A Gabriel Boric no le queda otra. El hombre cuya elección es sin duda el acontecimiento político más importante en el país desde el referéndum de 1988 que restauró la democracia tras la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) aseguró que, si “Chile fue la cuna del neoliberalismo, también será su tumba”. Si quiere mantener su promesa y negociar un nuevo contrato social, el presidente electo de 35 años tendrá que abordar una prioridad: el sistema fiscal.

En efecto, en Chile, el sistema fiscal es el garante de la perpetuación de las desigualdades, cuya persistencia alimenta desde hace varios años tensiones sociales que rozan la explosión. Quienes se jactan de los éxitos del modelo chileno se topan con cifras implacables: con el 10% más rico del país acaparando casi 60% de la riqueza nacional y la mitad más pobre de la población recibiendo sólo 10%, es uno de los países más injustos del mundo.

Esto es la prueba, por si hiciera falta, de que la reducción de las desigualdades no sólo requiere políticas de redistribución, sino también un Estado capaz de financiar servicios públicos de calidad –en particular, la sanidad y la educación– que sean accesibles para el mayor número de personas. Estos esfuerzos no son gastos que deban perseguirse en nombre de la austeridad, sino inversiones esenciales para reducir las desigualdades. En Chile, este motor se ha roto. Con ingresos fiscales de 19,3% del PIB en 2020, el país está muy lejos de la media de 33,5% de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el club de países ricos del que se enorgullece de formar parte.

Y lo que es peor, el sistema fiscal chileno es altamente regresivo, con un fuerte énfasis en los impuestos indirectos que gravan principalmente a los sectores de ingresos medios y bajos de la población, al tiempo que dan un trato preferente a las grandes empresas. Y la evasión fiscal está pasando factura: hemos calculado, por ejemplo, que entre 2013 y 2018, el fisco perdió entre 7,5 y 7,9 puntos del PIB al año, lo que equivale a 1,5 veces el presupuesto de educación y 1,6 veces el de salud.

Por lo tanto, hay que reconstruir el contrato fiscal, un trabajo gigantesco. Esto significa reformar el impuesto sobre el valor añadido, reduciendo significativamente los tipos para los bienes esenciales, los medicamentos y los libros. Pagar 19% menos por la leche o el pan marcaría la diferencia para los hogares más pobres. También requiere la introducción de un impuesto progresivo sobre los activos más altos y un impuesto sobre las grandes fortunas. Menos de 0,1% de la población, los muy ricos, tienen en sus manos el equivalente al PIB de Chile. Gravar su riqueza a un tipo de 2,5% permitiría recaudar unos 5.000 millones de dólares, o 1,5% del PIB. Por último, hay que derogar ciertas exenciones que sólo benefician a los grupos de altos ingresos, ya sean multinacionales o los más ricos.

Por supuesto, es de esperar un tira y afloja en el Congreso, que está controlado a medias por los conservadores. Por ello, la fiscalidad debe estar en el centro de los debates para la nueva Constitución, que se someterá a referéndum en el tercer trimestre de 2022. El texto actual, aprobado en plena dictadura, consagra el modelo neoliberal al limitar la capacidad de los gobiernos para reducir las desigualdades a través de los impuestos y los regímenes de propiedad. La Constitución debe adoptar el principio de progresividad fiscal con su clara definición: es decir, los tipos impositivos efectivos deben depender del nivel de renta o riqueza, contribuyendo más los ciudadanos más ricos. Por supuesto, estos principios tendrán que ser traducidos en leyes por el Congreso. Pero una Constitución de este tipo haría responsables a los funcionarios elegidos, obligándolos a ser más transparentes.

Consolidar el principio de progresividad fiscal es permitir que una eventual mayoría popular y democrática refunde el pacto fiscal, como nos recordó recientemente Thomas Piketty, con quien trabajo en estos temas dentro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Tributación Corporativa Internacional, durante un intercambio con los constituyentes chilenos. La sociedad civil ha comprendido la urgencia de retomar este debate, que es ante todo político, para no dejarlo como rehén de los burócratas técnicos que favorecen el statu quo. En ese marco, expertos, ONG y sindicatos acaban de crear una Red Ciudadana de Justicia Fiscal en Chile para presentar propuestas concretas a los constituyentes.

En Chile, como en el resto del mundo, reformar el pacto fiscal haciendo que los más ricos contribuyan más ya no es una cuestión técnica. Es política y, ante la emergencia climática, existencial.

En la redacción de su nueva Constitución, Chile puede mostrar el camino. Porque aunque es un país de apenas 19 millones de habitantes al borde de la Antártida, simboliza una tendencia mundial. En todas partes se han reducido los tipos marginales máximos del impuesto sobre la renta de las personas físicas y del impuesto sobre sucesiones, mientras que los impuestos sobre el patrimonio neto, antes relativamente extendidos en los países de la OCDE, han sido abandonados por la mayoría. En todas partes se ha producido una drástica caída de los gravámenes del impuesto de sociedades, ya que las empresas se aprovechan de un sistema fiscal internacional obsoleto para ocultar sus beneficios en los paraísos fiscales.

A escala global, los ricos son aún más ricos dos años después de la pandemia. La riqueza combinada de todos los multimillonarios, estimada en cinco billones de dólares a finales de 2019, ha alcanzado el nivel más alto de la historia con 13,8 billones de dólares, revela Oxfam en un informe reciente. El mundo tiene ahora un nuevo multimillonario cada 26 horas, mientras que 160 millones de personas han caído en la pobreza durante el mismo período.

Y en todas partes, la explosión de la desigualdad coincide con la explosión del cambio climático. El 10% más rico de la población mundial, tanto si viven en el norte como en el sur, emite casi 48% de las emisiones globales –¡el 1% más rico produce 17%!–, mientras que la mitad más pobre de la población mundial es responsable de sólo 12%. En Chile, como en el resto del mundo, reformar el pacto fiscal haciendo que los más ricos contribuyan más ya no es una cuestión técnica. Es política y, ante la emergencia climática, existencial.

Ricardo Martner es economista y miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Tributación Corporativa Internacional