La llegada de Gabriel Boric y del Frente Amplio chileno al gobierno se ha transformado en la esperanza del nuevo progresismo latinoamericano, e incluso global. Se trata, sin duda, de una nueva izquierda, y no sólo en términos de recambio generacional: es feminista, promueve el multiculturalismo, combina una fuerte conciencia ambiental con la preocupación clásica por la equidad y la incorporación social de los sectores subalternos, y ha venido afirmando su fuerte compromiso democrático y con los derechos humanos, incluso en referencia a procesos “sensibles” para las izquierdas, como los de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Ese compromiso también aplica a Chile y tiene múltiples aterrizajes: desde la violencia policial al doloroso y persistente problema de la vulneración que sufren cotidianamente los niños que se encuentran bajo la tutela estatal en el Servicio Nacional de Menores. Es también una izquierda que piensa a Chile desde América Latina, en lugar de visualizarse a sí misma (e intentar venderse) como el ejemplo de país que logró “escapar” de la región.

En el caso de Boric, además, esta nueva izquierda se articula en torno de un liderazgo con una capacidad innata para el manejo de los elementos simbólicos, para conducir los gestos y para desplegar empatía, a través tanto de abrazos como de redes sociales. El pasado verano, durante el período de transición, Chile recobró la alegría tras largos años de agobio, incertidumbre y malestar. Boric resplandecía donde el liderazgo presidencial de Sebastián Piñera generaba hastío y rechazo. La nominación de un gabinete con mayoría de mujeres, con niveles inéditos de diversidad social y territorial, con expertise técnica pero además de trabajo social en las carteras sectoriales, también contribuyó significativamente a generar una genuina esperanza. Y mientras el recambio de élites gobernantes cristalizaba la ilusión de dejar atrás a una clase política tradicional cómplice de los “abusos” del “modelo”, la Convención Constitucional también prometía desanclar las rémoras institucionales de un nuevo orden social. Este clima culminó en un cambio de mando pleno de símbolos y de optimismo.

No obstante, las primeras semanas del gobierno encabezado por Boric, así como el derrotero de la Convención Constitucional, han puesto rápidamente en entredicho su promesa. La luna de miel fue intensa, pero corta. Como tantas otras exportaciones no tradicionales de Chile (“una economía competitiva, con bajos niveles de colusión y corrupción”, “un sistema de partidos institucionalizado”, “un Estado capaz y eficiente”, “una sociedad con bajos niveles de informalidad”), esta nueva izquierda podría ser algo “hidropónica”, sin un suficiente encauzamiento en la sociedad.

El gobierno se encuentra, en mi opinión, ante la siguiente disyuntiva. Una opción, al menos por defecto, consiste en constituirse como un gobierno que impulse sin demasiada coordinación distintas agendas y reformas sectoriales, intentando a su vez encaminar la gestión cotidiana de temas centrales para la población (por ejemplo, la reactivación económica y la restitución del orden público). Esa gestión puede, al mismo tiempo, ganar fuerza con el impulso de demandas más caras a su base social, como el avance de la agenda de género y el compromiso ambiental. En este escenario, el desenlace de la propuesta de nueva Carta Magna que emerja de la Convención Constitucional también será sumamente relevante para el gobierno y su gestión. En caso de que la nueva Constitución sea aprobada, parte significativa de la acción de gobierno deberá volcarse a la difícil transición entre ambos órdenes constitucionales. El rechazo del nuevo texto constitucional constituirá, en cambio, un golpe duro a la agenda de transformación social que impulsa el gobierno y puede complicar, a su vez, el clima en el que deberán negociarse reformas para las que el oficialismo no cuenta con mayorías legislativas suficientes.

En este escenario, la suerte final del gobierno dependerá de la efectividad de su gestión y de su capacidad de mantener niveles razonables de adhesión sobre la base de su política comunicacional. En caso de que las cosas vayan bien, tal vez logre perfilar figuras de gobierno como alternativa para disputar la próxima elección. Para eso tiene varios buenos nombres. En caso de que las cosas no vayan bien, el nuevo “anti” probablemente lo ofrezca la ultraderecha, hoy fortalecida por el derrumbe de la centroderecha y la irrupción del Partido Republicano en la última elección.

La segunda alternativa consiste en intentar articular un proyecto de desarrollo integral, vertebrando y organizando a actores sociales que hoy no tienen expresión colectiva. El liderazgo de Boric y la elevada adhesión que concita, así como el desconcierto y la debilidad relativa de los actores centrales del viejo “modelo”, abren una posibilidad fugaz de comprar tiempo e intentar esa articulación. El riesgo de intentarlo es que nadie sabe muy bien cómo cuadrar ese proyecto, dotándolo de bases sociales y de una nueva economía moral. El riesgo de no intentarlo es convertir esta nueva alternancia hacia la izquierda en otro movimiento efímero de un péndulo que se alimenta hace ya décadas de un descontento con quienes gobiernan que carece de articulación política.

Juan Pablo Luna es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Carolina del Norte y profesor titular del Instituto de Ciencia Política y Escuela de Gobierno de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Este artículo es una versión resumida de otro publicado en Nueva Sociedad.