Finalmente, Vladimir Putin dio la orden: Ucrania fue invadida. Víctima del ajedrez policéntrico, el país de los cosacos, la cuna de la cultura y la política rusa y eslava, la región desde donde “el espíritu ruso” se expandió, hoy es la zona de disputa más caliente del mundo. Los análisis desbordan las redes y la prensa, en que los tópicos económicos, políticos, geoestratégicos han sido desmenuzados hasta el hilo más fino. Se ha echado mano a la historia, a la geografía, a la “ciencia militar” y, como sucede desde la guerra del golfo Pérsico, la información abruma, a veces aclara y otras confunde. Sin embargo, de los principales actores sólo se dicen lugares comunes, generalidades o pequeñas referencias. ¿Quién es Vladimir Putin? ¿A qué juega Estados Unidos?

¿Quién es Vladimir Putin?

Quizá los mejores ejemplos del fracaso del sistema de partido único sean Vladimir Putin y Valentina Tereshkova. La primera mujer en el espacio fue un miembro destacado del Partido Comunista de la Unión Soviética hasta la caída del régimen, cuando se presentó liderando grupos conservadores cristianos ortodoxos, de ideología similar a la de Putin. Ni Tereshkova ni Putin cambiaron, siempre fueron conservadores que no tuvieron alternativa en un sistema asfixiante que presentaba una sola opción.

Vladímir Vladímirovich Putin fue un gris agente de la KGB, sin brillo ni destaque, con un destino que debió ser burocrático y formalista. El colapso del comunismo le permitió mostrar su verdadero rostro y saltó desde su puesto de asesor del alcalde de San Petersburgo a las oficinas de Boris Yeltsin en Moscú. Habilidad, pocos escrúpulos y algo de suerte le permitieron tejer una red de influencias entre los viejos burócratas transformados en nuevos oligarcas y con la familia Yeltsin. A poco de llegar al poder desplazó a sus aliados más incómodos y llevó adelante un proyecto nacionalista y conservador.

Una tríada afirmó el poder de Putin casi desde el inicio: la iglesia ortodoxa y los viejos socios del aparato burocrático, los siloviki. Finalmente, la reconstrucción del prestigio y la moral del ejército y la marina le valió a Putin la alianza de los aparatos militares, el tercer pilar de su poder.

Conservador ultramontano, el presidente ruso funda su ideología en dos concepciones centrales; la primera, el paneslavismo. Identificado con la raíz cultural cristiana, considera que Rusia es una nación esencialmente cristiana ortodoxa. Su alianza con el patriarca Ciril I y la construcción de 25.000 iglesias y monasterios financiados por el Estado, así como sus retiros anuales en el Monasterio de San Varlaamo de Jutýn y de la Transfiguración del Salvador, perfilan a Vladimir Putin como un devoto y como el presidente llamado a reconstruir la nación cristiana ortodoxa, en el entendido de que Rusia será creyente o no será. Asimismo, esa raíz religiosa afirma el tradicionalismo y sintoniza con el eslavismo, que, desde el reinado de Pedro el Grande, es tanto en lo ideológico como en lo cultural una de las señas de identidad de la nación. Putin abrazó la causa del paneslavismo –tan cara a los zares– y promueve la unión de los pueblos eslavos protegidos por la gran patria rusa.

Esta opción tiene su teórico, el ultraderechista Aleksandr Duguin, el personero de la nueva derecha radical europea en Rusia. Amigo especial de Alain de Benoist, el fundador del nuevo pensamiento derechista radical, Duguin instaló una serie de postulados que sedujeron al presidente Putin y a gran parte de su equipo siloviki. Si bien el paneslavismo, con su impronta racial, forma parte del bagaje de Duguin, para la atracción al redil ruso de aquellas zonas no eslavas el creador de la “cuarta teoría política” reinstaló el eurasianismo, título de dos de sus obras más célebres.

Geopolítico de profesión, Duguin sostiene que se libra una lucha en contra del tradicionalismo, llevada adelante por los “globalizadores” y los “atlantistas”. En consecuencia, el mundo se debe fragmentar en zonas de influencias; una de ellas sería Eurasia, dirigida por Moscú. Duguin lo explica claramente: “Hay que combatir el imperialismo estadounidense, el mundo unipolar, el universalismo de los valores liberales, del mercado y de la tecnocracia. Como alternativa propongo una organización del mundo multipolar como conjunto de grandes espacios, cada uno con su sistema de valores propio, sin ningún prejuicio”. En cuanto a la estrategia, Duguin es enfático: “Es necesario liberarse de los mundialistas, de los liberales y de los atlantistas. Este círculo vicioso sólo puede romperse comenzando la lucha contra Estados Unidos. Los musulmanes y los chinos son desafíos secundarios. Se aplica esto tanto para Europa como para Rusia”. Así, la construcción política propuesta por Duguin sustituye la democracia pluripartidista por “la democracia orgánica”.

Usar el poder para cumplir profecías fue uno de los errores del totalitarismo, desde la Italia fascista hasta la Rusia de Putin.

