El 28 de enero de este año, miles y miles de mujeres marcharon en Montevideo y diversas ciudades del interior para manifestarse en contra de la cultura de la violación. Esa semana se había conocido la noticia de que una mujer de 30 años había sido víctima de una violación múltiple en la casa de un hombre con el que se había ido de un boliche. No abundaré en detalles sobre este caso porque ya fue suficientemente repasado y hasta tuvo derivaciones luego de que un programa de infotainment divulgara un audio de algunos segundos editado y comentado como para sugerir que la víctima mentía. Lo que quiero destacar es que en esa oportunidad, como en tantas otras, se hicieron oír las voces que señalan incesantemente la imprudencia femenina, la innecesaria exposición al peligro, la osadía de salir con desconocidos. Esa misma semana, sin ir más lejos, se habían dado a conocer los casos de una niña de 10 años víctima de abuso intrafamiliar y de una mujer de más de 70 años que había sido violada en el transcurso de una rapiña. A veces no hay cuidados que alcancen.
No pasó mucho tiempo hasta que nos conmovió la historia de una violación múltiple dentro de un automóvil estacionado en el coqueto barrio porteño de Palermo. A plena luz del día, una mujer de 20 años estaba siendo violada por tres hombres mientras otros tres, fuera del auto, disimulaban la cosa cantando y tocando la guitarra. La situación fue advertida por vecinos, los hombres fueron detenidos y la mujer, que había sido drogada, fue rescatada.
El 12 de febrero se denunció la desaparición de Ahielen Casavieja, de 16 años, madre de un bebé de 4 meses. Pasaron tres semanas hasta que se encontró un cuerpo desmembrado en un pozo séptico en Paso de la Arena y se informó que presumiblemente se tratara de los restos de la adolescente desaparecida. En el mismo predio se encontrarían, al día siguiente, los restos de otra mujer, esta metida en una heladera, también dentro de la cámara séptica. El sospechoso de los asesinatos, un expolicía, está prófugo. Los familiares de Ahielen habían denunciado tempranamente que los vecinos del hombre los habían visto juntos, pero aunque la Policía concurrió a su domicilio, no realizó una inspección exhaustiva del predio. El hallazgo se produjo porque el hermano del sospechoso encontró los restos e hizo la denuncia. Podía haber sido uno de tantos casos de mujeres jóvenes desaparecidas que nunca son encontradas.
Es curioso, pensándolo así, que algunas mujeres se quejen porque la marcha feminista se politizó, como si pudiera no ser política una manifestación de disconformidad tan rotunda, tan masiva.
Hacia finales de febrero se informó que tres policías habían violado a dos mujeres en el interior de un patrullero. Fueron detenidos y formalizados y la causa sigue su curso. El ministro del Interior, enterado del asunto, se lamentó de que hubieran “enchastrado el uniforme” y expresó que se sentía traicionado. El daño, aparentemente, se le infligió a la institución policial y a la persona del ministro, y no a las víctimas. El honor es una cosa muy importante.
Este martes, como cada 8 de marzo desde hace cinco años, miles y miles de mujeres tomarán las calles en buena parte del mundo para denunciar, entre otras cosas, la cultura de la violación. Y hay que decir que la expresión ha sido cuestionada, porque siempre es preferible creer que el abuso es una excepción. Y sí, pero es una excepción posible. Es algo que está en el menú de posibilidades, y basta que la ocasión lo facilite para que se produzca. Y la prueba, justamente, está en esos buenos consejos que las mujeres recibimos desde que tenemos memoria: hay que cuidarse, no hay que aceptar regalos de desconocidos, no hay que andar sola de noche, no hay que usar ropa provocativa, no hay que emborracharse ni drogarse porque de esa debilidad siempre puede aprovecharse algún avivado.
Claro que por dolorosa que sea la violencia instalada contra las mujeres (esa violencia específica, sexualizada), está lejos de ser la única manifestación de la injusticia estructural que se denuncia cada 8 de marzo. Y digo “estructural” porque es impensable el estado actual de cosas si no hubiera existido siempre ese sostén invisible y gratuito constituido por el trabajo de las mujeres a lo largo de la historia. Cada marcha, cada alerta disparada por un nuevo femicidio, cada reclamo del feminismo da cuenta de un hartazgo que proviene del abuso estructural, histórico, que habilita todos los abusos circunstanciales que se cometen bajo el imperio de esa ley no escrita. Es curioso, pensándolo así, que algunas mujeres se quejen porque la marcha feminista se politizó, como si pudiera no ser política una manifestación de disconformidad tan rotunda, tan masiva. Es política, sí, porque buscar un mundo más justo no puede limitarse a reclamar que haya más mujeres al mando o que los violadores no puedan salir con libertad anticipada. Todas las demandas concretas son necesarias, pero no son suficientes si no pensamos que hay que cambiar el mundo. Porque no puede ser bueno un mundo en el que a la mitad de la población se le enseña, antes que a caminar, que tiene que andar con cuidado.