Haremos algunas reflexiones surgidas de un tema tan sensible como lo es el de la llamada homosexualidad y que, afortunadamente, está sobre el tapete del interés de la sociedad como quizás nunca antes.
Durante largos años de actividad psicoterapéutica hemos podido observar a personas con variadas identidades de género: tanto niños, incluso muy pequeños, como adolescentes y adultos de distintas edades. Esto nos ha proporcionado una visión multifacética del tema y, si bien la casuística reunida no es muy extensa, lo perdido en número se gana en la profundización, en el detallismo y en la observación de los cambios sobrevenidos durante el dilatado tiempo que se considera cada caso.
Empecemos por ver detenidamente la expresión sexo incluida en la palabra homosexualidad. En un sentido, alude claramente a una viejísima función biológica que se puede detectar hasta en los seres unicelulares, que cumple el objetivo de reproducir la especie y, más allá de eso, explicar la evolución de las especies a través de los mecanismos de mutación y selección, según Darwin.
Agreguemos dos aspectos importantes que la caracterizan:
– Es una función que puede ser aplazada indefinidamente pues su incumplimiento no acarrea ningún riesgo de vida para el soma individual. Para que se cumpla –y salvar así a la especie– la programación genética le ha adjudicado el mayor monto posible de atractivo, a través de los centros de recompensa. – Es una función con una peculiaridad única: no es individual sino que necesita del vínculo entre individuos de la misma especie para su cabal realización.
Pero la palabra sexo se usa también con un sentido totalmente distinto: señalar una diferencia esencial que divide a los individuos de todas las especies: la diferencia entre hembra (latín: fémina) y macho (latín: másculo). Pasamos así de la función a la identidad. Preguntamos: ¿es justo mantener esta homonimia de la palabra sexo que da lugar a innumerables confusiones?
Nos negamos con énfasis a mantener ese equívoco y pasaremos a usar sistemáticamente género para referirnos a la diferente identidad masculina/femenina. Y allí vemos dos usos de la palabra.
Género biológico: es una clasificación nítida. Si excluimos la muy escasa patología genética u hormonal, todos los individuos de cualquier especie pueden clasificarse como femeninos o masculinos según sus genes. Este es el género que en todos lados se nombra como sexo (formularios, documentos, fichas, etcétera). ¿Cómo hacer para aclarar y modificar semejante entuerto entre sexo y género?
Género cultural: aquí viene el tema, el gran tema, el profundo, oscuro y tergiversado tema que intentaremos ampliar en lo que sigue.
La cultura humana (en su más amplio sentido) entre sus tantas e importantísimas tareas, debe cumplir una que es crucial: generar, preservar y armonizar la identidad de cada persona para así ella insertarse en el universo de todas las demás personas.
El tema es este: ¿quién soy? ¿quiénes son los demás? ¿cómo nos reconocemos mutuamente?
Pensemos que, si no se genera esa identidad, si no se preserva para que no se borre o desdibuje y si no se armoniza con el conjunto de todas las otras identidades, la cultura total se volatiliza.
Si el interjuego de identidades no está resuelto, ¿cómo identificar a los participantes de cualquier acción y atribuir así los méritos o sanciones que correspondan? ¿Cómo definir papeles y funciones para cualquier tarea conjunta si cada cual no ha sido claramente identificado? Y muchos ejemplos más.
Pues bien, la cultura (es decir, nosotros) necesita imperiosamente identificar a cualquiera de sus miembros y lo hace de múltiples formas. Y una manera básica de identificarlo es definir su género femenino/masculino.
Pero estamos hablando de la identidad que otorga la cultura, y ahora señalemos un punto fundamental: la identidad otorgada es sólo una pata de este proceso pues no basta con otorgarla; es imprescindible que el identificado asuma ese otorgamiento. Vemos así que la identidad humana se está formando y reformando continuamente en esa franja de interacción entre lo que otorga la cultura y lo que asume el sujeto.
