En la edición de la diaria del 22 de setiembre se consigna que el edil nacionalista de Maldonado Javier Sena propuso otorgarle más altura al proyecto en San Rafael para que sea la torre más elevada del país.

Si acaso faltase un signo de la agonía de la ciudad del capitalismo tardío, aquí se exhibe, sin el más mínimo indicio de pudor, cómo se gestionan los arduos asuntos del desenvolvimiento urbano en la actualidad. A la mendaz operación de rescate de un antiguo hotel con un discutible valor patrimonial le sigue, como una sombra aleve, una generosa excepción de altura para espolear el ánimo de riesgo de los inversores inmobiliarios. Lo que ha seguido es la contundente demolición del edificio-pretexto para despejar el área a sobreexplotar: más metros cuadrados en superficie y aún más metros cuadrados construibles en altura, tanto da si en forma de matracas neoconstructivistas o más convencionales paralelepípedos, tanto da. Como dicen los publicitarios, lo que importa es lo de adentro, esto es, los metros construidos mercantilizables.

Porque lo sustantivo en toda esta sórdida operación es nada más que conseguir, para el predio en cuestión, unas condiciones de explotación singulares y privilegiadas frente a las demás. Los arriesgados inversores, oscuras criaturas dominadas por el temor al escrutinio higiénico-financiero, así como a la rentabilidad escasa, siempre necesitan apoyo y condiciones especialmente amigables y, si llegara a ser el caso, hasta cómplices. Y si no alcanzara con las autoridades del ejecutivo departamental, ya habrá algún actor de reparto dispuesto a redoblar la apuesta: “Ya se le otorgó una excepción de construcción al Grupo Cipriani por 280 metros de altura, por lo que alcanzar los 310 o 315 metros no es algo exagerado”. Como el archifamoso Johnnie Walker, algunos siguen tan campantes.

Agoniza el sistema y ya empieza a oler mal

Hay que recordar que el escritor Jonathan Swift sitúa en el lejano Sur el reino paródico de Liliput, notable por la pequeñez de su extensión geográfica, la parvedad de la estatura de sus habitantes (15 centímetros de altura física y moral) y, sobre todo, por la magnitud proporcional de los elementos constitutivos del paisaje. Algunos dicen que se situaría por Tasmania, pero nada impide conjeturar que se trata de nuestra Banda Oriental.

A la mendaz operación de rescate de un antiguo hotel con un discutible valor patrimonial le sigue, como una sombra aleve, una generosa excepción de altura para espolear el ánimo de riesgo de los inversores inmobiliarios.

En efecto, nuestra comarca es apenas un puerto sin ningún valor estratégico en una remota esquina del Sur. Tan insignificante es que se vuelve imperioso asegurarle condiciones monopólicas a un concesionario por no menos de 50 años, para que este, algún día, se digne poner una roldana para bajar carga. Tan humilde y pequeño es el hinterland, que, a pesar de proliferar en churrascos en pie para media humanidad, los hacendados se ven obligados a salir por los caminos de las feraces praderas con banderas que rezan: “Rentabilidad o muerte”. Y tan frescos. Por otra parte, tenemos el espesor de una línea en el mapa: una frontera apenas habitada por jubilados, por donde revolotean los dinerillos inconfesables de nuestros vecinos. Tantos y tantos papelillos distraídos que compran barato todo lo que haya para adquirir.

Nuestra Banda Oriental es tan, pero tan liliputense que hay mucha cosa por adquirir. La humildad no es óbice para que los avezados empresarios no encuentren su oportunidad de fructíferos negocios. Lo único escaso es el suelo, por lo que es forzoso construir cada vez más alto, hasta alcanzar el cielo que ya no es la morada de ninguna deidad, sino el firmamento de la rentabilidad anhelada. Por esto es imperioso afrontar la tarea de construir una Torre de Babel propia de la etapa histórica. Hay una parte de la humanidad, en efecto, que habla una única lengua —que es el idioma del dinero— que puede hacerlo. Siempre encontrará, en estas hospitalarias costas, los liliputenses morales para darles la bienvenida con el espíritu negociador más propicio a la genuflexión reverente.

Cuando ya no importe

Cuando ya no importe, nos quedará para siempre la clara conciencia de nuestra condición liliputense y una traza de vergüenza ante la sordidez ridícula del emprendimiento, tanto si no se realiza como si se llegase a culminar. La diferencia apenas radicará en que el bravo viento del Sur seguirá azotando los arenales de San Rafael con la melodía de siempre, desparramando su desolación sobre los escombros del baldío o, por el contrario, se erguirá en su flamante y prepotente estolidez la demostración construida de la insensatez de la empresa: una sórdida Torre de Babel en el país de Liliput.

Cuando ya no importe, nos quedará a los liliputenses la resignación en nuestra condición de tales: pequeñeces pobladoras envejecidas de la intemperie austral y remota de un mundo que sobrevuela alto y que, de tanto en tanto, nos beneficia con alguna de sus deyecciones. Con torres o sin ellas, tanto da: los sueños desmesurados y las vaquitas son ajenas, siempre ajenas. Y los liliputenses estaremos por siempre condenados a contemplarlas con la ñata contra el vidrio. Lejos, a la vez que tan cerca.

Cuando ya no importe, los lobos marinos seguirán contemplando, cachazudos e incrédulos, lo que ha sido del perdido pueblo de Ituzaingó.

Néstor Casanova es arquitecto.