En el marco de la discusión del proyecto de ley que se está tratando en el Parlamento respecto de la “eutanasia y suicidio médicamente asistido”, me resulta necesario, a título personal, hacer algunas reflexiones desde mi condición de quien sufre una enfermedad crónica como la fibromialgia, mal diagnosticada las más de las veces.
¿Puede una causa particular e individual ser expuesta en un contexto público a fin de abogar por una solución normativa que permita, a quien así lo decida, ejerciendo su libre albedrío, poner fin a una situación en la que una enfermedad se convierta en lo único de lo cual es dable hablar?
¿Terminar con una situación donde el dolor se hace dueño de las noches y donde pasen sin mejores posibilidades los días en los que lentamente se deja de ser una?
Mi nombre es Cristina Mansilla Decesari. Tengo 43 años. Desde 2004 tengo un diagnóstico de fibromialgia hecho por el neurólogo salteño Pablo Gaudin en tiempos en que pocos médicos se adentraban en esos temas. Pablo fue asesinado por el esposo de una paciente en Salto. En su memoria y en reconocimiento de su capacidad de ver donde otros no podían ver, vayan también estas líneas.
Mi enfermedad, debe aclararse, no me conducirá a la muerte, ya que no es una enfermedad terminal. Pero es una contumaz ladrona. Ni calidad de vida, ni paz, ni nada.
El dolor es un elemento central de mi existencia. No importa si yo no puedo más, si suplico que ya no más. He visto médicos en cuatro países. He tomado fármacos diversos, he incursionado en prácticas alternativas, he nadado, he hecho pilates y yoga, masajes y un largo etcétera. Me he hecho placas y resonancias y tomografías. He oído tantos consejos que temo tener un brote de locura la próxima vez que alguien me diga qué hacer. Innumerables veces no me han creído y otras tantas tomé días de mi licencia ordinaria para no tener que ver ni oír al médico certificador, que me tocaba por zona, decirme que no existe mi dolencia.
He oído pontificar a los que hablan de voluntad. Que esto es sólo un tema de voluntad. Me lo dicen a mí, para quien levantarse en la mañana es un desafío frontal a la ley de gravedad. Aún me pregunto si es dable siquiera responder. Hablan de voluntad para resistir o luchar como si las enfermedades fueran batallas, guerras o lides en las que midamos en igualdad de fuerzas nuestros efectivos sobre el terreno. Ese terreno que es nuestro cuerpo. Sin embargo, esa misma voluntad que te demandan parece no valer cuando reclamamos el derecho, llegado el caso, de morir en paz dentro de un marco legal que otorgue garantías, que nos aleje a todos como colectivo de la oscuridad.
No sabemos qué hacer con el dolor ajeno. Lo entiendo. Ese dolor totalizador, que llena la habitación, que se deposita pesadamente sobre las ropas, los libros, las cosas. A veces el amor que te tienen los que te rodean los pone al límite de la angustia, enfrentados a ese dolor o a esa condición que va limitando la baldosa donde nos jugamos la existencia.
Los que nos aman no quieren que estemos así. Y vos querrías dar tu vida para que ya no sufran. ¿Quién puede cohabitar con el dolor, todos los días, y seguir siendo noble? Unos y unas pocas, seguro.
Esta no es una nota necrológica; al contrario, es una apuesta por la vida. En lo personal, no estoy dispuesta a que este impuesto tan alto que pago, día a día, sea en vano. Tiene que volverse acción.
Al menos entiendo que hoy debo dar batalla por el mañana. Todos tenemos el derecho a morir en paz. Nadie puede condenar al otro al dolor in eternum. Nunca sabré el dolor que pasan otros, sólo puedo hablar del mío y desde ese dolor es que escribo estas líneas.
