En abril de 2022 empezó a funcionar la propuesta de club de lectura en la Unidad Nº 5 Femenino. Nos reunimos una vez por semana a leer textos de literatura escritos por mujeres o con mujeres como protagonistas. Después de algunos vaivenes en la participación quedamos asistiendo con regularidad cuatro mujeres, tres internas que leen por afición y yo, que además de la afición, trabajo con la lectura y la literatura ‒soy docente e investigadora en la Licenciatura en Letras y en el Centro Interdisciplinario Latinoamericano en la Facultad de Humanidades‒. Las cuatro decimos que nos gusta leer, pero, ¿qué significa que algo nos guste?, ¿qué elementos tiene en común la experiencia que llamamos ‘gusto por la lectura’ entre nosotras cuatro?

En primer lugar, el gusto por la lectura, o por cualquier otra práctica cultural o artística, no viene determinado por los genes, nadie nace con una inclinación o sensibilidad natural hacia la lectura o la literatura. El gusto por la lectura es una construcción social, aunque los agentes clave de este proceso no son siempre los mismos. En muchos casos, nacer en una familia en la que hay escritores, escritoras o gente que lee, en la que tenemos acceso a los textos, vemos a las personas leyendo como parte de nuestra cotidianidad, escuchamos sobre la importancia de la lectura y se nos festeja cada vez que agarramos un libro o comentamos algo relacionado con la literatura, produce prácticas de aprecio y continuidad de lectura. Sin embargo, en otros casos, no. Esto es así porque en todo proceso de interiorización de cualquier norma social confluyen una multiplicidad de dimensiones. La complejidad propia de las relaciones afectivas intrafamiliares puede hacer tanto que busque reproducir el deber ser de papá, mamá, la abuela, o el tío (o algunos rasgos o combinación de ellos) como precisamente lo contrario. De la misma manera, cuando no tengo ningún referente familiar al que vea leer, es posible que mis amigos y amigas, novias y novios, compañeras y compañeros de trabajo o de militancia o personas de la biblioteca estén relacionados con mis procesos de socialización con respecto al libro y a la literatura. En todos los discursos acerca del gusto por la lectura se encuentra en algún momento el recuerdo de la o las personas que propiciaron, contribuyeron o incentivaron su formación, o por el contrario, el de aquellas cuyas prácticas no queremos reproducir. En este sentido, forma parte del fenómeno que llamamos “gusto” tanto la vivencia de establecer líneas afectivas de continuidad con una tradición familiar o de amistad como la de generar una ruptura o inaugurar una práctica de diferenciación individual.

En segundo lugar, los discursos sobre el gusto no se refieren a los objetos como si fueran realidades que existen en sí mismas, externas a los sujetos que las ponen en cuestión, sino que relacionan una característica percibida del objeto con la forma en la que el sujeto se percibe o se presenta ante los demás. Hablar de lo que me gusta es hablar de mí misma, de cómo creo que soy y de cómo me gustaría que me vieran los y las demás. Por lo mismo, cuando hablo de lo que me gusta tiendo puentes o elaboro lazos de identificación con algunas personas a la vez me distingo o me diferencio de otras. Esto es muy evidente en entornos como el de mi trabajo, el Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades, donde lo que leemos y cómo lo leemos son dimensiones que forman parte de los juicios que construimos sobre las personas y funcionan como principio de afinidad y antagonismo. Ahora bien, en otros contextos, como el de la cotidianidad de la cárcel, la lectura de literatura no funciona como principio fuerte de diferenciación y juicio; sin embargo, para las que se definen como lectoras, permanece asociada a la estima personal. En circunstancias donde leer ni me da ni me quita demasiado a los ojos de las otras, la lectura se vive como una práctica de fidelidad a una misma y de continuidad o instauración de un yo que trasciende la circunstancia del encierro y me comunica con el afuera, a la vez que desafía los prejuicios adjudicados (demás está decir que con un sustento sólido) por el exterior y por representantes institucionales (como yo) acerca de cómo es una mujer que está presa. Por tanto, nos gusta leer porque nos une a algunas personas mientras nos diferencia de otras, y también nos gusta leer como mecanismo que procura dar continuidad o instaurar, según sea el caso, frente a mí misma, un yo –una parte de mi identidad– vivida como independiente de las determinaciones del entorno.

En la cárcel, tener la posibilidad de aislarse, de refugiarse en la construcción de un espacio propio parece más acuciante y está más estrechamente asociada a la lectura.

En tercer lugar, el gusto por la lectura se asocia a una práctica, a un hacer y a un estar de mi cuerpo en un espacio y en un tiempo dados. De esta forma la lectura de literatura ha sido descrita por su capacidad de inaugurar un lugar propio; una persona leyendo delimita un espacio que la separa y la excluye de lo que la rodea. En mi caso, este espacio inmaterial tiene ciertas características. En primer lugar, generalmente viene acompañado de uno material: por ejemplo, en momentos en que quiero resguardarme de mi familia puedo irme a leer al cuarto, al living, a la azotea o al “trabajo”. En segundo lugar, puedo acceder a otros dispositivos, como la computadora, el teléfono y/o auriculares, que usualmente a través de internet también pueden crear este espacio personal. En la cárcel, se pasa mucho tiempo en los cuartos que se comparten con desconocidas con las que se puede tener mayor o menor afinidad. Por supuesto, la coexistencia en un espacio reducido hace que todas se regulen para convivir de la manera menos conflictiva posible. Es decir, en mayor o menor medida, todas se ven obligadas a calcular, casi todo el tiempo y con diferente grado de acierto, el efecto que causará en las otras cualquier cosa que deseen hacer. Además, prácticamente nunca estás sola, hasta en el baño te encontrás con gente. No podés irte a otro cuarto, no podés meter la cabeza en el teléfono ni en nada que dependa de internet. Por esto, en la cárcel, tener la posibilidad de aislarse, de refugiarse en la construcción de un espacio propio parece más acuciante y está más estrechamente asociada a la lectura. De esta forma, el gusto por la lectura es también el placer de tener un espacio para nosotras mismas de ensimismamiento que nos permita desconectar de las exigencias del contexto inmediato.

