Teñido por un referéndum, terminó otro marzo. La ciudadanía laudó, pero vale tener presente los problemas que muchos de los artículos de la ley de urgente consideración (LUC) agregan a la vida de las mujeres. La mitad del país entre la que me encuentro tendrá que seguir buscando alternativas para dar respuestas a los impactos que el aumento de los combustibles, el debilitamiento de la educación pública y el cambio en el régimen de penas –por dar sólo algunos ejemplos– dejarán sobre la vida de la comunidad toda y sobre todo de las mujeres. Pero no voy a hablar de eso. Como cada año, este marzo se movilizó todo el país, múltiples organizaciones de la sociedad civil feminista y de mujeres llenaron las calles, las instituciones se vistieron de violeta, se hicieron homenajes y reconocimientos, se llevaron a cabo discusiones políticas, se colocaron viejos temas con nuevos enfoques sobre la mesa de la opinión pública. En definitiva, la sociedad uruguaya en su conjunto se permitió el debate sobre la desigualdad de las mujeres y cómo eso afecta la democracia, nuestro mundo productivo y social, en fin, el desarrollo individual y colectivo de nuestra ciudadanía.

Hace un año, y teniendo a la vista el informe “La autonomía económica de las mujeres en la recuperación sostenible y con igualdad” de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, que describe con claridad los efectos en la vida de las mujeres que dejó la pandemia, decíamos que era imprescindible que desde el Estado se atacaran algunos aspectos centrales para amortiguar el peso de la recesión económica sobre los hombros de los colectivos más desprotegidos, sobre todo de las mujeres, y dentro de ese colectivo de las más frágiles, las que son víctimas de diversas dimensiones de desigualdad.

Las mujeres siguen cargando el país sobre sus hombros y no vemos políticas orientadas a fortalecer su desarrollo y autonomía económica.

En nuestro país nos encontramos este año con cifras de estimación de pobreza que nos muestran la situación. Según el informe presentado por el Instituto Nacional de Estadística (INE), el país no se ha recuperado a cifras prepandemia. Los datos oficiales del INE del 30 de marzo nos hablan de que de cada 1.000 hogares, 75 son pobres. En cuanto a las personas, se estimó que cada 1.000, 106 (10,6%) “no superan el ingreso mínimo para cubrir las necesidades básicas alimentarias y no alimentarias”.1 A su vez, la pobreza en los hogares por sexo se estimó en los hombres en 5,8% para todo el país, con 7,1% en Montevideo y 4,9% en el interior, mientras que en las mujeres se estimó en 9,1% para todo el país, con 10,7% para Montevideo y 7,8% para el interior. Por edades, la pobreza (10,6% en total) afecta mayoritariamente a los niños de entre seis y 12 años (19,4%), seguidos por los adolescentes de entre 13 y 17 años (18,8%) y por los niños menores de seis años (18,6%).

Las mujeres siguen cargando el país sobre sus hombros y no vemos políticas orientadas a fortalecer su desarrollo y autonomía económica. El aumento de precios, la suba del costo de la educación preescolar2 (vinculada con la no obligatoriedad de dar ese servicio público, según lo aprobado en la LUC), la caída del salario real y el mayor índice de desocupación nos muestran que las políticas de combate a la pobreza son ineficientes y no incluyen la división sexual del trabajo.

Muchas de las compras públicas de la administración central que contenían cláusulas para promover el cooperativismo, la agricultura familiar o el emprendedurismo (en las que se incluían mujeres) han cambiado sus características y ahora se ponderan sólo los precios. En consecuencia, dejan por el camino buena parte de la función social del gasto público y también dañan la calidad de la inversión.

El aumento del costo de la canasta básica y los combustibles, así como la inflación y la caída del salario real, impacta sobre todo en la vida de las mujeres, que muchas veces administran solas los recursos para sostener un hogar. Hemos visto cómo el Estado se ha venido retirando de la regularización de los vínculos de la comunidad con el mercado, dejando a cada persona en “libertad” para negociar con las corporaciones, con los patrones y con los dueños. Un ejemplo de esto es lo definido sobre la inclusión financiera: la obligatoriedad de pagar el salario a través de una cuenta bancaria tenía muchas ventajas, entre ellas, la habilitación del acceso al crédito para una población que de otra forma no hubiera accedido.

Lo personal es político: una mujer asalariada no necesita ver gráficas para entender lo que pasa con la economía cuando su salario pierde poder de compra y los precios aumentan. Si no hay políticas orientadas y criterios de análisis social para evaluar las políticas públicas, si no se afianzan las medidas de equidad para que cada persona pueda responder en un marco para la inclusión, los mismos colectivos seguirán perdiendo oportunidades. Si no hay programas de justicia social, el horizonte de la igualdad estará más lejos.

Nohelia Millán García es militante feminista.


  1. “Medición de pobreza e indigencia mostró una baja el año pasado, aunque están en niveles superiores a 2019” (la diaria, 30/3/2022). 

  2. Índice de Precios del Consumo, boletín técnico del INE, 4/3/2022.