¿Qué se hace con la impotencia que te agarra cuando te enterás de que se mató alguien conocido? El dolor de una vida terminada, la rabia de lo irreversible, la angustia de no haber estado, la falsa culpa que se siente y nadie tiene.

¿Qué pasa con el suicidio? ¿Cómo puede ser que al lado nuestro haya alguien destrozado por una angustia terminal y nos resulte, o sea invisible, su dolor? ¿Cómo pudo dejar de encontrarle sentido a la vida? ¿De qué tamaño tuvo que ser la angustia como para arrasarle toda esperanza, toda ilusión, para seguirla peleando?

Es un avance que se esté hablando más de este tema y que la sociedad lo tenga presente, que se visibilice, que los especialistas aconsejen y que las estrategias de alerta previa se hayan ampliado. Quizá algunos estén teniendo otra oportunidad gracias a eso. Sin embargo, capaz que tenemos que pensar este problema con una perspectiva más colectiva y menos individual. La ayuda psicológica sirve, la psiquiátrica también y la medicación seguramente sea imprescindible frente a situaciones límite. Pero también tenemos que analizar este asunto como un problema del sistema en el que vivimos, de sus exigencias, de sus negaciones, de sus urgencias, de sus fórmulas de éxito, de sus sinsentidos vitales.

El compromiso social, la vocación de servicio público y el sueño de hacer un mundo mejor te obliga todo el tiempo a estar buscando cuáles son los problemas de tu tiempo, los dolores de tu generación y las urgencias del momento histórico.

Lo que sigue son reflexiones esencialmente políticas –no periodísticas, ni académicas ni científicas– derivadas del impacto cercano de varias vidas terminadas a destiempo. Son un intento de pensar sobre qué aire estamos respirando. Porque hay dinámicas generales que arman un ambiente tóxico y se transforman en un obstáculo para buscarle la vuelta a la felicidad. Eso nos afecta a todos, aunque no lleguemos a quitarnos la vida.

Lo primero es aclarar en qué lugar se pone, aquí, a la vida. No se puede entender esta preocupación si no se explicita el amor al tiempo que tenemos para estar en este mundo y hacer algo bueno aquí, para ser felices e intentar dar una mano y acompañar la felicidad de los que andan en la vuelta. En una de esas, la vida es una oportunidad para amar, ser solidarios, sentir placer, buscar la libertad, pelear por la justicia, una oportunidad para ser felices. Aprender lo mejor de nuestros viejos, superar lo que no pudieron ellos y ser buenos ancestros. Dejar un mundo un poquito mejor que el que nos dieron, pensando en que los que vengan puedan disfrutar de su oportunidad, de su tiempo, de su vida y superarnos.

Pero no sé si esta es la perspectiva sobre la vida más extendida en mi generación. A veces pareciera que se instaló una filosofía popular que ve a la vida como una carga, como un peso. Y eso determina cierto desprecio por buscarle la vuelta y darle un sentido, como una cadencia hacia la nada: el “me da paja”. Y el preocupante chiste permanente de “qué ganas de cabecear una bala”, el reproche a los padres, “hacete cargo, yo no pedí nacer”, las acciones casi cotidianas autodestructivas, sobre todo el vínculo abusivo con las drogas y los juegos urbanos que implican retos absurdos, motores y altas velocidades. Coqueteos con la nada o con un peligro que muchas veces parece ir más allá del encaje, de la adrenalina.

Por otro lado, parece haber un rechazo al esfuerzo, al sacrificio, a la frustración. Pareciera que el sometimiento relativamente prolongado a cualquiera de ellos desconfigurara. Revertir esto es importante porque da la sensación de que esos sentimientos son parte de cualquier proceso de crecimiento y de la construcción de un proyecto de vida que ayude a vivir “feliz” (sea eso lo que cada uno quiera). El desistimiento, el abandono del camino frente a esas insatisfacciones produce un loop nefasto, un círculo vicioso, que reproduce la tristeza, la amargura y la angustia. Por el contrario, la superación de los obstáculos construye fortalezas y consolida personalidades resilientes capaces de sobreponerse.

¿Qué produce tantas enfermedades mentales y males del alma? ¿Cómo llegamos a ese ambiente de desgano? Es posible pensar que esa dificultad para sobreponerse sea producto de condicionantes estructurales. El sistema social, económico, cultural y político en el que vivimos no logra dar respuesta a las necesidades de la vida que tienen amplios sectores de la humanidad.

