¿Hay una nueva ola de izquierdas en América Latina? La respuesta es que hay una profunda crisis de dominación social y en particular una crisis orgánica de hegemonía de la derecha latinoamericana. Porque los actores de la segunda ola son muy diferentes entre sí y, para empezar, no todos son de izquierdas: Andrés Manuel López Obrador y el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) en México, el maestro Pedro Castillo sin alguna base política concreta en Perú o Alberto Fernández y varias fracciones peronistas en Argentina. Lo común en la segunda ola no es la segunda ola sino el hecho histórico central de la coyuntura de todo el continente: la crisis general de las fuerzas conservadoras, la profunda confusión del arco social y político del viejo mundo conservador latinoamericano en sus múltiples rostros.

Entre el 6 y el 11 de marzo, la asunción presidencial de Gabriel Boric en Chile y el movimiento geopolítico profundo de la administración de Joe Biden en el Caribe abren la agenda latinoamericana de 2022 con dos hechos-detonadores de poderosas bombas de fisión nuclear y cargas en profundidad bajo la línea de flotación de las naves de las derechas latinoamericanas en el mar de tormenta de sociedades, desafíos globales y legados domésticos o regionales.

La invasión rusa y la guerra de Ucrania provocan efectos dominó en la configuración del sistema de poderes y actores latinoamericanos profundos y de largo alcance. Inesperada pero no imprevisible, la noticia del inicio de diálogo entre la administración Biden y el régimen de Nicolás Maduro el sábado 6 de marzo en Caracas abre interrogantes sobre su naturaleza y amplitud. Es un proceso de diálogo preñado de incertidumbre sobre su alcance y duración, más allá de la reapertura del negocio de venta de petróleo venezolano a corporaciones de Estados Unidos.

En el escenario de mínima, el proceso será restrictivo al comercio petrolero en un contexto de sanciones muy fuertes a Rusia, efímero y sin impacto fuerte ni duradero en algún tipo de transición económico-social y política profunda en Venezuela. En escenarios de máxima, un proceso sostenido de diálogo ganar-ganar podría revitalizar la economía y sociedad venezolanas y abrir el espacio institucional de inclusión de minorías y mayorías reduciendo riesgos dramáticos de una alternancia en la que bloques de actores ganen todo o pierdan todo. Un escenario de máxima al cuadrado también incluye la creación de nuevas condiciones para una reforma económica y un ambiente político más libre, pero controlado, en Cuba, junto al levantamiento del embargo estadounidense. No será nada fácil.

Es un proceso complejo que, además, supone dimensiones judiciales, legales y administrativas transversales a organismos judiciales y múltiples agencias de seguridad estadounidenses también complejo. Pero todas las partes tienen incentivos (gobierno y oposiciones venezolanas, diferentes corrientes del régimen cubano y las disidencias) para avanzar hacia salidas con objetivos compartidos en materia comercial, económica y política. La condición es que todos viajen en los barcos.

En el contexto del imparable ascenso chino se ha roto el histórico consenso estadounidense interno de valores y fuerzas sociales que sostuvo su contrato liberal democrático con el capitalismo y los mercados. Esto no se debe sólo por la distribución desigual de los costos de la globalización, sino al efecto acumulado de los estragos sociales causados por las reformas conservadoras del reaganismo. En Ucrania no se juega sólo el futuro de Rusia y la propia Ucrania, sino una salida global de la crisis económica y geopolítica global y dos partidos mundiales. El primero es una partida de cuatro movimientos difusos: en el centro de la escena, el nacionalismo estrecho y antichino de la derecha trumpista y la difusa alianza global de capitalismos de autócratas amigos en ambientes preñados de fascismo ambiental, como Rusia o Europa del Este, e integrismo religioso, como India o Turquía. Los otros grandes movimientos son el liberalismo democrático capitalista occidental buscando algún control del rumbo de la globalización; el capitalismo chino expansivo respirando tiempos distintos de una estrategia imperial de la paciencia, y el socialismo democrático que vuelve en todas partes. El segundo partido mundial se define entre los equilibrios económicos, de poder y geopolíticos de los combustibles fósiles con sus modelos extractivos económicos y políticos y las fuerzas modernas que promueven la transición ambiental.

Sur, paredón y después

La agenda política de América Latina en 2022 también se abre con la ya eterna crisis de gobernabilidad en Perú y perspectivas de alta probabilidad de victoria de Gustavo Petro en Colombia y el retorno de Lula da Silva a la cabeza de una amplia coalición entre izquierdas y parte de la centroderecha en Brasil.

