Estamos acostumbrándonos a que en campaña electoral se utilice la palabra “transparencia” como producto vendible al electorado. Como una especie de solución mágica que se aplica apretando un botón o con una mera acción administrativa. En realidad, nos encontramos frente a una evidente confusión entre lo que es la comunicación, principalmente la comunicación política, y la transparencia.
Así, el marketing político elabora una ficción capaz de aturdir hasta encontrar un nuevo producto comunicacional que sustituya al anterior. La bola de expectativas va creciendo y creando una realidad inexistente para su “presa”. Sin embargo, la gran mayoría de los políticos hace énfasis y habla bien de la transparencia con el fin de aumentar su caudal electoral, pero desde sus cargos públicos la impulsan con timidez dentro de las organizaciones.
Dado que en la práctica, la transparencia está asociada a la modernización en los sistemas de información y esto es costoso en términos políticos, económicos y en tiempo, los políticos no son capaces de capitalizar mejoras en la sistematización de la información dentro del Estado, y le ofrecen al votante una versión que la confunde con la comunicación política. Realizar conferencias de prensa para explicar qué fue lo que se hizo o se va hacer no colma el significado real de lo que es ser transparente. En consecuencia, el electorado pareciera no identificar que la transparencia promueve institucionalizar un poder abierto, accesible y público.
Dada la poca profundidad de los políticos al comunicar y la escasa información que llega al votante, la transparencia queda a la deriva; idéntico resultado se produce en la literatura de los speech, en períodos en que la obtención del voto es apremiante. Dejando a un lado el beneficio social futuro por el pequeño botín del presente, la urgencia del discurso demagógico trata tal concepto con liviandad electoral. Porque el concepto, en toda su amplitud, implica la exposición de lo que hace, en este caso, el Estado.
Más allá de este engaño, adentrémonos en las implicancias prácticas del concepto de transparencia separado del producto comunicacional. Es muy conocido –y hasta es un lema muy famoso acuñado en el management de la década del 70– que para tomar buenas decisiones es fundamental contar con información de calidad. Ello torna necesaria la veracidad y consistencia en los datos, y para esto se necesita controlar su ciclo de vida: creación del dato, almacenamiento, uso y archivo. Asegurar estos elementos requiere de infraestructura; a veces se puede pretender ser transparente pero en realidad la infraestructura no lo permite. Entonces, las capacidades que tiene una organización de generar, mover y utilizar los datos que requiere para su funcionamiento son a la vez las que condicionarán su transparencia.
La posibilidad de intercambiar datos con una relativa inocuidad del ciclo del dato no es simplemente exigirle al funcionario registrar aquellos con los que trabaja. Guarda la sutileza de requerir integrar un software como intermediario en la mayor cantidad posible de tareas cotidianas que realiza cada funcionario. Y en el caso de que en su trabajo requiera información que genera y/o custodia otra organización, en vez de solicitar el mismo dato una y otra vez al usuario, la organización lo consume desde su origen de forma automática.
Esto es conocido como interoperabilidad, e implica que los datos generados en una organización A son utilizados por la organización B.
Todos en algún momento somos usuarios de estas instituciones y organizaciones; sea cual sea el nivel de complejidad de nuestro trámite, el paseo por varias de ellas es tan común que nos predispone en forma negativa al iniciar el circuito institucional para brindar datos. Es decir, dar la misma información en todas las secciones, oficinas, etcétera. Si la organización A compartiera los datos con la organización B, daría comodidad al usuario y liquidaría el inútil paseo por varias oficinas.
Pero entonces, ¿cómo hacen actualmente las instituciones que no cuentan con estos desarrollos? Cuando se necesita alguna información específica, ya sea para las jerarquías, a solicitud de otra institución y/o de un ciudadano, se recolectan (solicitan) en las diferentes particiones que los manejan y se construye la información. Es decir, el resultado final tendrá algún grado de oscurantismo o de parcialidad en la información.
Las capacidades que tiene una organización de generar, mover y utilizar los datos que requiere para su funcionamiento son a la vez las que condicionarán su transparencia.
Recuérdese que el uso primero de los datos que se generan dentro de las organizaciones son para la toma de decisiones de sus propias jurisdicciones. Entonces, si para conseguir los datos con los que se genera la información se debe bucear dentro de las organizaciones, comunicándose con las diferentes particiones, las altas jerarquías (que rotan cada cinco años) deben primero saber dónde están. Es decir, a quién solicitarlos. ¿Existen entonces “dueños” de estos datos? De esta manera nos encontramos con aquellos que tienen el poder dentro del Estado.
Todos hemos escuchado que la información es poder; pues entiéndase que cuando se menciona a los mandos medios como una dificultad para llevar adelante reformas, cambios, etcétera, de lo que se está hablando es de actores dentro de las estructuras públicas que ostentan el poder de liberar, demorar o no facilitar información. Lo que generalmente ha logrado acuñar la frase: aquí es todo muñeca.
Lo paradójico es que se dice que el “dato” es el oro del siglo XXI, así que sin duda el futuro a mediano plazo es poco alentador para los que honestamente pretenden ejecutar políticas públicas beneficiosas para el conjunto de la sociedad. Por esto, y volviendo a la transparencia, esta es un resultado posterior a la modernización de los sistemas de información. Entonces, pretender usufructuar de los beneficios a corto plazo de las promesas y no pagar los costos de realizarlas seguirá siendo parte de la gran bola de expectativas que chocará con la frustración ciudadana.
En términos teóricos, el paradigma del gobierno abierto hace énfasis en los sistemas informáticos que promueven las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), no sólo porque funciona como herramienta anticorrupción, también amplía las capacidades humanas, amplifica la opinión de los ciudadanos, disminuye las dificultades administrativas aportando valor en la calidad de los bienes o servicios prestados por la organización. Ahora pensemos en un ejemplo aplicado. Imagínese que usted está en la dirección de una organización que gestiona refugios para madres solteras y necesita un nuevo local1 con relativa urgencia. Lo primero será que la institución revise su inventario inmobiliario, que no siempre existe en formato digital. Ahora bien, en el caso de que la institución no cuente con dicha propiedad, se abren dos caminos: comprar una o buscar dentro del inventario de inmuebles del Estado. ¡Oh, sorpresa! No existe tal cosa, mucho menos sistematizada y organizada por características: ubicación, terreno, edificado, metros cuadrados, habitaciones, normativa municipal,2 etcétera.
En consecuencia, si una de las decenas de instituciones públicas tuviera un inmueble sin uso para ceder, para saberlo deberíamos realizar tantas solicitudes como instituciones existen. A esto se suma que se sometería a la voluntad de dicha institución liberar esta información. El punto está en comprender que el sistema de información no sólo es control y registro: las TIC permiten potenciar el procesamiento y difusión a partir de mecanismos de transparencia.
El sistema tiene incorporada la autopreservación de los procedimientos que siempre se usaron, los derechos de los funcionarios, los políticos, etcétera. La incorporación de reformas estructurales a nivel organizacional apoyadas en desarrollos de las TIC volcaría la taba hacia lo verdaderamente relevante, a saber, lograr los objetivos planteados para la institución.
Angel Carrasco y Joaquín Zarucki son licenciados en Ciencia Política.