Menos de una semana antes del 8M encontraban, en una casa de un barrio de Montevideo, el cuerpo de una mujer asesinada y otro escondido en una heladera en desuso. Hoy sabemos que se llamaba Ahielén, tenía 16 años y era la madre adolescente de una niña de cuatro meses. Vivía en una casa de acogida del INAU, de donde había salido a visitar a su madre a principios de febrero. La otra persona también asesinada, según lo publicado en la prensa, tenía 34 años y estaba en situación de calle, sin nombre, ni historia, ni mucho que parezca que importe. Si consideramos sólo estos casos y lo que de ellos sabemos, ya tenemos una idea de lo compleja y grave que es la situación de nuestra sociedad respecto de la cultura de la violencia, el abuso y la deshumanización sobre las mujeres.

Este caso ha trascendido con cierta exposición mediática, como también lo que pasó con la violación grupal de otra mujer en un apartamento en el Parque Rodó o el abuso de dos mujeres por parte de tres policías en un patrullero unos pocos días antes. Pero, en realidad, estamos frente a situaciones mucho más generalizadas, habituales y cotidianas. No es sólo la violencia sino una diferencia estructural, material y simbólica que significa en la práctica peores condiciones y menos oportunidades para que las mujeres podamos tener una vida plena y hacer efectivos todos nuestros derechos, además de que no nos maten. Por eso, este año marchamos el martes 8 como lo hacemos cada año, en particular contra la violencia machista pero también contra la sobrecarga del trabajo de cuidados y reproductivo, para hacer un llamado a repensar la salud y la educación en clave feminista, y dentro de ello la importancia de la implementación de la educación sexual integral. Y, en términos más globales, contra esa construcción estructural en que se sustentan estas inequidades y agresiones y que están incorporadas a la cultura general y el comportamiento dominante en la sociedad.

Hay algunos aspectos a destacar en los que se pueden ver claramente esas diferencias relacionadas al género. Por ejemplo, la tasa de actividad en mujeres tenía una brecha de casi 10 puntos porcentuales en 2020 según el lugar en el que vivían, de acuerdo con las Estadísticas de Géneros publicadas por Inmujeres. En el caso de los varones, no se da esa diferencia. A su vez, esa tasa de actividad disminuye en la medida en que aumenta la cantidad de hijos, y eso se puede relacionar a la desigualdad en la distribución del trabajo no remunerado y a las tareas de cuidados de esos hijos que recaen en las mujeres. Al mismo tiempo, la proporción de mujeres que se dedican en forma exclusiva a realizar trabajo no remunerado es mayor en hogares en condiciones de pobreza respecto de las que no están en esa condición.

Si bien aumenta la participación de las mujeres en el mercado de trabajo, sobre todo de quienes viven en hogares no pobres y de mayor nivel educativo, las mujeres perciben en promedio 78,5% del total de ingresos que perciben los varones, y si consideramos ese valor por hora, su ingreso es 94,9% menor. Esa diferencia entre ingresos por hora y total surge de que las mujeres trabajan menos horas con remuneración que los varones y las horas que dedican al trabajo no remunerado terminan siendo un obstáculo para su mejor inserción en el mercado de trabajo, con todo lo que ello implica a la hora de tener mayor autonomía y mejores condiciones para el ejercicio de sus derechos.

Si consideramos la violencia basada en género, según lo relevado en la Segunda Encuesta Nacional de 2019 del Observatorio sobre Violencia Basada en Género hacia las Mujeres, 76,7% de las mujeres mayores de 15 años reportaron alguna situación de violencia basada en género a lo largo de su vida, siendo esto cuatro puntos porcentuales más respecto al mismo indicador en 2013. Si se consideran los diferentes espacios comprendidos por este revelamiento, también se puede afirmar que en el ámbito educativo, por ejemplo, de las mujeres que fueron agredidas, 67,9% lo fue por un compañero de estudio y 25,6% por un profesor en el último año. También que la mitad de las mujeres mayores de 15 años reportó algún tipo de violencia sexual en el espacio público a lo largo de su vida. En las relaciones de pareja, 47% de las mujeres mayores de 15 años vivió alguna situación de violencia basada en género provocada por su pareja o expareja a lo largo de su vida.

Esos son algunos aspectos que dan una idea, por su estado y evolución en el tiempo, de las características y persistencia de esas desigualdades que configuran una cultura de exclusión de las mujeres en la sociedad, al mismo tiempo que se expresa un discurso de preocupación y consideración sin que nada cambie realmente.

Este año la expresión “Estamos hartas” busca justamente reflejar esa doble moral que manipula cuerpos, y la falta de oportunidades, disfrazada la mayoría de las veces de matrimonio y/o amor maternal, así como múltiples discriminaciones. Debemos repudiar la cultura de la violación, exigir que se enseñe a los varones a respetar los límites del consentimiento, no explotar sexualmente a niños/as y adolescentes y no acosar a las mujeres. El cambio cultural necesario implica, además de esto, mantener una actitud activa, antimachista y consciente de la necesidad de cambiar esos comportamientos y estereotipos en que se basan.

La propuesta feminista la concebimos como abierta a todas las mujeres y hombres porque se trata de un movimiento que convoca al conjunto de la sociedad para que defienda desde los derechos humanos una sociedad de igualdad efectiva para todos y todas. Es por esto que el 8M es diverso y participativo y este año no fue la excepción. Más allá de algún intento contrario a este espíritu, la realidad de la convocatoria superó todas esas limitaciones. Esa fuerza, diversidad y espíritu de transformación que expresamos las mujeres ese día no puede quedar sólo en una jornada y unas cuantas consignas, el 8M es un día de lucha, de actividad, de movimiento, de encuentro, debate y reflexión, pero es también un día de compromiso para ser consecuentes con esas consignas el resto de los días del año. A nuestro gran río le han llegado cada vez más afluentes, y si en parte puede verse estancado, los movimientos feministas han abierto esas compuertas y ha desbordado una catarata que sigue ocupando todos los cauces. En esa corriente seguiremos adelante, con el compromiso y la acción de cada día, para que algún día las historias como las de Ahielén tengan un final distinto.

Gimena Urta es dirigenta del Nuevo Espacio, Frente Amplio.