El 24 de junio cayó el precedente judicial estadounidense que reconocía el derecho constitucional de las mujeres a abortar. Luego de haberse filtrado un borrador de la sentencia, en un acontecimiento sin precedentes, el fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos adoptado en 1973 en el caso Roe vs. Wade resultó finalmente revocado por la propia Corte en Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization.
En Roe vs. Wade la Corte había fallado la inconstitucionalidad de una ley del estado de Texas que prohibía y penalizaba el aborto. Admitiendo el silencio del texto constitucional pero tomando como premisa el derecho a la privacidad de los individuos frente a la intervención estatal, establecido por la Corte a partir de la enmienda XIV a la Constitución federal, la sentencia de 1973 entendió contenido en la Constitución el derecho a la libertad reproductiva de las mujeres, que incluye el derecho a abortar. La lúcida jueza Ruth Bader Ginsburg, integrante de la Corte desde 1993 hasta su fallecimiento en 2020, introdujo un muy acertado matiz a la construcción del derecho al sostener que su anclaje constitucional reside en la autonomía de la mujer como ser individual y en su capacidad de autodeterminación, atributos que están en la base normativa de la Constitución norteamericana y, estimo, en la base normativa de toda Constitución erectora de un Estado democrático.
El reconocimiento de este derecho constitucional se mantuvo incólume durante cinco décadas, no sin alguna variación en la jurisprudencia de la Corte, principalmente, en cuanto a los posibles alcances de la reglamentación legislativa del ejercicio del derecho –en este sentido, ver Planned Parenthood of Southeastern Pa. vs Casey (1992)–.
En el novel fallo dictado en Dobbs, la Corte sostiene, volcando su precedente, que el derecho a abortar no está textualmente previsto en la Constitución –lo que es verdad–, sino que ha sido el fruto de una interpretación de la Corte –lo que también es verdad–, razón por la cual concluye que no existe como tal en la Constitución y adopta así una interpretación originalista del texto constitucional, no evolutiva, que temporalmente remite al sentido inicial de disposiciones que, en su mayoría, datan de 1787.
Luego de negar la existencia constitucional del derecho a abortar, la Corte Suprema deja librada a cada Estado la posibilidad de resolver al respecto mediante la legislación que dicte. La construcción del derecho a abortar pasa a ser facultad de cada legislativo estatal.
Cabe entonces ser precisos en este punto: la Corte no adelanta la eventual inconstitucionalidad de una ley estatal que regule a favor del derecho a abortar. El giro jurisprudencial consiste en que, a partir de este precedente, ambas opciones legislativas, tanto una constructiva del derecho como una prohibitiva-punitiva, y también sus matices, serían en principio constitucionalmente válidas.
En el nuevo contexto, lo único que podría poner coto común al anunciado avance de legislaciones estatales prohibitivas-punitivas sería el dictado una ley federal, por el Congreso de los Estados Unidos, que construyera ahora, con rango legal –aunque inferior al constitucional–, el derecho de las mujeres a abortar. Si así fuera, podría operar la llamada cláusula de comercio que surge de las secciones 8ª y 10ª del artículo 1° de la Constitución federal, la que, sistematizada con el artículo 6° y la enmienda X, determina la primacía de las leyes federales respecto de las estatales.
El camino tiene una apariencia virtuosa pues, teóricamente, en una democracia representativa nada debería ser más inclusivo y plural –y, por lo tanto, nada más democrático– que la deliberación que se produce en el poder con mayor base representativa del sistema: el Legislativo.
Teóricamente, claro, porque acá se devela un problema democrático que es del sistema todo, pero que en particular afecta la participación política de las mujeres.
En toda democracia representativa –o semirrepresentativa–, democracia y representación son necesarias compañeras de viaje. La democracia es un ideal que aspira a erigir el autogobierno como principio normativo en todo Estado democrático, mientras que la representación es una ficción que busca hacer presente lo que está ausente, es decir, que la ciudadanía toda, que no puede estar presente en el parlamento, de algún modo esté presente a través de los representantes electos. En un Estado democrático –no en cualquier Estado, pero sí en uno democrático– la representación política está necesariamente sometida al principio democrático, es decir, la representación debe entenderse al servicio del autogobierno y debe aspirar a reflejar lo mejor posible las posiciones ciudadanas.1
Más allá del sentido abstracto de la representación política, esta debe ser lo más representativa posible de la pluralidad ciudadana, para lo cual debería guardar una razonable proporcionalidad con la composición de la ciudadanía. Se trata de la representatividad de la representación política; se trata de lo que le da sentido a la representación política en una democracia.
