En una de sus más fascinantes conferencias, Vaz abordó con claridad inusitada el asunto de si cabe legítimamente referirse a algún progreso moral dentro de nuestras sociedades occidentales, a pesar de los horrores que la guerra (por aquel entonces, la Primera Guerra Mundial y la germinación de la Segunda) crea a su paso gracias a las excepcionales innovaciones técnicas y tecnológicas de la comunicación y el transporte, todo lo que redunda, natural y desafortunadamente, en innovación armamentística. Dicha conferencia se titula “¿Cuál es el signo moral de la inquietud humana?”, fue ofrecida en la Universidad de la República entre 1932 y 1936, y se encuentra recogida en su célebre Fermentario de 1938.1 En ella se tocan asuntos de acuciante actualidad que, asimismo, sirven de plataforma giratoria para navegar muchas de las ideas que nuestro filósofo ofreció en sus otras conferencias, artículos y libros.

Con la franqueza, paciencia y libertad que lo caracterizaban, Vaz nos explica en aquella conferencia que un rápido vistazo a la historia humana nos permite asegurar, sin demasiadas dificultades, que es posible hablar de un progreso moral dentro de las sociedades occidentales en virtud del innegable hecho que supone la multiplicación de ideales socialmente disponibles. Caeríamos en una falsa oposición (en sus términos: un paralogismo) si contrapusiésemos la barbarie que genera y regenera la guerra al evidente incremento de ideales morales que hoy día disponemos en comparación con todas las épocas anteriores, pues esto implicaría confundir juicios de éxito con juicios de valor: “Para juzgar alguna aventura de Don Quijote, podremos ser –y razonablemente muchas veces seremos– pesimistas de éxito; pero optimistas (este es el otro sentido) en cuanto al valor moral, en cuanto al signo ‘bueno’ o ‘malo’. Y declararemos generosa y noble esa aventura: juzgaremos que es buena” (176: sólo menciono el número de página de la edición de Fermentario referida en la cita a pie de página).

Podemos sin lugar a dudas interpretar los campos de concentración de Auschwitz como signos de salvajismo racionalizado, de decadencia moral y, por tanto, del “triunfo del Calibán” rodoniano. Sin embargo, y al mismo tiempo, aquellos (y todos los demás) campos de concentración despiertan en nosotros el horror más indecible y la repugnancia más inflexible sobre los perpetradores, y sobre nosotros mismos en la medida en que nos apercibimos parte de aquellas humanidades ultrajadas: es precisamente el poco éxito de nuestros proyectos técnicos, económicos, políticos y sociales el que revela negativamente el valor que los ideales irrealizados han ido adquiriendo socialmente con el paso de la historia.

Nuestros umbrales y exigencias normativas, nuestra sensibilidad y conciencia morales, no han dejado de expandirse a lo largo de la historia, volviéndonos con el tiempo más capaces de sentir y comprender las demandas, a veces siquiera articuladas, que se alojan en el malestar ajeno: “Lo agregado moralmente es el sufrimiento, la simpatía y el esfuerzo crecientes para aliviar o suprimir esos males” (183). Nuestra sensibilidad y conciencia morales superan en mucho las sorprendentes innovaciones técnicas y tecnológicas que atestiguamos día a día, en virtud de “que en la aventura humana cada vez se agregan más ideales” (178). Sin embargo, lo más interesante de estas reflexiones de Vaz radica en la peculiar naturaleza de los vínculos que estos ideales acumulados traban entre sí: él percibió que nuestra sociedad había ido sedimentando ideales de caridad, libertad, piedad, igualdad, solidaridad, dignidad y respeto entre muchos otros, que no podían ser sistematizados dentro de un mismo y único esquema moral: “En los afectos, en los sentimientos, el ideal de vida personal, el ideal de la familia, el ideal de humanidad, son en parte concordantes pero en parte interferentes; en parte hay que sacrificar uno a otro. Los ideales científicos y los ideales artísticos en parte interfieren. Los ideales de trabajo y los ideales de goce; los ideales de bienestar material y los ideales del perfeccionamiento espiritual son en parte interferentes, en parte conciliables; los ideales de razón y los de sentimiento; el bien de los más, de la mayoría, como un ideal; pero la conservación y el perfeccionamiento de los seres superiores... En parte, esos ideales luchan, no se concilian” (179-180).

