En la edición de la diaria del 14 de febrero se publicó un artículo de Gustavo Viñales titulado “Desafíos tributarios para un nuevo pacto fiscal”, en el que se analizaba la propuesta de un impuesto mínimo a la renta a escala mundial de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), a la vez que se abogaba por un apoyo más contundente de Uruguay a dicha propuesta. Sin evaluar la postura del gobierno uruguayo, creo, sin embargo, que es pertinente discutir los argumentos centrales del artículo de Viñales en favor del plan de la OCDE. Trataré de utilizar para ello la menor cantidad posible de palabras técnicas.
Para considerar la propuesta de la OCDE, lo primero es precisar a qué tipo de impuestos a la renta se aplicaría. En todo el mundo, incluido Uruguay, existen básicamente dos grandes clases de impuestos a las rentas: unos que se aplican a las rentas de las actividades empresariales (en Uruguay se trata del impuesto a las rentas de las actividades económicas, IRAE), casi siempre con tasas fijas sobre la renta neta (en Uruguay, 25%), y otros son impuestos a las personas físicas que se aplican por las rentas que no derivan directamente de una actividad empresarial (en Uruguay, el impuesto a las rentas de las personas físicas, IRPF). Estos últimos impuestos alcanzan diferentes rentas: salarios, alquileres, intereses por depósitos, y también las utilidades de las empresas una vez que son retiradas por los socios o accionistas, si se trata de una sociedad comercial. Con variantes, este esquema se reitera en casi todo el mundo.
El impuesto mínimo a la renta que impulsa la OCDE se propone exclusivamente para el primer grupo de impuestos: los que se aplican directamente sobre las empresas, no para los impuestos a las rentas de las personas físicas. Esto es un dato más que importante: no se trata de un “impuesto a las personas ricas”, sino de un “impuesto a las empresas grandes” o, mejor dicho, a las empresas gigantes. En efecto, la propuesta consiste en que las multinacionales que facturen por encima de 750 millones de dólares al año paguen, como mínimo, un impuesto a la renta empresarial de 15%. Hay muchos detalles más, pero en lo medular la propuesta se reduce a eso.
Otro dato importante es la identificación de los autores de la propuesta. Si bien volveré sobre el tema al final de la nota, digamos ya mismo que la iniciativa partió del gobierno de Estados Unidos, que la presentó al G20 y logró una aprobación relámpago en ese ámbito. Inmediatamente la propuesta fue presentada a la OCDE, que también la adoptó con una rapidez inédita. La OCDE es una entidad internacional que agrupa a todos los estados económica y políticamente dominantes del mundo (Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, Canadá, etcétera) y a unos cuantos más que se fueron sumando con el tiempo, pero de la que no forman parte la mayor parte de los países del mundo. Por ejemplo, Uruguay y la mayoría de los estados de América Latina no son miembros de la OCDE. Supongo que el lector se preguntará a esta altura por qué Uruguay está involucrado en una medida impulsada por una organización de la que no es miembro, pero lo invito a diferir su intriga hasta el penúltimo punto de la nota.
Veamos ahora los argumentos que se exponen en el artículo de Viñales para impulsar el apoyo a esta propuesta.
¿Quién gana y quién pierde con el impuesto a la renta mínimo?
El primer argumento es que este impuesto busca evitar lo que Viñales llama “el juego de la mosqueta” de las multinacionales para pagar la menor cantidad posible de impuestos. En dicho artículo se mencionan como instrumentos para ese juego el uso –por ejemplo– de entidades formadas en paraísos fiscales como beneficiarios de rentas, el uso artificioso de beneficios tributarios otorgados por los países y otras figuras similares. Con este impuesto mínimo, se dice, ninguna multinacional podrá eludir el pago de sus impuestos a la renta empresarial. Ciertamente ese será uno de los efectos de la propuesta, pero no el único.
En efecto, la pregunta que cabe hacerse es: ¿qué país aplicará ese impuesto a la renta mínimo a las multinacionales? La propuesta nos dice que cuando una multinacional tenga una filial en un lugar donde no se alcance 15% de impuesto a las rentas, será el país de la casa matriz de esa multinacional el que aplicará y recaudará su impuesto a la renta empresarial sobre esos ingresos. Es decir, quienes saldrán beneficiados con este “impuesto mínimo mundial” no son todos los países del mundo en donde las empresas multinacionales actúen, sino sólo los países de las casas matrices de las multinacionales. Saber cuáles son esos países es, como ya habrá adivinado el lector, una tarea fácil. Para citar sólo un dato, según la revista Fortune, si se toman las 500 empresas más grandes del mundo, 349 de ellas (casi 69%) tienen su casa matriz en Estados Unidos, Europa, Canadá, Japón y Australia. Ni que hablar que, en ese grupo selecto, Estados Unidos y Europa son, a su vez, quienes tienen el mayor registro de sedes de grandes empresas. De manera que habrá un piso mínimo del impuesto a la renta de las empresas multinacionales, pero seguramente el impuesto adicional será recaudado por los gobiernos de Estados Unidos, Europa y otros “países ricos”.
