“La democracia es la aceptación de la derrota”, dijo Julio María Sanguinetti. “La sociedad civil somos los legisladores”, opinó Graciela Bianchi. Estas afirmaciones podrían considerarse simplificaciones propias del ejercicio retórico, sin embargo, son la expresión de una visión reduccionista de la democracia cuyos efectos se hacen sentir en la vida ciudadana de manera tangible y perjudicial.
La primera frase fue pronunciada por el expresidente Julio María Sanguinetti en declaraciones públicas efectuadas una vez avanzado el conteo de votos del referéndum que sometió a consideración popular la derogación de 135 artículos de la ley de urgente consideración (LUC).
En un discurso breve y austero, manifestó su convicción respecto del triunfo y recordó expresiones del expresidente español, Felipe González, para afirmar con él que “la democracia es la aceptabilidad de la derrota”.
Esta frase, inspirada en afirmaciones del politólogo polaco Adam Przeworski, sostiene que la democracia es un sistema en el que “los partidos de gobierno pierden elecciones”.
En ambos casos, se valora a la democracia tomando en cuenta el resultado electoral desde la perspectiva del derrotado, y remite al concepto más profundo y constituyente de la alternancia de los partidos en el gobierno como fundamento del sistema democrático.
No es mi intención polemizar con estas ideas y, mucho menos, con quienes las han fundamentado y desarrollado con inteligencia y brillo.
La idea de aguardar la aceptación de la derrota tiene sentido en tanto honra una formalidad deseable y necesaria para consumar públicamente lo que ya ha sido determinado por los números. Pero con la aceptación de la derrota no se consuma la democracia sino solamente un acto electoral.
La democracia no se sostiene ni se agota en hechos puntuales sino en procesos continuos de confirmación y autovalidación. La aceptación de un resultado electoral forma parte de esos procesos y posee una significación propia destacada.
Inmediatamente después de refrendado el resultado electoral, se invierte la carga de la prueba. Tan o más trascendente que la aceptación de la derrota es la traducción de la victoria en ejercicio democrático permanente por parte del vencedor.
Es el vencedor el que da garantías de convalidación y fortalecimiento de la democracia mediante el respeto y la integración de las minorías, a través de la instalación de instrumentos institucionales de consulta y mediante la incorporación de sus aportaciones programáticas, de tal manera de ensanchar la base y la perdurabilidad de las decisiones de gobierno.
Valorar una democracia por el resultado electoral y la consecuente reacción de los candidatos en pugna refleja, como decíamos, una concepción restrictiva de la democracia.
Tan cierto es decir que corresponde al derrotado la aceptación de la derrota, como decir que corresponde al vencedor la aceptación, el respeto y la protección de las minorías, ya no en un mero pronunciamiento público, sino en la apertura y en la formalización de espacios de participación sistemática. Más aún en casos en que las minorías poseen un peso político y social muy significativo.
En realidad, son perspectivas no excluyentes sino complementarias. O mejor, se trata de dos expresiones que tienen que ver con la aceptación del otro en sus diferencias.
Prefiero considerar a la democracia de esta manera, como la internalización del otro en la convivencia y en la institucionalidad.
La democracia republicana no se reduce a los actos eleccionarios libres, a la independencia de sus tres poderes y al funcionamiento en plenitud de las instituciones públicas.
La democracia se expresa en la integración normalizada de la diversidad, la pluralidad y la disidencia, en los ámbitos de participación y en los procesos de toma de decisiones.
Un acto electoral es la celebración de la vigencia de la democracia a través del ejercicio libre y soberano del voto, pero la vida democrática construye cotidianamente su fortaleza para posibilitar y cargar de sentido esa celebración.
La democracia, pero sobre todo la calidad democrática, se expresa mucho más profundamente en la manera en que la sociedad administra los disensos que en la formalidad del acto puntual del voto.
Se exalta un concepto reduccionista de la democracia, que encierra y congela la soberanía y la participación popular en un hemiciclo.
Nuestro país puede sentirse satisfecho en relación a la calidad y seguridad de los procedimientos electorales, pero no tanto en relación al estado actual de la administración de las diferencias y de las condiciones de convivencia ciudadana.
