A propósito de la covid-19, Boaventura de Sousa Santos, en su publicación “La cruel pedagogía del virus”, afirma que “las pandemias no matan tan indiscriminadamente como se cree [...]. Gran parte de la población mundial no está en condiciones de seguir las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud para defenderse del virus, ya que vive en espacios reducidos o muy contaminados, porque está obligada a trabajar en condiciones de riesgo para alimentar a sus familias, porque está detenida en cárceles o en campos de internamiento, porque no tiene jabón, ni agua potable, o la poca agua disponible es para beber y cocinar, etcétera”.
El propio Boaventura de Sousa afirma que “es evidente que [las pandemias] son menos discriminatorias que otros tipos de violencias cometidas en nuestra sociedad”. No obstante, los uruguayos, sin distinción, compartimos universalmente un puñado de sensaciones en el transcurso de la pandemia por la covid-19, muchas de ellas asociadas con el miedo. Miedo asociado con la vulnerabilidad, o con la posibilidad de enfermar o de que enfermaran personas cercanas; a la incertidumbre de que en el punto más álgido de la pandemia nuestra fuente de trabajo peligrase y, en consecuencia, todo aquello que depende de nuestros ingresos. Y en este contexto de injusticias, y no en forma universal, también surgió para muchos uruguayos la incertidumbre generada por no saber si contarían con alimentos para alimentar y alimentarse. De eso trata la tan mentada inseguridad alimentaria, situación que previo a la pandemia ya estaba presente en el mundo, en la región y también en nuestro país.
Cuando una persona no tiene dinero o recursos suficientes para contar con una alimentación adecuada, tiene incertidumbre sobre su capacidad de obtención de alimentos, o probablemente omitió una comida o se quedó sin alimentos ocasionalmente, vive en inseguridad alimentaria moderada. Cuando una persona se quedó sin alimentos o está todo un día sin comer, varias veces durante el año, se encuentra en situación de inseguridad alimentaria grave, o hambre.
Habitualmente este miedo nos resulta lejano, nos es ajeno, y aunque repetimos como mantra que “a cualquiera le puede tocar”, campea en nosotros una sensación de tranquilidad: no le tememos, a nosotros no nos va a tocar, a nuestros hijos no les va a pasar. Con el hambre ajena empatizamos, nos solidarizamos, pero no tanto como deberíamos. Nos conmueve, nos indignamos, buscamos responsables, pensamos quién está en falta y de quién es la responsabilidad, pero en general no ocupa nuestros primeros lugares de preocupación y reclamo. Sin embargo, para muchos compatriotas la alimentación sí es una preocupación diaria. El último reporte de Naciones Unidas “Panorama regional de seguridad alimentaria y nutricional 2021” en América Latina y el Caribe muestra que la prevalencia en Uruguay de inseguridad alimentaria grave o moderada es de 23,5%; esto puede ser explicado sólo en parte debido a la pandemia de covid-19.
Desde una perspectiva de derechos, es inadmisible e inmoral que alguien pase hambre, y no pueda acceder a alimentos suficientes y adecuados diariamente; también lo es no poder elegir libremente qué comer.
Desde una visión productivista, la inseguridad alimentaria y el hambre son causa y consecuencia de la pobreza, aun en países donde la oferta de alimentos es plena. Son causa porque si no se está bien alimentado (nutrido), no se alcanzará un desarrollo humano pleno, lo que repercutirá en nuestras capacidades de aprendizaje, ergo, tendremos disminuidas nuestras capacidades de ser socialmente productivos, alcanzar niveles educativos altos y tener empleo e ingreso permanente, y nuestras chances de caer en la pobreza serán mayores. Y son consecuencia porque se trata de un ciclo: quienes viven en situación de pobreza presentan dificultades para acceder a alimentos en forma adecuada y suficiente.
Desde una perspectiva de derechos, es inadmisible e inmoral que alguien pase hambre y no pueda acceder a alimentos suficientes y adecuados diariamente; también lo es no poder elegir libremente qué comer. Pero lo admitimos como sociedad, porque nos toca de lejos. Y, tanto más grave, lo admite el Estado, faltando a su responsabilidad de garantizar el derecho humano a una alimentación adecuada. Aún más preocupante es cuando parte de la alimentación de muchos niños y niñas debe asegurarse fuera del hogar. Cuando la sociedad civil ocupa ese vacío y la demanda crece, a través de las ollas populares, merenderos y demás acciones solidarias, es señal inequívoca de que el Estado no llega, no alcanza, no puede o no ve.
El cumplimiento del derecho a la alimentación implica que el Estado tiene la obligación de respetar, proteger y satisfacer la demanda a una alimentación digna y suficiente de todo grupo social que por sus propios medios no puedan alcanzar este derecho. Este cumplimiento también nos debería ocupar hoy, con o sin pandemia. Quizás sea hora de que el reclamo de una política pública que genere condiciones que permitan una igualdad de capacidades básicas, definidas entre otras por la alimentación, sea el de todos los uruguayos.
Martín Pérez y Alejandra Girona son licenciados en Nutrición, docentes de la Escuela de Nutrición de la Universidad de la República e integrantes del Observatorio del Derecho a la Alimentación.