En política el simbolismo tiene un peso excepcional. Al ser un mecanismo de integración,1 se suele apelar a él en procesos de cambio para ayudar a señalar el tránsito a un nuevo orden de cosas. Una forma de ejemplificar las transformaciones hacia las que camina una sociedad en particular es la activación de dispositivos simbólicos que construyan un imaginario colectivo sobre esa ruptura. La asunción de Gustavo Petro como primer presidente de izquierda en la historia de Colombia está cargada de símbolos que pretenden dar señales del cambio.
En primer lugar, antes de la transmisión de mando del 7 de agosto, se reunió con los indígenas arhuacos (pueblo ancestral precolombino) en la Sierra Nevada de Santa Marta –lugar considerado por esta etnia como “el corazón del mundo”–, para recibir dos bastones de mando de los mamos mayores. Así, cumplió con la premisa arhuaca de que todo mandatario debe tener primero la guía espiritual de la Madre Tierra antes de iniciar sus funciones. En esa posesión ancestral simbólica, el mandatario dijo que esa ofrenda es un signo de “vinculación entre el ser humano actual, los ancestros, la fuerza que debe tener un gobernante para lograr los equilibrios esenciales, precisamente con el agua y con la vida, que es lo que define un buen gobierno”. Este no es un evento aislado; en su lugar, muestra la intención del nuevo gobierno de reactivar los lazos con los pueblos ancestrales para, a partir de ellos, generar cambios en las políticas ambientales del país y la región: espacio vital para los indígenas. Hoy la Sierra Nevada de Santa Marta sufre por los daños de los que es víctima el planeta, un hecho frente al que tuvo muy poca actuación el gobierno saliente de Iván Duque.
Ese mismo día, una vez terminado su encuentro con los indígenas, Petro apareció en una foto que hoy circula por las redes, ostentando con orgullo los dos bastones de mando. Rodeado por militares con sus fusiles de combate, la imagen tiene una fuerte connotación simbólica que habla del poco peso que tendrá para el poder ejecutivo el elemento guerrerista y, en cambio, la fuerza de que dispondrán esos signos de identidad [los bastones] en las nuevas formas de construir la paz con justicia social por la que propugna este gobierno de izquierda. Ahí también se puede vislumbrar el mensaje de ruptura con las políticas del gobierno de Duque que hizo muy poco por implementar los acuerdos de paz firmados con la guerrilla de las FARC en La Habana y, en cambio, asignó importantes recursos a las fuerzas armadas.
En segundo lugar, antes del viaje a la Sierra Nevada, Petro posó con la banda de presidente para su foto oficial, acompañado por el río Caño Cristales como paisaje de fondo. Allí, en la Serranía de la Macarena, departamento del Meta, ratificó, con ese complemento visual, uno de los eslóganes del gobierno: “Colombia potencia mundial de la vida”. Este lugar, un parque nacional natural que da cuenta de la gran biodiversidad colombiana, fue utilizado como recurso simbólico para manifestar el deseo del nuevo gobierno de convertir a Colombia en vocera de los cambios medioambientales que necesita el mundo para sostenerse. La foto del mandatario acompañado del río de los siete colores (como se lo conoce a Caño Cristales) es parte de la batalla cultural que dará contra las políticas de corte neoliberal, sustento ideológico del gobierno anterior, que no priorizó la agenda ambiental.
La asunción de Gustavo Petro como primer presidente de izquierda en la historia de Colombia está cargada de símbolos que pretenden dar señales del cambio.
En tercer lugar, durante la jornada de transmisión de mando del 7 de agosto, el simbolismo político estuvo a la orden del día. No hubo alfombra roja, un objeto que siempre ha estado presente en ese acto protocolar. Con ello, Petro quiso alejarse de Iván Duque, cuestionado por el uso excesivo de este elemento; pero, más allá de ello, transmitió un mensaje de igualdad con la población colombiana. La plaza estaba llena de gente y el presidente invitó a ciudadanos del común a su posesión: una mujer barrendera, un campesino cafetero, un pescador, entre otros, mostrando con ello que el Pacto Histórico es el gobierno de “los nadies”.
No obstante, lo que más cobró relevancia fue la llegada de la espada de Bolívar a la plaza que lleva su nombre, que días atrás Petro había solicitado para la transmisión de mando y que Iván Duque quiso entorpecer. Finalmente, la espada estuvo en la posesión gracias a la exigencia pública del nuevo presidente (en el mismo acto protocolar) para que así sucediera. Este evento muestra el valor que tiene ese objeto histórico para el gobierno de Petro como símbolo de la lucha social y política del extinto M-19 al cual perteneció el hoy presidente, y que fue la primera guerrilla en incorporarse a la vida democrática. Adicionalmente, también muestra su carga simbólica como estandarte de la integración latinoamericana, el gran ideal de Bolívar. Nunca se había pedido en una transmisión de mando en Colombia que la espada del Libertador ocupara el lugar que tuvo ayer.
En efecto, todos estos gestos simbólicos (y muchos otros) son signos de democratización que pretenden respaldar un discurso de ruptura con la tradicional forma de hacer política en el país. Sin embargo, habrá que esperar que este gobierno de izquierda, que se ha planteado un sinnúmero de ambiciosas transformaciones sociales, ambientales, económicas, culturales y políticas, pueda llevar a buen puerto sus intenciones. Ojalá que Colombia ocupe un lugar de liderazgo en otra cosa que no sea la guerra, la violencia, el asesinato de líderes y lideresas sociales, el fracking, la discriminación de las minorías étnicas, la pobreza y el saqueo de la tierra y sus recursos, indispensables para nuestra supervivencia. Por lo pronto, este simbolismo político, que esperamos que no sea un simple recurso retórico, da muestras de una voluntad de cambio.
Ivonne Calderón es historiadora colombiana y doctoranda en Historia en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.
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Herrero, Miguel, “Símbolos políticos y transiciones políticas”, Athenea Digitial (10), 2006, p. 177. ↩