Hemos ingresado indisimuladamente en un territorio en el que la confrontación ciega va ganando terreno en detrimento de la confrontación dialógica, tan natural como necesaria.
La confrontación ciega alienta el fanatismo, castiga el disenso, sofoca el espíritu crítico, destruye la diversidad, empobrece y debilita a la democracia.
Por otro lado, la acción política de encuadre institucional ha ido incursionando peligrosamente en la esfera privada de las personas y de las instituciones.
Trasladar el foco del debate político público, del ámbito estrictamente institucional a la esfera privada y personal es envilecer el debate y detonar los factores de contención y de construcción permanente de la convivencia.
La escuela pública y las entidades de participación ciudadana voluntaria como los clubes deportivos y las asociaciones civiles en general construyen convivencia en un marco de normas explícitas o implícitas donde se procura excluir el involucramiento de la vida íntima de sus miembros como ensayo y aprendizaje para la vida en sociedad.
Si la señal del sistema político es la del desborde de los límites y el trasvasamiento expedito entre lo privado y lo público, las consecuencias en los valores de convivencia pueden ser irreparables.
Un ejemplo reciente que evidencia el deterioro de los valores de convivencia es lo que sucedió en el caso Villa Española, fundamentalmente por las actitudes y procedimientos seguidos por parte de los actores públicos y privados interesados e intervinientes.
La existencia de irregularidades formales en Villa Española es tan evidente y frecuente como en la mayoría de las asociaciones deportivas del país. Las diferencias de opiniones y estilos entre los asociados del club es tan natural como en la vida misma.
El problema no está en Villa Española. El problema está en la manera en que decidimos procesar esas diferencias y resolver las informalidades.
Lo dicho anteriormente: la fortaleza democrática de una sociedad se revela en la manera en que dirime sus diferencias, y nosotros lo estamos haciendo muy mal.
El gobierno se arroga la defensa de la libertad, pero censura a un club cuando la ejerce.
El gobierno aplica sanciones burocráticas y drásticas como la intervención, en sustitución de la promoción de espacios de diálogo y de negociación.
El gobierno desestima la oportunidad de la interacción público-privada como camino de aprendizaje y fortalecimiento de la institucionalidad.
A su vez, desde el ámbito privado, un actor devenido ocasionalmente en patota apela con naturalidad al uso directo de la presión y la violencia para ejercerlas sobre deportistas y directivos provocando renuncias y alejamientos.
La patota es amiga del fanatismo y se consuma en la sustitución de las formalidades institucionales y el respeto a las mayorías por el hecho consumado y la sumisión del otro.
El fanatismo sólo reconoce la oportunidad del escarmiento ejemplarizante, del ajuste de cuentas y del disciplinamiento de voluntades.
Asombra, en ambos casos, la ingenuidad de pensar que por vías simples y coercitivas se puede alcanzar la resolución de situaciones complejas.
La participación ciudadana sólo crece en libertad y respeto y se alimenta en su misma participación. La intervención de factores exógenos con pretensión de imposición o sometimiento termina arruinando inexorablemente la riqueza de la participación social organizada y constituida libremente o despertando la insumisión y la rebeldía.
No está en juego la necesaria formalización y ordenamiento institucional de Villa Española. Está en juego una concepción de construcción de ciudadanía, un modelo de convivencia, una manera de administrar los disensos.
Está en juego un modelo social incluyente, integrador, promotor de la participación y respetuoso de la diversidad, amenazado por un modelo excluyente, que consagra la imposición de hecho, la subordinación de las personas, la subsidiariedad de las organizaciones sociales.
En este camino, declaramos que no queremos la grieta, pero la alentamos.
Estamos consagrando la coacción y no la búsqueda de entendimientos; el enfrentamiento y no el encuentro y la conciliación; la división y no la construcción de síntesis.
Se exalta un concepto reduccionista de la democracia, que encierra y congela la soberanía y la participación popular en un hemiciclo, espetado por la viva expresión del fanatismo y el envilecimiento de la actividad política.
Recuperemos el rumbo. El camino es otro.
Fernando Cáceres fue secretario nacional del Deporte.