Podemos decir, por tanto, que el sujeto se apropia de lo que le ofrece su entorno y así se va constituyendo como persona. Pero la propiedad más importante para una persona es su propio cuerpo, el soma, sin el cual no existe. Y allí, en ese cuerpo, radica la marca biológica ineludible de su pertenencia a un género, sea femenino o masculino.
Pero el afán identificatorio de la cultura sobre el género es muchísimo más intenso. Para nada se contenta con la comprobación que le ofrece la biología. A todos nos pasa que, enfrentados a algún ser humano cualquiera, de inmediato queremos saber a qué género pertenece y nos guiamos por los mil detalles que la cultura ha desarrollado para definirlo.
Desde el nacimiento distinguimos el género con diversos símbolos, y esa distinción se multiplica de una manera tan extensa que podemos decir que la cultura imprime un carácter femenino o masculino a las formas de hablar, caminar, bailar, saludar, comer, gesticular, etcétera.
El niño de unos dos años, cuando surge su función simbólica (ya programada en sus genes), pasa a estar inmerso en el mundo de lenguaje que le proporciona su medio. Esa función es la que le permite hablar, jugar, dibujar, representar, etcétera, características propias de la especie humana.
Cuando están atravesando esa etapa de su desarrollo –que representa su primer acceso a ser una persona–, vemos que los niños son una esponja ávida de integrar identificaciones que provienen de las personas que los rodean y sostienen. Es en ese período tan sensible, entre los dos y los cinco o seis años, que está tomando forma un nuevo ser humano, y adquiere no sólo la lengua (sabemos que puede apropiarse, en promedio, de hasta 20 palabras nuevas cada día), sino muchos otros aspectos que le ofrece su medio y que, junto con los aportes de su herencia genética, pasarán a formar parte de su estatus como persona.
Ese niño, entonces, enfrentado a la oferta identificatoria que le otorga de forma profusa el medio humano que lo rodea, pasará a asumir e integrar de manera variada numerosos caracteres entre los que se hallan, por supuesto, los rasgos que la cultura define como femeninos o masculinos.
Si queremos determinar con exactitud los patrones que rigen ese proceso identificatorio nos encontramos con un serio problema pues dichos patrones son aún profundamente desconocidos por nuestra ciencia actual.
Erradicar esa “moral binaria” es un objetivo irrenunciable. Pero constatamos que la humanidad se ha ensañado fuertemente con las identidades de género que no respetan dicho binarismo.
En principio, podemos decir que ese proceso es completamente automático como lo es la inmensa mayoría de las complejísimas funciones que realiza el sistema nervioso sin que podamos tener el más mínimo dominio sobre ellas.
Pues bien, esa enorme nueva función que debe llevar a cabo nuestro sistema nervioso, que es nada más y nada menos que la constitución de una identidad (o sea de una persona), es, por supuesto, totalmente automática. Dentro de esta función pasarán a organizarse, de alguna manera, ambos rasgos femeninos/masculinos que ofrece la cultura.
Al no tener el niño, desde su autoconciencia en formación, dominio alguno sobre dichos complejos procesos, mal puede decirse que elige su destino identificatorio de género. En realidad, no elige, es elegido.
Lo mismo ocurre con muchas otras características de esa futura personalidad que se está fraguando. Incluso podríamos decir que toda esta circunstancia de formación identificatoria de la personalidad, que es restallante a esta temprana edad, durará toda nuestra vida, con momentos álgidos, como en la adolescencia y en otros avatares destacados de la vida, y con períodos más estables, pero nunca fijos totalmente. El dominio consciente que podemos tener sobre estos procesos es muy escaso. No elegimos, somos elegidos.
Observamos que un niño adquiere, por identificación con las personas que lo rodean, diversos caracteres que, unidos al temperamento que le llega por sus genes, irán conformando su personalidad. Vemos como natural el desarrollo de todo este proceso, que será peculiar para cada niño, y lo respetamos, pues es algo totalmente esperable.
