Escribía Hegel en épocas más tranquilas, en las que la gente solamente moría una vez en la guillotina francesa y no todos los días en la cancelación de las redes sociales, que un espíritu solamente puede tener consciencia de su existencia separada del resto del universo al estar en presencia de otro que le devuelva, con su mirada, la posibilidad de saberse individuo.

Es decir, el otro me permite saber que ego sum, “yo soy”, pero ahí es donde Hegel se vuelve más espinoso, porque no cualquier otro sirve, tiene que ser una entidad igualmente autoconsciente que yo mismo, pero cuya propia existencia va a quedar además supeditada (para mí) a que yo pueda pensarla.

Básicamente, Hegel no concuerda con el razonamiento cartesiano de que alcanza solamente con saber que estoy pensando para pertenecer a la res cogitans o sustancia que puede pensar y, por lo tanto, pensarse. El mundo y su devenir es, necesariamente, dialéctico y depende siempre de estar una mente frente a otra.1

Lo anterior nos lleva a pensar en el mito de Narciso, que, ensoberbecido por su propia belleza, que lo hacía sentir que nadie, hombre o mujer, era digno de su amor, vivía célibe provocando la ira de Némesis por despreciar a la ninfa Eco,2 que por el sufrimiento causado por el rechazo se convirtió progresivamente sólo en esa voz que repite las últimas palabras que escucha. El castigo de Némesis fue hacerlo enamorarse de su reflejo en un estanque, y, al querer abrazar a su reflejo, se hundió y murió ahogado.

Todos tenemos incrustado en nuestro ser consciente cierta dosis de narcisismo que es imprescindible para sobrevivir, entendiendo el término como una pulsión (es decir, una tendencia innata) que nos hace depender de la mirada de otros para sabernos existentes. Obviamente, los primeros “narcisizadores” son los padres, y ese proceso, si falla –y puede fallar–, genera problemas.

El narcisismo en la época actual

Ha llegado el momento de aclarar –en esta época uno pasa más tiempo aclarando que exponiendo– que no voy a utilizar el término en un contexto psicológico, por dos razones: lo ignoro todo de la psicología, y esta es una columna de filosofía. De todas maneras, el término es el mismo, pero no me voy a referir a patologías.

Sí pienso hacer una precisión: Hegel ya prefiguraba (y es un pensamiento que está en la base del de Sigmund Freud) que lo que nos hace humanos es poder ver al otro, en un sentido metafísico de esa acción. Mirar es un acto fisiológico, abrimos los ojos y miramos. Ver, en cambio, implica que mi conciencia, mi “yo”, se apercibe de la existencia de determinada entidad o de la ocurrencia de algún evento. Podemos ver sin mirar, y eso es lo que hacía Narciso, pero eso nos aleja del otro y nos encierra en nosotros mismos.

Nuestra época es heredera de la segunda mitad del siglo XX, caracterizada por un relato dominado e impuesto por los medios de comunicación masiva y la publicidad que los sustenta. Pero, gracias a la tecnología, hoy los medios han pasado a un plano no secundario, pero sí menor, ante las redes sociales, que permiten que, en teoría, todos podamos ser los protagonistas de una película y alcanzar ese bien supremo que es “la fama”.

Es decir, no pienso afirmar que la autopercepción ha pasado a estar basada en las interacciones virtuales en vez de las personales, porque no es así. Solamente personas con problemas de socialización (que tienen componentes de lo que estamos hablando) renuncian a las interacciones directas, por elección o por impotencia.

Sí pienso sostener que lo virtual modula y a veces determina la manera en la que obtenemos el placer del reconocimiento. Porque, a qué negarlo, ser visto por el otro es placentero; pensemos en el omnipresente “mirá, mamá” de todos los niños (y no tan niños), ya que la mirada de los padres nos importa hasta el final, de una u otra manera.

La búsqueda del placer

Aquí interviene otro factor, que es del orden de las neurociencias y tiene que ver con la manera en que las redes sociales están diseñadas para poder “enganchar” e incluso volver adictos a sus consumidores mediante lo que se conoce como el “sistema de recompensa variable”.

La naturaleza está estructurada en torno a un principio de economía, que manda que –en los grandes números– no existen las redundancias innecesarias ni las multiplicaciones espurias.

Siendo así, es razonable que la maravillosa máquina electrobioquímica que es el cerebro humano tenga un mecanismo eficiente que le permita obtener lo más ansiado luego de la supervivencia: el placer.