Los cambios en curso poseen explicaciones domésticas fuertes. En Chile se conjuga una crisis de legitimidad del modelo radical de mercado pinochetista, corregido moderadamente por gobiernos democráticos, expresada por el movimiento estudiantil, nuevos movimientos sociales feministas y ecologistas con la reiteración –50 años después de Allende– de una crisis más profunda y de subsuelo que cuestiona la subordinación de las clases populares y un mundo mestizo sepultado por la misma elite dueña del poder desde el siglo XVIII.

En Colombia, la modernización reaccionaria del uribismo afianzó la capacidad coercitiva de un Estado que articuló centro y regiones, desarrollo capitalista formal internacionalizado y elites regionales asociadas al narcotráfico bajo el patrón histórico de profunda desigualdad, violencias paraestatales y políticas de pobreza sin ciudadanía social. Las fuerzas reformistas crecieron desde los años 90 en las instituciones de grandes ciudades. El fin de la guerra interna política y la paz con las FARC liberó las demandas sociales contenidas en la Colombia urbana y moderna desde el paro nacional de 2019 al estallido de la revolución popular juvenil de Cali en 2021.

El ascenso de la izquierda y de Gustavo Petro junto a la emergencia de expresiones modernas del centro y la derecha expresan la posibilidad de renovación democrática bajo el acecho de la violencia. En Brasil se prepara el retorno de la coalición social desarrollista que hoy vuelven a dirigir Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores (PT) y, con ello, el relanzamiento de Brasil en el liderazgo sudamericano.

La crisis del capitalismo conservador

La caída de precios de las commodities hacia 2014 creó las condiciones externas para el fin del “giro a la izquierda” de América Latina. En Brasil las fuerzas conservadoras derribaron al gobierno de Dilma Rousseff mientras una intensa y concentrada ofensiva mediática y judicial –de bases antiliberales y antimodernas– desmanteló al PT y encarceló a Lula. Pero no pudieron crear un orden estable ni liderazgos sólidos de una derecha democrática. Hubo una prédica de restauración junto a la renacida ilusión de las elites en la utopía radical de mercado que no pudieron avanzar dentro de las condiciones sociopolíticas, institucionales y culturales creadas por el giro a la izquierda. Esta imposibilidad de las elites dominantes para proponer órdenes estables es continental, remite al desastre de Jeanine Áñez en Bolivia y el caos de una derecha peruana que no produce alternativas decentes de gobernabilidad e instituciones. Por varios motivos, la excepción es Argentina.

En esencia, la derecha latinoamericana se quedó sin programa radical de libre mercado y, peor, perdió su tierra prometida. En Chile murió el paradigma global y latinoamericano.

¿Cuáles son sus causas? Los grupos sociales dominantes tradicionales de América Latina experimentan una crisis existencial que se agrava en la derecha política como crisis de representación. La base de cualquier solidaridad y acción de clase es material, pero lo material incluye lo simbólico y toda variedad de capitalismos supone alguna legitimación cultural. Una clase se ordena y constituye por la riqueza pero también por valores de prestigio, creencias y estilos de vida. Hay una tradición de estudios sociológicos sobre culturas de las clases dominantes (por ejemplo, Carlos Filgueira, 1977) en América Latina, y en particular las clases dominantes tradicionales propietarias de la producción y ls comercialización de materias primas siempre han mantenido un espíritu rentista, de consumo suntuario ostentoso y llamativo en la comparación global, y con baja propensión a riesgos, inversión e innovación. Los procesos del giro a la izquierda, por un lado, abrieron mercados de protagonismo de nuevos grupos económicos locales tecnológicos, de servicios e innovadores asociados a incentivos y políticas de mayor énfasis en ciencia, tecnología e innovación. Por otro, usaron parte de la renta generada por el auge de commodities para mejoras fuertes de inclusión social. Pero el mundo de las elites dominantes tradicionales, incluyendo grupos propietarios de medios patricios o nuevos de la derecha mediática, incorporó cambio técnico pero ubicado en un desarrollo tradicional de ventajas comparativas. Todo su mundo de expectativas, valores y creencias, estilos de vida, ha sido configurado como imitación exagerada dentro de pautas de Occidente. La riqueza manda y el nuevo cliente principal es China. Una potencia capitalista de Estado fuerte dirigida por un poderoso Partido Comunista Chino que combina reclutamiento y carreras meritocráticas con discrecionalidad e ideología totalizadora. Por ahora, China no exporta su modelo de organización institucional del capitalismo pero desacopla a los grupos tradicionales latinoamericanos de su incrustación cultural histórica en Occidente. Es una crisis existencial que provoca confusión y a veces malestar.