Pero a veces sucede que una persona (niña o niño, mujer o varón) siente un claro malestar porque sus genitales no se corresponden con el género cultural con el que se identifica (lo que se menciona en los manuales clasificatorios como disforia de género).
En los niños, sólo de modo embrionario está el potente atractivo erótico que va a aparecer en la pubertad, por lo que, en aquellos con disforia de género, incluso con sólo tres o cuatro años, hay una neta separación entre el tema del rechazo a su género biológico y el tema del placer sexual que está apenas insinuado y que no toma la forma de un atractivo erótico hacia personas de su misma anatomía.
Podemos ver en ellos, con claridad meridiana, la diferencia entre el atractivo sexual y la identidad de género que asumen. Esta será de una importancia crucial para la conformación de esa personita que se está generando por primera vez.
La pregunta es: ¿por qué tiene tanta importancia la identidad de género en comparación con otros caracteres identitarios? En principio debemos considerar que es por su relación con la magnitud enorme de consecuencias que se derivan del reconocimiento mutuo de dicha identidad. Y subrayamos reconocimiento mutuo porque buscamos no sólo reconocer con precisión el género de cualquier persona que se nos presente sino, del mismo modo, buscamos ser reconocidos por nuestros semejantes con la identidad de género que se ha plasmado en nosotros. Y con lo de plasmado queremos decir dos cosas.
En primer lugar, plasmado significa que el adquirir la identidad es un proceso automático, es decir, se produce sin que podamos intervenir para modificarlo: ni actuando sobre nosotros mismos, ni actuando sobre otra persona. Por supuesto que este automatismo no es exclusivo para la identidad de género, sino que es lo habitual para todos los procesos identificatorios con que se construye nuestra personalidad. Sin embargo, la humanidad se ha encargado –y lo sigue haciendo– de censurar y condenar de mil maneras, incluso terribles, tanto las identidades como los atractivos eróticos que no se ajusten al binarismo normativo masculino/femenino, sin tener en cuenta que, para estas mal llamadas “elecciones”, no interviene para nada una decisión voluntaria.
Erradicar esa “moral binaria” es un objetivo irrenunciable. Pero constatamos que la humanidad se ha ensañado fuertemente con las identidades de género que no respetan dicho binarismo. Y, como un ejemplo entre varios, podemos ver que, para la mayoría de las religiones, estas identidades diferentes atentan contra la creación de la familia, la fecundidad, la rectitud en los vínculos eróticos, la moral, etcétera.
En segundo lugar, plasmado significa, además, que esa identidad adopta variadas formas no binarias (lesbianas, gays, bisexuales, trans, queers y sus ampliaciones: LGBTQ+). También adopta, a veces, formas binarias extremas: los “supermachos”, que en absoluto pueden entender a las mujeres (misteriosas, idealizadas, amenazantes, terribles, brujas, lujuriosas y otras lindezas). Lo mismo vale, pero a la inversa, para las “superhembras”.
Proporciones menos extremas de rasgos femeninos y masculinos presentes en las personas corresponden a la inmensa mayoría de los (mal) llamados heterosexuales.
Pensamos que sería preferible nombrar a todas las personas de acuerdo al perfil que las identifica y no bajo el par hetero/homo-sexual. Este cambio de denominación conduciría a dejar de referirnos a la actividad sexual de la persona y a distinguir solamente su característica identitaria, que es intangible, o sea que no puede ni debe ser tocada.
Quitar la palabra “sexual” de toda la inmensidad de lugares en que es usada, no como actividad sino como identidad, parece una tarea ímproba, pero vale la pena intentarlo para que todos en el mundo pasen a distinguir claramente entre género como identidad y sexo como una actividad que se rinde ante la identidad y por eso llega a variar la dirección habitual de la atracción sexual entre los géneros.
Ana Borche es psicóloga y profesora de Filosofía. Alberto Weigle es catedrático en Psiquiatría pediátrica.