Los ideales heredados, generados y regenerados diariamente a veces armonizan, pero la mayor parte del tiempo, no. En nuestro siglo, de hecho, esto se ha vuelto insoportable: trabajar, disfrutar del ocio, formar una familia, mantener lazos estrechos con amigos, ser estimado socialmente, estimado dentro de grupos e instituciones, ser respetado, cuidar de nuestra salud mental y corporal... en fin, autorrealizarnos o sentirnos plenos supone transitar por esferas sociales conformadas por tramas de deberes específicos y, muchas veces, mutuamente excluyentes. De ahí que Vaz entienda que la sensibilidad y conciencia morales del moderno, es decir, las nuestras, sean de carácter conflictual, en razón de que nos vemos todo el tiempo impelidos (o teniendo la oportunidad de) pilotar entre sistemas de normas diferentes, a veces confluentes, muchas otras excluyentes: ¿cuántas horas deberíamos trabajar para disponer de tiempo suficiente para jugar y hacer las tareas con nuestros/as hijos/as, o para escuchar las actividades que nuestra/o esposa/o, novia/o o compañera/o ha realizado el día de hoy? ¿Se pueden conciliar las demandas laborales y las de amistad con una misma persona, siendo esta nuestra empleadora? ¿Qué debemos hacer cuando el reconocimiento de nuestras habilidades dentro de un grupo o institución se obtiene a costa de soportar faltas de respeto? De esta manera Vaz había visto sin dificultad parte de la complejidad y conflictividad moral que conforman la sensibilidad y conciencia morales del moderno: estamos atrapados en una época que nos ofrece un sinnúmero de esquemas, fórmulas, ideales y generalizaciones que no se complementan necesariamente, y en la que, sin embargo, tenemos que decidir en base a ellos lo mejor posible.

No disponemos de un sistema que nos ayude a dirimir entre sistemas. Nos queda entonces decidir siempre falible y provisionalmente, y determinar qué hacer, cuándo hacerlo y en qué medida (o “grado”, como a él le gustaba decir) hacerlo, a sabiendas de que todas nuestras acciones traen consigo efectos indeseables e imponderables que en muchas ocasiones influyen directamente en el bienestar y malestar ajenos (35-42).

Por otra parte, Vaz incorporaba en aquella conferencia una observación de inmensa actualidad: “Don Quijote, una aventura a la vez. Aquí, todas juntas, y cada vez hasta más allá. Cada vez se agregan más ideales, y cada vez los queremos satisfacer más plenamente” (185). En virtud de que cada ideal abriga un entramado específico de deberes (no es lo mismo ser un buen amigo, comprensivo y siempre dispuesto a tolerar los equívocos del otro en base a la confianza mutua, que ser un buen comprador/vendedor de bienes raíces que no puede justificar sus faltas contractuales en base a motivos íntimos), Vaz apuntaba correctamente que nuestra empresa moderna de conciliar todos los ideales heredados no puede sino verse una y otra vez frustrada. Así las cosas, de esta notable lectura de época Vaz extrae una de sus conclusiones más brillantes: la historia nos ha orillado a los modernos a tener que cultivar una capacidad mental capital que nos permitiera valernos de los esquemas morales disponibles sin quedar presos de ellos. A esta facultad mental capital Vaz la llamaba “psiqueo”.

De ahí que Vaz entienda que la sensibilidad y conciencia morales del ser moderno sean de carácter conflictual, en razón de que nos vemos todo el tiempo impelidos a pilotar entre sistemas de normas diferentes.

En rasgos generales, el psiqueo es un instinto lógico (o en sus palabras, “psico-lógico”) que nos permite dirimir en cada situación concreta la utilidad que pueden proporcionarnos los esquemas teóricos (o sistemas) disponibles: ¿Debemos decir la verdad bajo cualquier circunstancia, o acaso esto es lo deseable para la mayoría de las situaciones mas no para algunas excepcionales? ¿Admite graduaciones el mandato de no mentir, tales como el de decir parte de la verdad cuando decirla completamente compromete otros deberes? ¿Qué significa, después de todo, decir “toda la verdad”? ¿No se debe robar la propiedad privada ajena bajo ninguna consideración, o acaso en circunstancias penosas es razonable reconsiderar este mandato para mantenernos con vida? Vaz entendía que un error común de las doctrinas éticas conocidas era asumir que para toda situación existe una solución óptima, lo que en realidad implica aceptar dos cosas: en primer lugar, que existe una solución, y en segundo lugar, que esta es óptimamente correcta. En los hechos, nos decía, nuestra vida cotidiana no desafía todo el tiempo con situaciones que admiten una infinidad de cursos de acción razonables, y junto a estos, una infinidad de consecuencias desencadenables: a su juicio es imposible sopesar adecuadamente toda esta información, y, asimismo, algo tonto obligarse a hacerlo. Sólo podemos tomar las mejores decisiones posibles luego de evaluar, ciertamente, el mayor número de cursos de acción posibles, así como las consecuencias a ellas asociadas, dentro de situaciones concretas refractarias a fórmulas, recetas, “tips” o pasos que nos aseguren aritméticamente la rectitud. Nuestra vida diaria sólo admite grados: ensayos, errores, aproximaciones, acciones motivadas por principios morales que, sin embargo, tienen que ser matizados, graduados y ajustados para ser exitosos en la práctica.

Estos procesos de ajustes son realizados a través de una actividad indispensable que hemos tenido que desarrollar a lo largo de la historia, a medida que nos fuimos haciendo conscientes de que todos los esquemas teóricos disponibles y heredados contienen insumos para nuestra acción, mas ninguna fórmula exitosa de la rectitud. Las transformaciones permanentes que hacen y rehacen nuestras prácticas diarias no permiten tales fórmulas; los desafíos emergentes ponen en tela de juicio incluso el saber que las generaciones anteriores nos han legado: ¿cómo asistir y orientar a nuestras jóvenes generaciones en la búsqueda de empleo cuando desaparecen todos los días aquellos puestos de trabajo que solían consentir nuestro desarrollo profesional a lo largo de nuestras vidas? Al decir de Elizabeth S Goodstein, debemos enfrentar todos los desafíos con un peculiar modo de pensar los sistemas disponibles, de evaluarlos y de ajustarlos que, dentro de lo razonable, nos permita acceder a la mejor decisión viable. De esto trata el psiqueo.

