La política parece decidida a suicidarse; quizás sea nuestro continente el más triste y patético ejemplo, aunque el fenómeno es global. Para desarrollar esta afirmación pondremos el foco en dos aspectos que consideramos relevantes, advirtiendo que estos no abarcan la complejidad del tema.

La judicialización de la política

Si bien la judicialización de la política no es un fenómeno novedoso, en estos últimos tiempos parece exacerbarse. Para intentar describirlo de forma sencilla, podríamos decir que es cuando se busca dirimir las naturales diferencias y confrontaciones propias de la actividad política por mecanismos absolutamente ajenos a las prácticas políticas propias de una sociedad democrática.

Si se judicializa al contrincante y se logra una sanción, por menor que sea, el partido se gana por “descalificación” del oponente.

La escalada de esta práctica llega incluso en algunos países a la “partidización” de uno de los poderes fundamentales de una república, como lo es el Poder Judicial.

Por supuesto que esto no se relaciona con eventuales irregularidades o delitos que puedan involucrar a actores políticos, sino con acciones propias de su actividad que se sitúan en una zona “gris” propia de las complejidades de la función pública.

En su libro La contrademocracia, Pierre Rosanvallon1 nos dice que la penalización de la vida pública es muy notoria en países caracterizados por la inestabilidad y fragilidad de sus sistemas políticos, o donde las contradicciones institucionales son tales que hacen problemático un ejercicio sano de la responsabilidad. O donde la incapacidad de estos sistemas de regularse a sí mismos y responder a las expectativas de la sociedad ha precipitado el fortalecimiento de la figura del juez en el campo político.

También suele darse con mucha frecuencia una confusión sobre un aspecto central de la actividad política: su legitimidad.

Quizás el caso que mejor sintetiza la complejidad de dicha temática lo podemos encontrar en el libro de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. En 1960 los servicios secretos de Israel descubren a Adolf Eichmann (acusado de crímenes de guerra en la Alemania nazi) en Argentina, y deciden secuestrarlo y conducirlo a Jerusalén, donde será juzgado y ejecutado. En este punto nos encontramos frente a una acción evidentemente ilegal (el secuestro de un ciudadano en un país extranjero) pero política y moralmente justa para el Estado de Israel, ya que haberlo hecho por las vías diplomáticas correspondientes podría haber implicado con seguridad la huída de Eichmann.

Pero además, en el relato del juicio que nos aporta Arendt surge que el núcleo argumental de la defensa del acusado es que en todo momento él no sólo cumplía órdenes, sino que respetaba estrictamente las leyes de su país.

Esto nos muestra de un modo desgarrador que muchas veces lo legal no coincide con lo moralmente justo.

El instituto de los fueros parlamentarios a la luz de estas cuestiones no sólo debe verse como una protección para la más amplia libertad de opinión de los actores políticos, sino también como una necesaria protección para las complejidades que la actividad política trae aparejadas.

Por tanto, un ejercicio libre, responsable y comprometido de tan noble actividad debería hacer reflexionar a los protagonistas sobre estos asuntos y restringirse en el atajo o en el abuso de utilizar los juzgados para intentar dirimir sus diferencias.

En una democracia las diferencias las resuelven los ciudadanos votando.

La polarización del debate político

Convengamos que el debate político no es de “guante blanco”. Cuando defendemos principios, convicciones, es natural que el tono suba unos cuantos decibeles; el problema se suscita cuando se dinamitan todos los puentes o se consolida una grieta.

Las desastrosas consecuencias de promover tales divisiones las tenemos bien cerca del otro lado del río; la violencia puede llegar a tales dimensiones de atentar contra la vida de un dirigente político, como en el reciente caso de Cristina Fernández.

Pero lo más grave de estos procesos es que colocan a los países en una especie de parálisis, que hace prácticamente imposible ya no pensar en el futuro, sino resolver los principales problemas que impactan negativamente sobre la vida de los ciudadanos.

La pregunta que nos deberíamos hacer es cómo abordar la tarea de repolitizar la democracia cuando la política parece dispuesta a suicidarse.

Una democracia implica alternancia de partidos políticos en el gobierno, pero ningún país exitoso se refunda cada cinco años.

En Cómo mueren las democracias, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt2 sostienen que las democracias se debilitan por la erosión de algunas reglas informales. Se trata de dos, fundamentalmente.

La primera sería la tolerancia; el reconocimiento del otro como un adversario, no como un enemigo. Más allá de las profundas diferencias que puede haber entre partidos, no se debería perder de vista que el adversario a veces busca objetivos similares a los nuestros y no persigue objetivos perversos, sino que se equivoca en las ideas y los instrumentos. Tampoco conviene perder de vista que los partidos representan la sensibilidad de un grupo relevante de compatriotas.

La segunda dimensión se relaciona con la contención que hay que tener en el ejercicio del poder político. Ganar una elección no otorga un poder discrecional. Se están volviendo cada vez más comunes prácticas que si bien no son ilegales, claramente traicionan el “espíritu” de la ley.

Ya culminando esta nota volvamos a Rosanvallon y a su libro anteriormente citado, en el que fundamenta que una de las principales amenazas para las democracias surge de la “tentación populista”. En tal sentido define el populismo no como una ideología sino como una inversión perversa de los ideales y de los procedimientos de la democracia. Pretende resolver los problemas de representar al pueblo instalando una homogeneidad y unidad imaginarias, estableciendo una distancia radical con aquello a lo que supuestamente se opone: el extranjero, el enemigo, la oligarquía, las élites.

Lo propio del populismo residiría en que radicaliza la democracia de control, la soberanía negativa y la política como juicio, para culminar su movimiento común en la impolítica.3

En definitiva, el proyecto democrático termina absorbido y vampirizado por la contrademocracia, en una especie de forma extrema de la antipolítica.

El camino que nos propone el autor es repolitizar la democracia; esto implica entre otras cosas reconstruir la visión de un mundo en común y la posibilidad de superar la disgregación.

Lo que haría falta de manera perentoria es un trabajo de la sociedad sobre sí misma, una acción reflexiva. La democracia en este caso se definiría no tanto por sus estructuras sino por sus trabajos como un conjunto de conflictos, de negociaciones, de interpretaciones relacionadas con la elaboración de las reglas que hacen posible la vida en común.

En definitiva, gobernar significa poder hacer inteligible el mundo y dar a los ciudadanos instrumentos de interpretación y de análisis que les permitan desempeñarse de manera eficaz en su vida en sociedad. Habría en esto una dimensión fundamentalmente cognitiva de lo político, de compromiso con la construcción de la polis ayudándola a representarse, enfrentándose a sus responsabilidades, permitiéndole entonces afrontar con lucidez los problemas que tendrá que resolver.

La pregunta que nos deberíamos hacer es cómo abordar la tarea de repolitizar la democracia cuando la política parece dispuesta a suicidarse.

Marcos Otheguy es dirigente de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.


  1. Pierre Rosanvallon. La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza. Ediciones Manantial. Buenos Aires. 2006. 

  2. Cómo mueren las democracias. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Editorial Ariel. Barcelona. 2018. 

  3. Op. cit. pág. 259.