”¿A eso lo llaman pensar?”. Alejandro Dolina

Aristóteles sostenía que toda acción humana se planteaba como orientada hacia un fin, que era su objetivo natural. Afirmaba que solamente el bien era un fin virtuoso, entendiendo como tal el que contribuía al bien supremo, que es el de la sociedad toda. Esto es lo que se llama una ética “teleológica” o “de fines”, porque establece que lo bueno o malo de una acción depende del objetivo al que se dirija, y no de sus resultados directos.

Por oposición, Kant sostenía que las acciones morales tendían al bien por principios, porque el bien es una suerte de ideal hacia el que las personas racionales tienden naturalmente (con el obvio corolario de que no debe de existir casi ninguna o ninguna, agrego).

El tema es que no todas las acciones se pueden considerar decisiones morales, pero sí podemos utilizar el concepto de “bien” de la manera en que se entiende tal cosa en la sociedad contemporánea, si es que pudiéramos definirlo. Ciertamente el homo rete1 consideraría a Aristóteles o a Immanuel Kant idealistas imprácticos.2

Por lo anterior, y porque esencialmente estamos convencidos de que cada individuo tiene el derecho, y la obligación, de perseguir el concepto de bien que sea grato a su corazón, y en función de eso intentar vivir una buena vida, dejaremos (intentaremos) fuera del tema el concepto de bien en tanto que fundamento de la ética y nos enfocaremos en asuntos prácticos,3 entendiendo esto como el utilizar medios para lograr fines materiales, en especial el placer, que se ha vuelto una mercancía más.

¿Qué es el bien?

No podemos ser tan dogmáticos de arrogarnos la potestad de asumir que podemos definir (lo que sería imponer dogmáticamente) un concepto tan importante, pero podemos pedir que se nos acepte –meramente de manera instrumental– convenir en que una buena vida se orienta a la búsqueda de la felicidad. Y como no podemos cambiar una petición de principio por otra, tendríamos que intentar definir este último concepto.

Tampoco existe consenso respecto de qué es la felicidad, pero si pensamos en el homo rete es bastante seguro decir que se conduce como un hedonista, es decir, una persona que persigue el placer y evita el dolor, a veces de manera compulsiva.

Ahora bien, como el dolor es inevitable en la vida, al contrario que el sufrimiento, que es una actitud y por lo tanto es opcional,4 al menos según reza un aserto atribuido desde Buda a Malcolm Merlyn,5 deberíamos poder asumir que la actitud de evitar el dolor como doctrina vital no es ni práctica ni posible y ni siquiera deseable.

El problema del homo rete es que, al no tolerar ínfimas instancias de dolor, es incapaz de asumir el sufrimiento que conlleva, aumentar su tolerancia y madurar, logrando así un crecimiento que para el ser humano es vital.

Tomemos un ejemplo sencillo: si un médico somete a un niño a un pinchazo para inocularlo en contra de una enfermedad severa como la tos ferina o el sarampión, lo somete a un dolor menor para evitar un mal mayor que podría incluso causar su muerte. Lo mismo si la inyección fuera un antibiótico para poder combatir una infección bacteriana.

Ahora, ¿por qué tanta gente se opone a las vacunas6 y tanta menos a los antibióticos? La respuesta es sencilla: porque los segundos tratan una enfermedad real y actualizada, es decir, que está afectando al paciente, y las primeras solamente previenen un peligro, es decir, una enfermedad que potencialmente podrían afectarlo. Esto permite que se altere los datos y los resultados de las campañas, porque al final, es imposible cuantificar los daños evitados, sólo los que efectivamente ocurrieron.

Lo que ocurre es que se confunde un medio (la vacuna) con un fin en sí mismo y se polariza una discusión que se aparta del verdadero fin, que es prevenir el costo que tiene para la sociedad y para los individuos el sufrir una epidemia, especialmente una evitable.

El ejemplo anterior ilustra muy bien el problema de los medios y los fines, pero veamos otro. Otra compulsión que heredamos del inicio del capitalismo se ha convertido en un mandamiento no escrito de la burguesía: hay que ser rico (millonario, si es posible) porque la acumulación de riqueza nos da los medios para protegernos de las “eventualidades” negativas. Es decir, de los peligros.

Obviamente, es una aspiración absurda, porque en una vida los peligros eventualmente se materializan y no todos pueden ser previstos y algunos ni siquiera evitados, pero la sociedad de consumo tiene que vender la fantasía de que, con suficientes recursos, es posible lograrlo. Por ahorrar extensión, pensemos en el impacto de un meteorito suficientemente grande contra la Tierra. No habrá riqueza que evite la extinción masiva, al menos hasta que tengamos naves interestelares, caso en el que el problema simplemente cambiará de orden de magnitud, pero no desaparecerá.

La otra razón por la que “ser rico” es una aspiración absurda es porque es imposible ser rico, ya que solamente se posee tal cualidad por comparación con los que tienen menos concentración de bienes materiales, pero se pierde en el caso opuesto, y eso genera angustia (dolor) en el homo oeconomicus,7 antecesor evolutivo de nuestro sujeto histórico, pero en este caso, no es capaz de manejar la frustración que le produce.

Claramente, es imposible pedirle a un homo rete que se proyecte al futuro, porque está bombardeado por una enorme cantidad de información que le genera la compulsión de obtener satisfacción inmediata. Como rezaba la letra de Sumo,8 “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”.

Ahora bien, dentro de ciertos límites la acumulación de riqueza no es mala en sí (nadie nos va a convencer de que es moral que un solo individuo sea más rico que un país, pero es tema para otro momento), pero lo que sostenemos es que “ser rico” no es un fin, porque al ser comparativo no es alcanzable jamás. Siempre habrá un Elon Musk que nos haga sentir miserables.