Es en mi nombre como ciudadana que elevo mi voz. Por ello sostengo que no es un tema religioso, y si así se lo quisiera ver, no me corren con Dios. Soy cristiana y sé que el dios en el que creo es un dios de amor que no me quiere penando ninguna vida. Que no necesita intermediarios para decirme que mi libertad de acción es mi conciencia. Usar una idea, un sentimiento de fe para denegar al prójimo la posibilidad de una muerte digna es una acción mezquina. No creo en el cielo, pero de haber y de existir, sé que, al llegar, en caso de ir, una pregunta sería: ¿Por qué te traicionaste a ti misma? ¿Por qué no defendiste tus creencias y dejaste que el miedo fuera más fuerte que la dignidad?
Nadie que no se ve arrastrado en un lodo de dolor entiende nada de lo que esto significa, en su total dimensión. Salvo que la empatía lo mueva al ejercicio justo y necesario de imaginar qué decisión tomaría si fuera él o ella quien da una batalla cotidiana contra una serie de dolores tan imposibles de ponerse en palabras, o quien sabe lo inexorable provocado por una enfermedad y opta, en libertad y conscientemente, irse en sus propios términos.
Para ello se requiere ayuda. No se trata de irse a un rincón y partir de incógnito. Se trata de hacerlo rodeado de quienes se ama, a la luz, viendo ese paisaje, oyendo esa música. Se trata de poder ser libre hasta el último suspiro. Nadie elige una enfermedad que le quitará las fuerzas, la memoria, la capacidad de andar, de hablar, de interactuar. Esa es una condicionante que no se escoge; que se enfrenta, claro que sí, con equipos médicos que avanzan en varias direcciones comprendiendo el dolor. Pero, aun así, llega un momento en que ese cuerpo con el que amamos, con el parimos, bailamos, marchamos por tantos caminos, ya no quiere continuar y nuestro espíritu merece paz.
Al menos entiendo que hoy debo dar batalla por el mañana. Todos tenemos el derecho a morir en paz. Nadie puede condenar al otro al dolor in eternum.
Hay días en que mis hijos me tienen que ayudar a desplazarme. Y otros en los que mi esposo, el más notable de los compañeros, me debe lavar el pelo, ayudar con un vaso, cortar el pollo. Son días. En otros la vida discurre normalmente, y en otros el dolor y yo hacemos pasos de baile: nos acercamos, nos alejamos. Pero, ¿qué pasará mañana? Tal vez nada, tal vez todo.
Quizás viva yo muchísimos años más en este carrusel de hacer cosas maravillosas, criar a mis hijos más chicos, ver felices a los más grandes y también a mis sobrinas y sobrinos, ver crecer a mis nietas y nietos, departir con mi madre, escribir, aprender, viajar, tener un trabajo único.
Pero también sé lo que es caer en esta pesadilla que apenas pasa con medicamentos que seguramente me traerán otros problemas.
Y además, sé que tengo derecho, cuando la noche se haga más negra aún, a irme en paz, a poner fin a este espiral de dolor que te desmonta todas tus defensas, todas tus amables palabras de aliento, casi como si te dijera que padecer es tu destino Y no, no es cierto que padecer sea nuestro destino.
Quiero poder tener el derecho de decir, si este cuadro empeora, sin hipotecar mi libre albedrío: “Ya no más”, como ejercicio de mi libertad que no perjudica a nadie. Como dicen que escribió Florencio Sánchez: “Si yo muero, cosa difícil, dado mi amor a la vida, muero porque he resuelto morir”.
Porque si bien tampoco creo en el infierno, de existir debe tener varios nombres y “fibromialgia” es uno de ellos.
Sé que no soy la única y, por lejos, no soy la que tiene la más devastadora historia. Pero ahora, en este punto de mi vida, cuando muchos días puedo hacer múltiples cosas al tiempo que otros días sólo cosecho derrotas, quiero poder asentar que no se desafía a ningún dios ni a ninguna filosofía si se quiere vivir con dignidad hasta el último día de la vida y no dejar que un dolor que te ciega se apodere de cada resorte de tu vida. No es condición estar muriendo o atravesada por dolores que se vuelven insoportables para propender a la lucha por una ley que nos hará a todos y todas más dignos y dignas. Yo misma quizás nunca llegue a ser usuaria de una ley como esta. No lo puedo saber, el futuro puede siempre cambiar, pero repito por última vez, enfrentada a dolores muy significativos: sé qué es lo que no quiero. Y la ley estará ahí; para mí, para todos y todas.