Las causas de la crisis de la dominación social tradicional latinoamericana se condensan a partir de la revolución chilena de octubre de 2019 en el marco de los cambios mundiales pos-Lehman Brothers; el veloz ascenso de China al podio global, la pandemia de covid 19 –cuya salida exige roles públicos muy activos– y la crisis existencial de identidad y lealtad de los grupos dominantes de la región. Nunca hubo fuerzas sociales dominantes con capacidad de dirección modernizadora de los capitalismos latinoamericanos, y en muchos países se deteriora por anclajes en el capital especulativo improductivo. En Ecuador, Guillermo Lasso es un banquero exitoso en Panamá y preside un país que siempre mantuvo el dólar como moneda oficial. En Brasil, Jair Bolsonaro se apoya en una alianza con capitales especulativos, y en Argentina, el macrismo rehuyó afrontar el déficit tomando una deuda absurda con vencimiento de corto plazo que permitió acumular jugosas ganancias de especuladores.

Pero, en esencia, la derecha latinoamericana se quedó sin programa radical de libre mercado y, peor, perdió su tierra prometida. En Chile murió el paradigma global y latinoamericano. El ascenso al gobierno de la coalición de izquierda de Gabriel Boric simboliza el desastre. Más que la caída del Muro hace 35 años, porque cuando el Muro se cayó, nadie fuera del campo dirigido por la ya descompuesta Unión Soviética creía que allí hubiera modelos válidos para alternativas democráticas de izquierdas (incluso para alternativas no democráticas). Es mucho más que el Muro, porque se quedan a la vez sin programa inspirador de políticas de corto plazo ni modelo finalista. Todavía en octubre de 2019, Ernesto Talvi hacía campaña en Uruguay con el modelo chileno, pero la crisis era multicausal y general.

Por ejemplo, apenas iniciado el proceso de diálogo de la administración Biden con Venezuela se alzan voces muy poderosas articuladas por el trumpismo que congregan al ala derechista dura cubano-americana de Marco Rubio las “Little Caracas” de ricos de Miami, Bogotá o Madrid. La base financiera del uribismo, el empresariado trumpista, empresas españolas de la derecha monárquica y un conjunto de prósperas empresas mediáticas que viven de Venezuela y Cuba van por el regreso de Donald Trump y/o (¿quién sabe?) un buen resultado de Vladimir Putin en Ucrania (un mal resultado agregado para Biden) antes de la elección estadounidense de medio término de noviembre de este año. Y necesitan a Venezuela y Cuba espantajos porque el enemigo también te define; perder al demonio rompe diques de contención de base social, además de perder dinero de medios.

Este es el escenario que explica la notable confusión existente hoy dentro de la representación política de viejas fracciones sociales dominantes. Los grupos de derechas y centroderechas latinoamericanos se pulverizan entre propensiones distintas hacia el “libertarianismo”, la fascinación trumpista, la admiración de Putin, los temas de ultraderecha nacionalista antifeminista, el populismo autoritario de seguridad, y no tienen un horizonte de centro democrático liberal.

Pero el plagio de la ultraderecha nacionalista del norte presenta en América Latina dos problemas evidentes. El primero es que la cuestión migratoria no funciona como divisora y aglutinadora de sectores de la clase trabajadora como sucede en Estados Unidos o Europa. El segundo es que la reacción conservadora y nacionalista integrista cultural, religiosa, étnica que encarnan muchos líderes autocráticos o permean grandes movimientos como en la India de Narendra Modi o la Turquía de Recep Tayyip Erdogan desconoce la transformación más asombrosa de América Latina: el auge y ls convivencia amplia del mayor pluralismo social, cultural, étnico y político en arreglos institucionales como nunca sucedió en la historia continental. América Latina, con algo de rezago de Europa Occidental, se ubica en la globalización consagrando reformas emancipatorias de mujeres, diversidad sexual o integración multicultural, y su pluralismo no produce caídas institucionales sino que gradualmente empieza a crear estabilidad. Pero, a diferencia de Europa, con innovación política, social y cultural.

La crisis de hegemonía regional con factores comunes no tiene una traducción automática e idéntica en todos los países porque las variables domésticas, los procesos idiosincráticos y la autonomía del campo político electoral es también un dato de toda realidad. Pero en casi toda América Latina fracasan las derechas. Lo que será la segunda ola de la izquierda dependerá de nuevas visiones de futuro y rumbos para los modelos de desarrollo superando en Uruguay nuestra “trampa de ingresos medios” o el riesgo cómodo de seguidismo de las ventajas comparativas tras el vuelo de los precios de nuestras materias primas –tipo Inglaterra siglo XXI– para China. Esa labor de producir futuro es hoy más urgente que nunca.

Eduardo de León es sociólogo.