El principio, adoptado por Putin y propuesto por el presidente en varias reuniones europeas, incluso en el G7, no tuvo mucho eco. Sólo su amigo Xi Jinping abrazó el supuesto en la declaración ruso-china del 4 de febrero, en la que cuestionan la democracia pluralista y promueven “otro tipo” de democracia. Duguin define esta propuesta tan cara al líder ruso: “La participación en las decisiones históricas es el verdadero gobierno del pueblo. La puesta en común de la gente a su propio destino se define como la democracia genuina. Este intercambio se puede realizar de diferentes maneras. Dado que Rusia es en sí misma una formación estratégica a gran escala, la dirección de su potencial estratégico se concentra en las manos de un pequeño grupo o personalidad individual, cualquiera que sea su denominación, presidente, monarca, Consejo Supremo, jefe, etcétera”. El líder, el caudillo, el conductor es el que manda y decide (¿Putin?) con un cierto grado de infalibilidad y de él deriva todo el poder, pero Duguin aclara que “el criterio para evaluar la adecuación (o inadecuación) de la cabeza del Estado no debe ser simplemente la eficiencia en la ejecución de sus funciones y deberes, [sino] sobre todo la lealtad al ‘gran proyecto’ de la gente, el servicio a la misión histórica del Estado”.

Esta síntesis de la propuesta conservadora rusa y de la “democracia orgánica” en que el líder preclaro es el eje para la realización del destino histórico paneslavo y euroasiático era conocida en Occidente y, por supuesto, en el Departamento de Estado de Estados Unidos. Las posibilidades de utilizar esto en favor de Washington quedaron truncas durante el gobierno de Donald Trump, un “antiatlantista”, utilizando la jerga de la derecha rusa. Al fin y al cabo, por algo el representante de Putin en la asunción de Trump fue Aleksandr Duguin, que estaba exultante con la invitación a lo que consideró uno de los acontecimientos históricos más importantes. El gobierno de Joe Biden aprovechó la coyuntura de manera muy distinta.

¿A qué juega Estados Unidos?

La tesis de Henry Kissinger sobre la complementación entre Washington y Pekín inaugurada por Bill Clinton fue marginada por Trump. Biden siguió el camino de su antecesor. Mientras que las derechas buscan instalar el multilateralismo basado en el Estado nación, la globalización afirma el policentrismo y avanza sobre las viejas resistencias conservadoras en la disputa por la hegemonía entre Estados Unidos y China. Y en ese escenario la jugada norteamericana contra Rusia fue magistral.

A sabiendas de que el nacionalismo ruso atizaba el poder afirmado en la tríada iglesia, siloviki y Fuerzas Armadas, Estados Unidos integró a su órbita a la vieja Europa comunista y a las repúblicas bálticas. El ganador de la Guerra Fría fue por todo, porque son los ganadores los que ponen las condiciones. Rusia y su orgullo nacional quedaron malheridos en lo moral y lo político. Se sabía que la expansión hacia Ucrania era inadmisible para todos, y Biden entregó el “alfil” ucraniano para que Putin entrara en un corral de ramas del cual no va a poder salir. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) no entrará en guerra por el viejo país cosaco, simplemente bloqueará progresivamente a Moscú, lo desgastará hasta quebrarlo, para sacarlo del juego económico como jugador global. La guerra puede terminar pronto o tarde, eso no importa, pues satelizar Ucrania y soportar sanciones no sólo será caro para Rusia, sino que el aislamiento inevitable del sistema económico y financiero terminará por transformarla en un país más secundario que en la actualidad. El tiro por elevación es para China. Xi Jinping no dejará caer a un aliado tan grande y variado. El abasto de gas desde Siberia llenará las industrias chinas, ávidas de combustibles, y políticamente podrá controlar a un aliado cercano y rico en materias primas. Pero tal respaldo también será costoso en yuanes y problemático para la inserción internacional de Pekín. Mientras tanto, Biden logró realinear a Europa a su lado.

Con el fracaso del Consenso de Washington, la Unión Europea (UE) y su economía moderna y dinámica lograron la tan ansiada autonomía perdida después de la Segunda Guerra Mundial. Ni la UE ni la OTAN respondían ya como antes al mandato norteamericano y las voces que cuestionaban la utilidad de la alianza se sentían a ambos lados del Atlántico. El “susto” ucraniano puso las cosas en su lugar. Europa no puede desdeñar a la OTAN ni a Washington y la movida de Biden lo demostró. Así, la Casa Blanca, a sabiendas de los sueños euroasiáticos de Putin, lo entrampó y, en consecuencia, volvió a poner a Europa bajo su ala. Un buen ejemplo de estrategia lúcida y de cómo cuando las ideologías van por delante de la política, las cosas siempre terminan mal. Usar el poder para cumplir profecías fue uno de los errores del totalitarismo, desde la Italia fascista hasta la Rusia de Putin.

Fernando López D’Alesandro es historiador.