El aborto es un derecho de la mujer y resulta evidente que es clave la participación de las mujeres y de su perspectiva en el proceso legislativo que puede concluir en la construcción –o no– del derecho.
El acceso al aborto seguro y legal es una cuestión de derechos humanos. Ahora bien, es incuestionable que el aborto es un derecho de la mujer y resulta evidente, si no determinante, que es clave la participación de las mujeres y de su perspectiva en el proceso legislativo que eventualmente pueda concluir en la construcción –o no– del derecho. La formulación habermasiana del principio democrático resulta luminosa: sólo tendrán legitimidad, dada su facticidad, aquellas normas en cuyo proceso discursivo racional de producción participen todos quienes puedan verse afectados por ellas.2
Sin desconocer el atributo abstracto de la representación política, la forma natural de incorporar la perspectiva de las mujeres en el proceso discursivo racional de producción legislativa es a través de representantes mujeres. Hay quienes dirán, porque ya lo han hecho, que basta con que las mujeres voten para verse representadas por los legisladores electos, aun cuando fueren hombres. Falso. Ello satisface formalmente la técnica de la representación, pero se queda corto en cuanto al vínculo entre la representación y el sentido participativo que debe tener en una democracia, que exige representatividad a la representación. Pienso que negarlo es ignorar que hay una perspectiva, un sesgo, una sensibilidad propia de la mujer, único género que puede estar biológicamente ante la circunstancia del aborto. Los hombres no podemos representar plenamente eso.
Es fácilmente detectable un déficit en la representación de las mujeres en la composición del Congreso de Estados Unidos, lo que se traduce, a su vez, en un déficit de representatividad de la representación que afecta al sistema. Siendo alrededor de 50,5% de la población norteamericana, el Congreso cuenta para la legislatura 2021-2023, entre ambas cámaras, con 29,6% de mujeres legisladoras, porcentaje que, aunque récord, es bastante inferior al quantum social de mujeres y al que se requiere para pasar una ley federal que construya el derecho a abortar y que pueda oficiar como freno al avance prohibicionista de los estados.
Se configura una paradoja intrasistémica: el sistema democrático no alcanza la condición de representatividad suficiente para responder de forma plenamente democrática.
No se trata de exponer una resistencia adolescente a la democracia, sino de alertar sobre la necesidad de construir las herramientas que huelgan para aproximarnos, lo más posible, al autogobierno como principio normativo de un Estado democrático. Incardinado, surge el poco bien dado debate sobre la participación política de las mujeres y la necesidad de paridad electoral, sobre el que sospechosamente arrojan constantes sospechas los actores masculinos del sistema político, blandiendo el débil, parcial pero aún efectivo argumento de la alteración ficticia de la representación.
No admite más demora la paridad electoral justificada en la legitimidad que supone, dentro de un Estado democrático, hacer más representativa la representación política, democratizarla, y así redefinirla en términos paritarios de género que cuestionen la arquitectura masculina de la esfera pública representativa. La paridad electoral es más que una acción afirmativa.
Urbi et orbi, la realidad legislativa estadounidense no dista de la uruguaya. En la Cámara de Senadores hay nueve senadoras titulares más la vicepresidenta de la República y en la Cámara de Representantes hay 23 diputadas titulares, lo que conforma un total de 25,38% sobre una población en que las mujeres constituyen alrededor de 51,5%.
Recientemente, la senadora Gloria Rodríguez puso sobre la mesa el tema al presentar un proyecto de ley sobre la participación política paritaria que procura dar un paso más allá de la denominada ley de cuotas (18.476) de 2009. No ha sido este el único esfuerzo en la actual legislatura, pues a comienzos de 2021 la representante Fátima Barrutta presentó una iniciativa con el mismo espíritu.
Como no estamos en el Tlön de Borges, donde parecería no haber ciencias ni razonamientos, porque prima el atomismo y la consideración aislada de cada acontecimiento, espero que, más allá de los cuestionamientos técnicos a ambos proyectos, el debate se dé como debe darse, en términos de participación democrática, de realización del principio normativo del autogobierno, de avance hacia el ideal democrático que es normativo.
Luis Fleitas es doctor en Derecho, máster en Derecho Constitucional y docente en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.