Las cosas que nos dan placer rápidamente captan nuestro deseo y tratamos de asegurarnos de que podemos acceder a ellas. El tema parece sencillo: el chocolate nos da placer, entonces buscamos el chocolate para obtener ese placer. Y siempre lo obtenemos.3 Con el chocolate, al menos, porque los placeres que dependen de otras personas suelen ser más complicados de repetir.

Para peor, en la década de 1950 BF Skinner encontró, en un experimento con ratas, que si la recompensa no era fija4 sino variable, los animales realizaban la acción que supuestamente los gratificaría de manera compulsiva, llegando a la adicción. Este es el mecanismo que han utilizado de manera maquiavélica los algoritmos que dirigen las interacciones de las redes sociales.

Al negar la certeza de la recompensa (la infinita variabilidad de formas del like) nos mantienen pendientes de lo que ocurre, llegando a generar un síndrome propio, al que se ha llamado “FOMO” por la sigla en inglés “fear of missing out” o temor de perdernos algo. Este “algo” en el discurso es saber lo que pasa, estar al tanto de “lo último”, pero, en esencia, en lo bioquímico, es la adicción a la dopamina, el neurotransmisor que marca las principales acciones del sistema de recompensa variable.

La búsqueda de existir

Lo anterior podría hacer parecer que estoy proponiendo un biologicismo extremo, según el cual somos únicamente reacciones bioquímicas ambulantes y autoperceptivas, pero no es mi pensamiento; de hecho, adscribo al dualismo y creo que existe alguna forma de mente, una entidad del estilo “fantasma en la máquina” que interactúa con el cerebro y el cuerpo, que no es independiente de ambos, pero que sí tiene cierta autonomía.

Lo anterior es obvio: podemos sentir deseo de algo y fácilmente decidir abstenernos (salvo en las redes sociales, donde se hace difícil), y también podemos realizar acciones que no deseamos en aras de un bien mayor, como el consumo de medicamentos de sabor desagradable para curarnos.

Eso implica que tenemos la capacidad de elegir, pero ese es justamente el problema del mecanismo de recompensa variable: que la debilita y nos hace menos capaces de ejercerla. Y no es menor, porque la libertad es la conjunción de dos cosas únicamente: ser capaces de elegir y tener opciones entre las que hacerlo. Si resignamos la primera de las condiciones, nos estamos encerrando por nuestra propia elección en la caverna de Platón, es decir, en lo que Arthur Schopenhauer llamaría “una existencia inauténtica”: cambiamos libertad no por dolor, sino por la ilusión eternamente frustrada de una provisión constante de dopamina. Y nos convertimos en las ratas de Skinner.

Si no sabemos cuáles son nuestros deseos, si son razonables o no, entendiendo esto como que esté al alcance de nuestra mano su satisfacción a un costo razonable, nunca podremos satisfacerlos.

Es que las redes sociales usurpan las interacciones humanas reales y nutritivas5 (en el sentido de que nos permiten una saludable autopercepción no solamente basada en el neurotransmisor del placer, la dopamina, sino también en la oxitocina, neurotransmisor “del amor”), la serotonina (apetito y humor) y muchos más. La combinación de todos los reguladores de las interacciones neuronales en oposición a un flujo de solamente dopamina6 es análogo a la diferencia entre disfrutar del complejo sabor de un buen coñac, vino o whisky en oposición al consumo de alcohol rectificado de 23 grados, por ejemplo. La intoxicación es la misma, pero el contexto de consumo y la completitud y duración del placer del acto, no.

El destino de los narcisos

El verdadero problema es que la ola de dopamina nos convierte a todos en Narciso. Dejamos de ver a los otros como iguales (en el sentido hegeliano) para convertirse meramente en un abstracto del otro lado de la pantalla que genera los likes que me proveen de dopamina: aun sabiendo que existen programas automatizados que reemplazan a las personas reales, pero ha llegado a tanto la cosificación del otro que no nos importa.

Hasta ahora, el título de la nota no parece justificado, porque hemos descrito el narcisismo como algo más bien peligroso, pero recordemos el principio de economía al que nos referíamos antes.

Si la naturaleza nos hubiera dotado solamente de esta pulsión que se basa en la parte más irracional de sentir que somos mejores y que es imperativo que los otros lo entiendan y reconozcan, sería imposible que nos organizáramos efectivamente como especie socializada. Una sociedad de narcisistas es la pesadilla de los intendentes y el sueño de los escritores de sitcoms.

Existe otra entidad que se ubica en las funciones cognitivas superiores, ergo, la mente, y se trata de la autoestima o amor propio, o tantos otros nombres que tiene. A diferencia del narcisismo, no es pulsional sino emocional y consciente (circula por lugares bien distintos del cerebro, por ejemplo, como el córtex prefrontal), y es la que nos permite obtener satisfacción de nuestros logros y no vivir eternamente frustrados porque si compro un auto, mi amigo tiene uno mejor o si me recibo de una carrera, alguien obtiene un posdoctorado. Y así ad nauseam.