Sin embargo, la lectura de literatura es también un puente hacia distintos episodios de nuestras vidas y de las maneras que tenemos de ver el mundo. La literatura especializada llama a este proceso “apropiación” y lo podríamos definir como el diálogo que establecemos entre las configuraciones del texto y nuestra vida cotidiana. La apropiación se caracteriza por el olvido, momentáneo o no, de las estrategias mediante las cuales el texto se construye como artefacto de comunicación con carácter ficcional. Generalmente cuando establecemos vínculos entre lo que leemos y los distintos episodios de nuestras vidas comenzamos por un comentario o juicio ético, por ejemplo, acerca de si estuvo bien o mal Emma Bovary en tal o cual episodio o qué increíble todo lo que tuvo que pasar Emily (personaje protagónico de unos de los best sellers escritos por Barbara Wood) para luego enganchar con el recuerdo de algún episodio vivido o narrado o con alguna reflexión sobre el mundo, las relaciones o el bien y el mal. Cuando leemos en soledad estos comentarios pueden sucederse durante la lectura, la voz interna que dialoga a manera de contrapunto con lo leído, o después de cerrado el libro. En el club este proceso suele ser el centro de nuestras conversaciones; en este sentido, funciona como segunda instancia donde mi apropiación se enfrenta con las de las demás. Así, las lecturas implicaron conversaciones sobre nuestras parejas actuales y pasadas, sobre nuestros padres y nuestras madres, sobre violencia doméstica, sobre nuestras hijas, la niñez, los bailes, las amigas y los amigos pero también acerca de los episodios sobrenaturales que todas de una forma u otra han presentido en la cárcel. Sobre el dominio de sí misma, sobre estar encerradas en nuestras cabezas, y de qué tendríamos que haber corrido más rápido. Acerca de cómo nuestros cuerpos nos avisan de lo que nos pasa, y al revés, sobre cómo nuestros cuerpos nos engañan y funcionan sin dar pistas de lo que se cuece, hasta que en un momento nos preguntan cuál es nuestro nombre y no podemos responder o nos despertamos en una comisaría sin poder recordar cómo llegamos o nos dicen que el embarazo se detuvo hace semanas mientras nos quejamos de las náuseas. Sobre mamografías, insulina, menopausia, depresión y pastillas, sobre asistentes sociales, visitas conyugales y llamadas telefónicas, acerca de que tenemos un futuro, de que no tenemos un futuro, de que no sabemos si tenemos un futuro. En esta dirección, las asociaciones y reflexiones que se disparan al contacto con los textos así como la instancia de charla forman parte del gusto por la lectura; sin embargo, también pueden producir rechazo, si el texto nos lleva a experiencias que por las razones que sea no tenemos ganas o no podemos volver a transitar.

Por último, en el club tenemos un rato de lectura en voz alta: cada participante que lo desee lee una parte del texto. Esto puso de relieve la capacidad de los textos de afectarnos, de actuar sobre nuestros estados de ánimo y de producir una variedad de respuestas fisiológicas que movilizan el cuerpo en la expresión de sensaciones y emociones. La lectura nos ha hecho reír: no pensar que es gracioso, sino reír, con nuestras bocas, nuestros ojos y con el ritmo de nuestra respiración. A veces reímos todas –como con los besos en la boca entre amigas que describe Selva Almada en el cuento “Chicas lindas”– pero otras veces ríen sólo algunas –la presentación de Charles como alumno con la que abre Madame Bovary o las puteadas racistas que se acumulan en “El carrito” de Mariana Enriquez– mientras otras se sienten incómodas, molestas o sienten que no ven el chiste, e incluso ha habido veces en que ríe sólo una –“Lección de cocina” de Rosario Castellanos despertó carcajadas en una de las participantes– mientras el resto de nosotras de nosotras permanecemos entre desconcertadas y expectantes. De la misma manera, a algunas nos han hecho sentir un poco de vergüenza las escenas de sexo leídas en voz alta; particularmente, las de los cuentos “Amor fuera de lugar” de Ursula K Leguin y “El punto de más” de Carmen María Machado pusieron color en algunas mejillas y nos hicieron temblar o impostar la voz. Otras se enojaron con Emma Bovary, por ejemplo, levantando el tono de voz. Cometierra de Dolores Reyes me quebró a mí y tocó a todas. Por tanto, el gusto por la lectura implica, además de la actividad mental propia de los procesos de comprensión y apropiación, la acción de la lectura sobre el cuerpo en la experiencia de sensaciones y emociones.

En suma, para las que nos presentamos como lectoras, nos gusta leer porque nos permite “descubrir” y acercarnos a algunas personas mientras que nos diferencia de otras; además nos gusta porque puede implicar el refuerzo de un “yo” que desafía las determinaciones del entorno y la instauración de un espacio personal a resguardo de las exigencias del entorno. Pero también nos gusta leer porque es un disparador para pensar, conversar y para experimentar sensaciones, a veces con nosotras mismas y otras veces, como en el club, junto con otras.

Deborah Duarte es docente e investigadora en la Licenciatura en Letras y en el Centro Interdisciplinario Latinoamericano en la Facultad de Humanidades.