Llama la atención el silencio político y académico en nuestro país sobre el próximo mundial de fútbol a desarrollarse en Qatar. Las voces críticas son escasas y dispersas, mientras que la maquinaria de la economía y el espectáculo imponen su ritmo abrumador. El impulso de las pasiones identitarias parece opacar y suspender la crítica: el vamo’ arriba la celeste es el eclipse que no nos atrevemos a mirar de frente. La muerte de miles de trabajadores vinculadas a la preparación del mundial es algo que circula sotto voce. ¿Será que nos acostumbramos, triste y oscuramente, a las muertes a manos del capital, como un destino inevitable de los parias del mundo? Hace décadas que se dijo que vivimos en la sociedad del espectáculo, y el espectáculo parece no tener límites.
El carácter lúdico que pueda contener el fútbol ha demostrado tener un potencial enorme para propiciar la emoción, la algarabía, el entusiasmo alegre entre quienes juegan o alientan. En las canchas uruguayas se escuchan cánticos que enaltecen lo festivo y lúdico de la práctica, o como expresa el poeta y futbolista uruguayo Agustín Lucas, “para darle un beso a la copa no hay por qué ganarla”. El deporte puede ser motivo de celebración; en él reside la posibilidad de enfrentarse a un obstáculo y transitarlo dignamente, sabiendo que la recompensa no está solamente en el resultado sino en lo vivido junto a otras u otros que tiran para el mismo lado y reconocen en el rival a un vecino que se nutre, en la rivera, de las mismas aguas. Las festividades colectivas han sido y son importantes, pero no vale todo: el mundial de Qatar no es una fiesta. No se puede celebrar alegremente sobre la sangre de miles de trabajadores como si se tratara de vidas descartables. No se puede bailar despreocupadamente a sabiendas de que las diversidades sexuales, culturales y políticas son perseguidas y tienen la entrada prohibida al baile. Los partidos políticos deberían expresarse claramente y sin ambigüedades sobre esto, aunque probablemente el electoralismo no lo permitirá, ni a derecha, ni a izquierda.
No vale todo, el Mundial de Qatar no es una fiesta. No se puede celebrar alegremente sobre la sangre de miles de trabajadores como si se tratara de vidas descartables.
En el campo de la educación física y el deporte hay una enorme dificultad para reconocer las implicancias económicas, sociales, culturales y políticas del deporte de alto rendimiento; el blindaje ideológico casi siempre llega por el lado del voluntarismo individualista. Habrá que explorar mejor, con estudios sistemáticos, la relación entre este tipo de deporte y las posiciones políticas. Es casi imposible encontrar pronunciamientos críticos salidos desde los propios agentes del deporte profesional; cuando los hay, son duramente hostigados hasta su apagamiento (el reciente caso de Villa Española es un excelente ejemplo). La posición de João Havelange (presidente de la FIFA entre 1974 y 1998) parece ser la que prima: consultado sobre la relación entre el Mundialito organizado en Uruguay en 1980 y la dictadura cívico-militar (1973-1985), Havelange dijo que le importaba el deporte, no la política.1
Eso que llamamos realidad siempre tiene muchos matices, pero hay un momento de blanco sobre negro: se precisan pronunciamientos académicos y políticos serios y claros sobre las implicancias sociales, culturales y políticas del fútbol en particular y del deporte de alto rendimiento en general; no podemos seguir evitando el problema, chiflando y mirando para otro lado para disimular las incomodidades. No estamos en contra del deporte, sino a favor de un deporte que, para existir, pueda prescindir de semejantes complicidades.
Camilo Rodríguez Antúnez es licenciado en Educación Física, magíster en Enseñanza Universitaria. Raumar Rodríguez Giménez es profesor de Educación Física y doctor en Ciencias Humanas.
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Mundialito (2007). Dirección: Sebastián Bednarik. ↩