Porque el narcisista vive eternamente frustrado, ya que, al igual que el Narciso mítico, el mundo no puede confirmar a cada instante su autopercepción de superioridad (en la belleza en el caso del mito, pero puede ser cualquier cosa que se mida en una escala) y es presa de la trampa de la dopamina.

Es importante entender que autoestima y narcisismo, para los que no somos psicólogos, es muy difícil de diferenciar,7 pero es claro que, si son tan confundibles, es porque tienen que estar relacionados de alguna manera. Y lo están.

La autoestima saludable es la que permite elegir objetivos, priorizar las acciones y tomar un camino para lograrlos, con la certeza de que podemos, pero es el narcisismo el que nos impide soñar debajo de nuestras posibilidades. Sin un saludable nivel de narcisismo en diálogo con una autoestima elevada, no se lograrían hazañas, nadie sería Luis Suárez, Joan Manuel Serrat o Stephen Hawking.

Por decirlo de otra manera, si la autoestima es el sistema de control de una máquina muy compleja (que somos nosotros), el narcisismo y su vínculo con los deseos es el combustible, y por alguna razón tiene mala prensa. De alguna manera, en el imaginario social se le asignan a un mecanismo evolutivo las características de su exceso o falla.

Salir de la matrix

Todas las cosas que hemos mencionado –autoestima, narcisismo, recompensa variable, FOMO, etcétera– interactúan de manera compleja y única para cada persona.

La pregunta que se hace la filosofía es obvia: ¿qué se hace con esto? ¿Será que la realidad tiene remedio? La respuesta es que sí: tal como nos decía Aristóteles en la ética nicomáquea, el ser humano tiene la capacidad de, mediante sus acciones y autocontrol, acostumbrarse a ser virtuoso,8 adquiriendo el temperamento que no le vino por naturaleza. Es decir, la autoestima se puede construir, no está dada.

Nuevamente caemos en el tema de la vida examinada. Si no sabemos cuáles son nuestros deseos, si son razonables o no, entendiendo esto como que esté al alcance de nuestra mano su satisfacción a un costo razonable,9 nunca podremos satisfacerlos.

El gato de Cheshire le dijo a Alicia, ante su afirmación de que iba a cualquier lugar, que si no sabía dónde iba, cualquier camino la llevaría allí. En la vida real es al revés. Si no sabemos dónde queremos ir, ningún camino nos llevará allí. Es más, todos nos llevarán a la frustración.

Debemos ser conscientes de que desear no solamente no es malo, sino que es nuestra esencia, los deseos son los que nos proyectan a un futuro y, aunque al final a todos nos espera lo mismo, el eterno diálogo entre mis deseos y mis elecciones es lo que marca la diferencia del camino. Pero el motor de la acción, y del avance, y del logro, es el deseo. Y la aspiración a la alta apuesta, a lo máximo, sí depende de saber desear en grande. Es decir, del narcisismo. Que tiene mala prensa.

Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.


  1. Aclaro ser perfectamente consciente del nivel al que tuve que simplificar, cayendo en (espero que mínimas) imprecisiones, pero Hegel es muy poco apto para la divulgación. 

  2. La ninfa previamente había sido maldita por Hera porque la distraía cuando Zeus seducía a otras ninfas, y la condenó a no poder hablar primero y sólo repetir lo último escuchado. 

  3. Podríamos hacer una salvedad epicúrea respecto de la moderación en el disfrute de los placeres como forma de no pagarlos con un dolor que los supere (como un ataque al hígado), pero lo dejaremos en una nota al pie. 

  4. En este caso, el animal accionaba una palanca o botón y recibía comida. 

  5. Algo de lo que prácticamente nadie está a salvo. Casi todos, de una u otra manera, estamos presos de alguna de las formas del sistema de recompensa variable, sean o no las redes sociales. 

  6. Nuevamente, simplificando. 

  7. De hecho, para poder entender esto no me basé en ningún texto de filosofía, sino en una terapeuta que me trató hace años, la psiquiatra Andrea de los Santos, a la que le estaré eternamente agradecido. 

  8. Aquí virtuoso es el que desea y actúa en pos del bien, entendido el bien de la sociedad como el mayor de todos. Nada tiene que ver con el concepto judeocristiano. O sí, pero poco. 

  9. Por ejemplo, la cárcel no vendría siendo un precio razonable... al menos para deseos burgueses.