Es muy difícil identificar cuáles fueron las motivaciones profundas de Mijaíl Gorbachov desde marzo de 1985, cuando asumió la secretaría general del Partido Comunista en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), hasta que, disuelta esta en diciembre de 1991, cesó en su presidencia. Lo cierto es que en menos de seis años tomó decisiones que cambiaron el mundo.

Sin pretensiones de resolver el enigma, tengamos presente que su pensamiento se formó en el marco del marxismo-leninismo soviético, y que su ascenso político es inconcebible sin esa matriz. Tampoco caben dudas de que se apartó de ella, pero resulta verosímil que, desde su punto de vista, intentara rescatar lo que consideraba más valioso de Marx y Lenin.

Cuando Gorbachov llegó al poder, la URSS ya estaba en gravísimos problemas; todo indica que intentó salvarla y es un hecho que se opuso duramente a su disolución. Los caminos que eligió son por supuesto discutibles, pero recorrer otros habría tenido, muy probablemente, consecuencias catastróficas.

En el balance hay que contar logros enormes. Entre ellos, los acuerdos para terminar con la carrera armamentista nuclear y, en la URSS, el aumento de las libertades, la democratización de la política y reformas económicas que aflojaron el control estatal centralizado y burocrático.

No logró llegar a las metas que se había propuesto, en gran parte por la decisión estadounidense de bloquear una articulación mayor entre la URSS y Europa Occidental, para quedar transitoriamente al mando del planeta. Esto tiene mucho que ver con lo que hoy pasa en Ucrania.

También pesa en el balance lo que Gorbachov consiguió evitar. El fin de la URSS pudo haberse producido con guerras civiles terribles. Su persistencia sin los cambios que él impulsó o aceptó pudo haber conducido a un gobierno aún más autoritario, cada vez más rezagado tanto en la relación internacional de fuerzas como en la construcción de una sociedad mejor. Quizá lo que hizo contribuye a que queden esperanzas.