Cuando llegue ese final, quizás con suerte volveré como sol trasfoguero sobre mi querido Salto chico oriental, o bajaré en brisa por alguna playa o sobre el océano. Sea lo que sea, seré libre y, sobre todo, habré dado mi batalla por la dignidad, no sólo por mí, sino por mis hijos e hijas y mi esposo. Dice el teólogo Hans Kung y con él coincido nuevamente: el principio de la dignidad humana incluye la dignidad en la última etapa, la muerte. Del derecho de la vida no se deriva el deber de la vida o el deber de continuar viviendo en circunstancias extremas. Ayudar a morir es como ayudar a vivir.
Michel de Montaigne, el filósofo francés, escribía: “La premeditación de la muerte es la premeditación de la libertad”. Dice el escritor argentino-canadiense Alberto Manguel, que es quien cita esta frase: “No hay nada mórbido con eso. Hay que comprenderla bien. Cuando leo, me gusta mucho saber cuántas páginas me quedan. Es una de las razones por las cuales me cuesta tanto leer un libro en la computadora. Quiero ver el volumen, quiero saber cuánto tiempo voy a pasar con él. Lo mismo en lo que respecta a mi vida. Vivo sabiendo que no es para siempre y que mis días están contados. El fin es lo que le da sentido a todo esto. Es lo más interesante”.
Debemos afrontar el debate, como señalan Kung y el filósofo Walther Gens, sobre cómo nuestra responsabilidad sobre nuestra vida tiene ejercicio. Objetivizar el debate, como dicen ellos, sin razonamientos fundamentalistas o autosuficientes.
La vida me ha honrado mucho, justo es decirlo. He hecho y hago cosas que me emocionan y me honran, con amigos y amigas notables, con colegas magníficos. Las hago a manos llenas; a un costo altísimo, pero las hago. Yo soy de las afortunadas, a pesar de la pelea diaria con el dolor. Pero todo el recorrido vital está marcado por una sola cosa: no se hipoteca la dignidad y los principios ni ante el más visceral de los miedos. Algún día seré polvo, y ese día, tal vez con suerte, sólo quedará mi nombre. Quiero, como tantos otros, que mi nombre se vincule a la lucha.
Tengo, como dije, 43 años. La gente de mi edad parece no ser la franja temporal más referida cuando hablamos del derecho a morir en paz. Pero para mí, entre tantas urgencias, este es un debate clave.
Nunca existe el momento ideal para conversar, porque, ¿quién quiere hablar del fin?
Por eso el momento es ahora. ¿Y por qué ahora? Porque debió ser ayer. Porque todos los que estuvieron enfermos de una patología terminal, irreversible e incurable, o afligidos por sufrimientos insoportables, debieron tener antes la posibilidad. He leído que a algunos les preocupa instalar la muerte como un bien jurídico. Muy por el contrario, el bien tutelado es la vida misma, la dignidad y la libertad. Más allá incluso de los denominados cuidados paliativos, que claro que son imprescindibles y justo es necesario que alcancen a todos y todas, pero no se oponen a la decisión final del ser humano, ya no del paciente, del ser humano, de poder morir en paz. El bien jurídico vida necesita del bien jurídico libertad para poder ser ejercido con plenitud.
Creo firmemente en que la defensa de los derechos debe traspasar las familias políticas. Que es entre todos y todas que esto se reconoce y defiende. Porque el final siempre estará. Qué hacemos con el camino es lo que nos determina. Al final es como dice el inmenso Mario Benedetti: “Uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere”.