuerza su pecho; se enfrentaba a un nuevo nacimiento, con los miedos que todo niño enfrenta a un mundo nuevo fuera de la placenta materna para nadar en nuevas aguas que sólo el destino sabe a dónde la conducirían.
Pasaría algunos años en la casa de unos tíos “viejos” en Rincón, los más con sus abuelos paternos a unos tres kilómetros de la escuela, y desde allí viajaría a la escuela con los hijos de los empleados en una camioneta del Arrozal de Gomes Chagas Hnos.
Una brillante alumna, según afirman sus maestras. Ella recuerda a todas y las nombra ordenadas por años y cursos: Graciela –la primera (¿quién no se acuerda de la maestra de primero?)–, Teresa, Altair –“la más exigente–, Mahijito, Marita, Estela y Doris.
Una época en la que no era fácil encarar estudios superiores. Sus padres, pequeños productores rurales, tuvieron la clarividencia de seguir aquel precepto de que “no hay mejor herencia que una carrera” e hicieron seguramente un gran esfuerzo para enfrentar los gastos en la capital y lograr el objetivo.
El 23 de diciembre, Clarita dejó la obra de un artista plástico uruguayo pero se llevó de la reunión el reconocimiento de la comunidad escolar a través de trabajos que los niños entregaron con representaciones de la naturaleza y de su creatividad, y junto a ellos el cariño de todos los habitantes del lugar y el recuerdo imperecedero de tan emotivo reencuentro. También se llevó el acta de Comisión Fomento donde los padres deciden agradecerle tan noble gesto. Así queda sellado un trato de ida y vuelta mediante la expresión de apoyo de uno de los grupos honorarios que trabaja incansablemente por la escuela pública.
Clara Niz Larrosa es un ejemplo de superación de barreras geográficas y de género, de compromiso profesional y social, de reconocimiento y de gratitud hacia la enseñanza pública.
Con certeza, en algún lugar destacado de la escuela 61 de Rincón lucirá esa obra que a partir de hoy será de los niños y de la escuela, y además engalanará el patio, entre los viejos árboles, un zucará que acaba de sembrar con los niños y los presentes.
Hermes Toledo, otrora alumno, vecino y maestro director de esa escuela en 1976 participó junto a su esposa, María Elia Martínez, en ese ejemplar acto, seguramente recordado por todos los vecinos de Pueblo Rincón.
Seguramente el destino le depare otras misiones por la salud y por la educación, y Clarita estará a la altura de las circunstancias.
Hermes Toledo es maestro. En 1977 debió abandonar la docencia. Fue diputado nacional por el Frente Amplio por 11 años, electo por Treinta y Tres. El autor agradece la colaboración de Martín Buxedas para este artículo.