Pero no debe pensarse que los perjudicados son sólo los “paraísos fiscales”. En efecto, y dado que la propuesta no distingue a la hora de aplicar el impuesto mínimo a las filiales que paguen menos de 15%, el “drenaje” en la recaudación de impuestos hacia los estados poderosos también incluye a los países en los que las multinacionales desarrollen actividades productivas reales y se beneficien de incentivos impositivos, como es frecuente en los países de la periferia, incluso en Uruguay. Supongamos una multinacional con su sede principal en Reino Unido, que tenga una fábrica en Honduras y otra fábrica en Bangladesh, manteniendo en Londres su centro de dirección y administración, pero sin producir nada. Si –por decir algo– el gobierno de Honduras le otorga a la filial hondureña que explota la fábrica una disminución de su impuesto a la renta empresarial (algo igual a lo que hace Uruguay con los “proyectos de inversión”), esa multinacional deberá pagar al fisco británico, no al hondureño, 15% de las rentas de la fábrica en Honduras.
¿Hay alguna alternativa a este modelo que se propone al mundo para la imposición de la renta a las empresas? Conceptualmente la respuesta es indudablemente afirmativa.
Todavía hay más. Los eventuales incrementos impositivos que experimenten las empresas multinacionales en aplicación del nuevo sistema quizás no signifiquen una disminución de sus ganancias netas. En efecto, un fenómeno harto conocido por la teoría de la tributación es la llamada “traslación de los impuestos”, que ocurre típicamente cuando una empresa que es objeto de un incremento de un impuesto aumenta sus precios para compensar dicho incremento. De allí la palabra “traslación”: aunque formalmente el impuesto sea pagado por una empresa, a través del aumento de precios el peso económico del impuesto se traslada a quienes pagan esos precios incrementados. También es un hecho bastante aceptado que la traslación es tanto más factible cuanto más grande sea la empresa, y en particular cuando se trate de empresas monopólicas u oligopólicas (es decir, empresas que no tengan competencia o que actúen en un sector dominado por unos pocos actores de gran porte). Pues bien, las empresas multinacionales a las cuales se destina este nuevo impuesto mundial responden a este tipo: son grandes empresas, la mayoría de las veces con alcance mundial y predominantes en sus respectivos sectores, con lo cual están en inmejorables condiciones para trasladar el eventual incremento de sus impuestos. En otras palabras: es de suponer que este nuevo impuesto mundial no disminuya los beneficios netos de las empresas a las que se destina, sino que termine siendo absorbido, sin que ellos lo sepan, por los trabajadores que utilizan sus salarios para comprar lo que producen esas multinacionales.
Ni que hablar que la propuesta de la OCDE no incluye nada parecido a una compensación o subsidio a los países que pierdan recaudación como consecuencia de este impuesto mundial. Cabe agregar que todas las propuestas de la OCDE, que no se limitan a este impuesto mínimo global a las empresas, guardan, sin embargo, un cuidadoso y total silencio acerca de los impuestos a las rentas y al patrimonio de las personas físicas, que –estos sí– tienen posibilidades de tener un efecto de redistribución del ingreso.
Es decir que este “pacto fiscal” es entre empresas grandes y estados ricos. Para nuestro lado del mundo, nada.
¿Quién decide implantar el impuesto mínimo global?
Otro argumento que menciona el artículo de Viñales para apoyar la adhesión a la propuesta de la OCDE es la legitimidad democrática de los estados para establecer impuestos. Para examinar este punto, observemos cuál es el mecanismo de adopción de la propuesta de la OCDE.
Sin ingresar en tecnicismos, lo que solicita la OCDE es la aceptación por parte de los estados miembros y no miembros del modelo diseñado por sus expertos. No ha existido ni existirá un debate serio entre los estados sobre la propuesta, ni en los grandes conceptos ni en los detalles. Es más difícil todavía que dentro de los países llamados a unirse al acuerdo exista tal debate, ya que la propuesta de la OCDE es simplemente un “tómelo o déjelo”, sin posibilidad de cambiar ni discutir nada.
A esta altura de la exposición el lector se estará preguntando por qué Uruguay, que no es miembro de la OCDE, al igual que decenas de países de América Latina, África y Asia, debe embarcarse en un cambio tributario de tal magnitud sin posibilidad de discutirlo ni fuera ni dentro del país. La respuesta es un secreto a voces: la amenaza latente de represalias económicas por parte de la OCDE para los estados que no adhieran a la medida. Las “listas negras” y “grises” de las que cada tanto se habla refieren precisamente a eso: cuando algún país se rehúsa a adoptar alguna recomendación de la OCDE, corre el riesgo de que los países que integran dicha organización establezcan efectos tributarios desventajosos para los que hagan operaciones con una empresa ubicada en el país díscolo. Aunque en ningún lugar se diga expresamente, también están latentes otras represalias, como la dificultad en el acceso a créditos u otros mecanismos de asistencia.
¿Hay alternativas posibles a la propuesta de la OCDE?
La pregunta más que obvia luego de exponer el desolador estado de situación es la siguiente: ¿hay alguna alternativa a este modelo que se propone al mundo para la imposición de la renta a las empresas? Conceptualmente la respuesta es indudablemente afirmativa: es perfectamente posible que el poder tributario se reparta de forma que los países en los que las empresas multinacionales llevan a cabo su producción tengan una mejor porción que lo que propone la OCDE.
Pero, naturalmente, ello no puede ser el fruto de políticas aisladas y unilaterales, ni tampoco fundarse en mantener regímenes de baja o nula tributación, sino que ha de basarse en una coordinación orgánica y conjunta de la periferia del mundo. Nadie puede dudar de que esto es difícil en grado extremo, pero esa dificultad no puede conducirnos, creo, a la aceptación de una propuesta como la de la OCDE, que, además de ser el fruto de una imposición unilateral de los estados fuertes del mundo, probablemente no nos reporte beneficio alguno.
Andrés Blanco es profesor titular del Instituto de Finanzas Públicas de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.