El primer elemento a tener en cuenta para pensar en qué ambiente vivimos es la “hiperexposición”. La reducción dramática de la vida privada. El achique de los márgenes de libertad. El control social establecido a través de los medios y las redes masivas de circulación de información. La sensación de que todos nos vemos y juzgamos a la vez genera climas de alta presión.

La ayuda psicológica sirve, la psiquiátrica también y la medicación seguramente sea imprescindible frente a situaciones límite. Pero también tenemos que analizar este asunto como un problema del sistema en el que vivimos.

El segundo asunto es el cambio de época y sus consecuencias en la vida, a la cortita. En este aspecto, quizá el movimiento más importante sea el pasaje de una vida común guiada por la certeza, a una vida marcada por la incertidumbre y una gran “complejidad”. Es verdaderamente difícil proyectarse a cinco, diez o quince años, no se sabe si las carreras que estudiamos van a servir, no se sabe de qué va a haber trabajo en el futuro, no se sabe cómo va a ser la vida en un planeta complicado climáticamente, no está claro cómo conseguir niveles de bienestar, de vida, de ningún tipo.

La tercera cuestión a tener en cuenta es la concentración de la riqueza y la escasez consecuente; todas las proyecciones marcan que nuestra generación, aun teniendo mejores currículos que nuestros padres, alcanzará niveles de bienestar inferiores. El sistema económico se encuentra en una fase avanzada de concentración de la riqueza y cada vez es más difícil encontrar un lugar en la cadena productiva. Por lo tanto, cada vez es más difícil sostener la vida en términos materiales.

Después de pensar en las cuestiones que nos afectan más o menos parejo a todos, es importante detenerse en un indicador que se vincula con el principio de este escrito: las tasas masculinas de suicidio son las más altas. O sea que existen condicionantes específicas en este ambiente tóxico y tenemos que pensarlas. Antes que nada, hay que estar atentos a todos los pibes y tipos que nos rodean. También es necesario cuestionar las exigencias de la sociedad que no logramos satisfacer y nos empujan a pensarnos –por momento o permanentemente– como descartables.

Para nosotros no están permitidos los llantos entre amigos, las angustias y las debilidades. No podemos darnos un abrazo “porque sí”, a lo sumo cuando llegamos o nos vamos. No podemos hablar de lo mal que nos sentimos, no podemos sufrir mucho por una ex ni conversar sobre nuestras derrotas porque no tenemos habilitado perder. De hecho, no podemos mostrar que sufrimos. Incluso habitualmente somos los propios amigos quienes producimos dolor y daño: en los deportes, cuando salimos de joda y en todas las cosas que se hacen en grupo. Pero es importante empezar a destrabar esas pelotudeces que tenemos aprendidas, que nos enseñaron y que repetimos como si estuvieran buenas.

¿Y qué tiene que ver la política acá? Bueno, si la política es la búsqueda colectiva de soluciones a los problemas comunes, y este es un bruto problema que tenemos en común, la política tiene que ver. Hay una angustia existencial permanente que debilita –la generación de cristal– y esto hay que cambiarlo. Filosóficamente tenemos el desafío de dar sustentos y argumentos para armar proyectos distintos a los que predominan hoy, que en su mayoría sólo tienen como resultado el estrés, el agobio y un sentimiento de insuficiencia permanente. Desde la política tenemos que intentar dar lugar y propiciar las condiciones, las herramientas y los recursos para que las personas puedan desarrollar un plan de vida alternativo.

Ya hay algunas pistas. Parece necesario construir una educación liberadora en términos filosóficos y laborales-prácticos. Salir del agobio que produce la dinámica de las ciudades y la atomización que propone la globalización, del fracaso en términos humanitarios del modelo de grandes urbes, buscar alternativas para organizar la vida en lugares no urbanos, intentar construir un modelo de desarrollo basado en la sostenibilidad y la regeneración, dando respuesta material y sustento climático a la existencia humana. Es necesario construir nuevas formas de vincularnos y de establecer nuestras personalidades y seguridades para reducir la violencia y los deberes inútiles que imponen los roles sociales. Tenemos el desafío de construir una alternativa, de atrevernos a soñar una vida más linda y placentera.