Las desigualdades que genera el capitalismo obsesionan a las izquierdas desde el siglo XIX. La enseñanza básica de Karl Marx es que el sistema capitalista de producción es corrupto y favorece desproporcionadamente e injustamente a los dueños del capital. Para Marx la caída del capitalismo era segura, sólo una cuestión de tiempo. Siguiendo este esquema de pensamiento, muchos creyeron que los trabajadores y proletarios organizándose podrían acelerar la llegada de un futuro sin clases, que se creía, erróneamente, estaba científicamente determinado. En el siglo XX las teorías críticas al capitalismo también se detuvieron en las características opresoras del sistema sobre los cuerpos. Diferentes y diversas “revoluciones sexuales” han evidenciado las prácticas patriarcales y heteronormativas que sostienen al sistema. Las críticas marxistas, biopolíticas y feministas al capitalismo atacan una de las fallas más salientes del sistema: su imposibilidad de contener la acumulación de desigualdades.
Pocas miradas al capitalismo se han detenido en criticarlo por sus virtudes, o aparentes virtudes. El sistema capitalista, a través convertirlo todo en mercancía, crea deseos y promete la posibilidad permanente de satisfacerlos. Hecho que algunos creen, con cierta base empírica, conecta muy bien con cómo evolucionó y funciona el cerebro humano. En el futuro se aloja una nueva compra, un nuevo smartphone, una nueva plataforma de streaming, un nuevo recital, un nuevo automóvil, un viaje al Caribe, que nos hará sentir bien, muy bien.
En el mundo que promete la satisfacción de los deseos es donde se expresa la última y más radical subjetividad capitalista.
El capitalismo del siglo XXI, y principalmente en los grandes centros urbanos, se sustenta cada vez menos en el dúo explotación-represión y más en la construcción de deseos y en el ofrecimiento permanentemente de la posibilidad de satisfacerlos. Para entender y analizar esta nueva variación del capitalismo, que también es de la permanente estimulación, vigilancia y circulación de datos personales, hay que mirar y deconstruir el mundo del consumo suntuario, del entretenimiento, de los placeres y vicios, del tiempo libre. En el mundo que promete la satisfacción de los deseos es donde se expresa la última y más radical subjetividad capitalista.
El capitalismo del deseo es ubicuo, opera durante las horas de trabajo y también cuando dejas la oficina, empresa o laboratorio, opera cuando estás con tus vínculos cercanos y cuando buscas entretenimiento lejos de estos. No afecta sólo a clases altas o medias, también lo hace con aquellos que luchan por llegar a fin de mes. Por cierto, esta variante del capitalismo también oculta una verdad muy simple: no hay posibilidad final de consumir todos los deseos y sentirse satisfecho. Siempre aparecerá algo nuevo que te hará vivir insatisfecho.
Ser de izquierda anticapitalista, antisistémica en el siglo XXI, exige cuestionarse cómo, cuándo y por qué apareció el deseo que deseamos. Se dice fácil, pero hacerlo es muy difícil. Las herramientas para estudiar y criticar el capitalismo del deseo aún son muy abstractas, es necesario entender más de su historia, y de cómo impregna la vida cotidiana.
En un mundo donde muchos todavía no tienen acceso a la salud, educación y vivienda digna, poner el foco en analizar críticamente el mundo del consumo suntuario, de los placeres y vicios, del tiempo libre, puede parecer superfluo, absurdo, una pérdida de tiempo. Sin embargo, hay que saber que al contrario de lo que sucedió con el capitalismo industrial del siglo XIX, en que las señales de la explotación estaban a simple vista, el capitalismo del deseo del siglo XXI se escabulle de la crítica fácilmente y se transforma permanentemente, ahí radica su mayor potencial. En su naturalización, en establecerse como la forma en que ahora vivimos.
Adrián Márquez es historiador.