Entonces este instinto lógico, “plástico y vivo y fermental” (11) forma parte de una singular facultad intelectual que, como he dicho, hemos tenido que desarrollar históricamente para poder disponer de aquellos ideales que, al decir de Vaz, hoy deseamos materializar con cada vez mayor plenitud. De ahí su convicción de que nuestra época sea, desde el punto de vista cultural, muy superior a todas las anteriores. Hemos perfeccionado la capacidad individual de graduar nuestras creencias para poder vivir en sociedad con la menor cantidad de certezas (es decir, de fórmulas y esquemas) necesarias: se trata de una mentalidad auténticamente moderna y democrática que facilita procesar la búsqueda de la verdad (sea ética, jurídica, estética, científica o de otra índole) públicamente.

Sin embargo, y como también he dicho ya, Vaz percibe con claridad que esta superioridad moral no va de la mano con lo técnico, tecnológico y social: aún debemos afianzar esta oportunidad histórica. Por ello le parecía urgente estudiar detenidamente las diversas formas en las que incurrimos en falacias, falsas oposiciones, trascendentalizaciones, pésimas interpretaciones de la realidad, y espantosas acciones. A su juicio, no se trataba todo esto de un mero estudio de la lógica de nuestro mal pensar, sino de los mecanismos psicológicos que nos inducen a ello, de nuestras predisposiciones a caer en el error. No se trataba, por tanto, de un interés meramente académico suyo, sino de una auténtica empresa personal tendiente al mejoramiento de la calidad de la opinión pública y, por extensión, de la sustancia democrática de Uruguay: no le interesaba resolver los problemas lógicos que hoy están al servicio de la elaboración de algoritmos, transacciones con criptomonedas, y circulación de la información que tienden a reducir nuestras declaraciones públicas a tuits, sino abordar los procesos psico-lógicos que nos empujan a “caer en las falacias, sea cual sea su clase” (120), y que nos llevan a creer que un tuit puede ser considerado una “opinión pública”.

Tiendo a pensar que Vaz estaría hoy cuando menos estremecido y contrariado por la creciente expansión de la libertad de expresión que hemos sido capaces de promover y disfrutar, al igual que de la creación exponencial de iniciativas colectivas de cancelación, burbujas epistémicas y cámaras de eco, que no hacen otra cosa que parir y alimentar tribalismos de todo tipo. Este último constituye, ciertamente, uno de los principales desafíos de nuestro tiempo. Como ya lo observaba entonces Vaz: “Actuando en malos y tristes tiempos descubren algunos que están hechos de una pasta parecida a las mezclas hidráulicas que, en un medio disolvente, se ponen más duras” (141). Los modos estrechos de pensar se esparcen hoy endémicamente por lo largo y ancho del tejido social a través de innumerables y variadísimas dinámicas micro y macroestructurales; y precisamente por esto es que aquellos modos de pensar deben ser monitoreados y permanentemente intervenidos si de verdad deseamos luego jactarnos de formar parte de una república que resuelve atinadamente asuntos de interés público tales como estimular la ciencia, la tecnología y la academia en general sin desvincular sus prácticas y valores del resto de la sociedad, promover una educación moral básica que no peque de tiranía, autoritarismo y proselitismo, institucionalizar el respeto (no la tolerancia) entre grupos social y culturalmente diversos sin caer en esencialismos presuntamente incomunicables, ser más libres política y económicamente sin perder por el camino la igualdad, ser más igualitarios política y económicamente sin comprometer nuestras libertades, y organizar nuestra reproducción material sin destruir el planeta Tierra y suicidarnos en el proceso.

Disponemos de una oportunidad histórica que las generaciones precedentes no tenían, y no se ven dioses en el horizonte que puedan ponerla en marcha por nosotros. Mientras los menos afortunados atraviesan hoy tiempos angustiosos (lo cual, desafortunadamente, parece ser la regla) y los más afortunados desesperan por plantar bandera en otros planetas, las reflexiones de Vaz respecto de la presunta decadencia de nuestras sociedades occidentales no pueden antojárseme más vigentes: “Ahora: esas ideas y sentimientos ¿traen algún consuelo? Tal vez ninguno (y hasta tal vez no fuera bueno que la humanidad se consolara). Pero, aunque no traigan ninguno, deben enseñarnos –al enseñarnos a interpretar el verdadero sentido de la inquietud– a no agregar, a los dolores y horrores inevitables, el dolor y el horror supremo del pesimismo moral” (187).

Martín Fleitas es docente del Departamento de Filosofía de la Práctica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.


  1. Carlos Vaz Ferreira, Fermentario, Buenos Aires: Losada, 1940.