Por eso no es lo mismo aspirar a tener una cierta cantidad de riqueza, uno, diez o 100 millones, y tampoco es malo redefinirla al alcanzarla, pero una cantidad definida es conseguible. Una entelequia, no.

La cultura del inmediatismo atenta contra la única manera de poder lograr objetivos, que implica planificar en el tiempo las acciones para lograrlo, que serán más o menos según lo ambicioso del fin último. Pero veamos un ejemplo.

Al homo rete cualquier trastorno le parece superlativo, por su incapacidad de manejar el dolor, por eso, jamás sufre dolores de cabeza. Solamente “se le parte la cabeza”, “se está muriendo por un dolor de cabeza” o infinidad de expresiones similares. ¿Qué hace? En lugar de tomar un simple analgésico y esperar los 15 minutos que demora en hacer efecto en la mayoría de los dolores banales, va a la farmacia y pide el medicamento más potente, en la presentación de mayor dosificación y se toma dos sin siquiera un vaso de agua.9

Su tolerancia a la frustración que produce una mera molestia, de la misma magnitud que la de un niño de tres años, lo lleva a consumir sustancias a las que su cuerpo se acostumbra y, por lo tanto, ante un dolor serio, genera que tengan menor o nulo efecto al usarlas. Si es que no accede a las adictivas, como los opiáceos.

Pero, obviamente, un dolor de cabeza es un problema actual, y un eventual trastorno severo uno potencial, por lo tanto, nos aseguramos el mejor seguro médico que podemos pagar mientras inutilizamos (para nuestro organismo) las únicas herramientas que hay para manejar el dolor.

Volviendo al verso de Sumo, resume perfectamente la causa de la angustia de nuestro sujeto: al no saber cuál es su deseo, no puede hacerse cargo de este y, por lo tanto, no lo puede satisfacer. Pero, como además necesita actualizarlo inmediatamente, se frustra. Pero, como se ha dedicado a no enfrentar el dolor, no tiene herramientas para lidiar con la frustración y se angustia. Y consume. Y el consumo deriva en una compulsión de incorporar sustancias y prácticas que alejen el dolor, que anestesien.

Es el problema del hedonismo: impide el crecimiento del individuo y compromete su capacidad de vivir en cualquier entorno posible, solo o en compañía, porque no tiene la capacidad de resistir la presencia de otro que no está abocado a satisfacer su voluntad y deseo. Como un niño de tres años.

Obviamente, el ser humano ha recurrido con ese fin a las drogas, el alcohol, el sexo y la violencia, pero actualmente tenemos un elemento que las combina a todas de manera vicaria: las redes sociales. Y ese es probablemente el único elemento realmente original de nuestro sujeto contemporáneo, la magnitud a la que ha logrado amplificar los peores aspectos de sí mismo.

Es fácil de reconocer la violencia en Twitter, el sexo en varias redes dedicadas a tal fin, el consumo en TikTok o Facebook, y la imposición ansiógena de un modelo imposible (para la mayoría) de belleza en Instagram, y así podemos seguir, pero lo que es más importante es que las redes son una droga en sí mismas. Nos hacen adictos a nuestros propios neurotransmisores asociados al placer (dopamina, especialmente) y a la adrenalina, porque logran interferir en nuestro balance neuroquímico jaqueando lo que se conoce como “sistema de respuesta variable”.

Brevemente, BF Skinner en los años 50 hizo un experimento con ratas, mediante el que descubrió algo que en el momento resultó sorprendente: cuando una recompensa se realiza de forma automática, es decir, a continuación de una acción determinada viene un premio, el sujeto se acostumbra y pierde eventualmente interés. En cambio, si la acción a veces es premiada o no, el individuo se obsesiona con la recompensa y su interés se acentúa, llegando a la adicción en algunos casos.

Huelga decir que las máquinas tragamonedas operan con este principio, lo mismo que los likes y otros gestos de aprobación en las redes. Y la dopamina, las endorfinas y la oxitocina, como tantas drogas,10 requieren cada vez mayores dosis para dar el mismo efecto placentero. Y el homo rete pasa su vida en ese permanente desfasaje de tener su foco de atención en ese momento cercano, pero infinitesimalmente en el futuro, en el que la máquina o el algoritmo le dará los ansiados premios en monedas o reconocimiento. Y la vida se le va entre diferentes recompensas tan poco nutritivas como las bebidas dietéticas, placer efímero que se paga con el tiempo, que es el único bien que no se puede acumular.

La única resistencia posible, porque homi rete somos todos, es rescatar el “aquí y ahora” como lugar de residencia, y como único lugar del espacio y del tiempo en el que se puede planificar, actuar y dirigirnos a nuestros objetivos. A veces.

Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte


  1. Ya que tenemos que definir a nuestro sujeto histórico, lo llamaremos “ser humano de las redes”, porque convive con ellas de manera inmersiva. 

  2. Por no afirmar lo más probable, y es que ambos (en este punto) serían acusados de comunistas o fascistas según el paladar del sujeto calificante. 

  3. Las personas afectas a rizar el rizo siempre tienen aquí la oportunidad de objetar que toda acción debe ser evaluada respecto a si es moralmente aceptable o ética, pero convengamos que nadie pregunta al comprar una lechuga si el horticultor o la gran superficie paga bien a sus empleados o contamina el ambiente. Alabemos su meticuloso fariseísmo y sigamos adelante. Como aconsejó Virgilio, “guarda e pasa”. 

  4. No estamos ajenos a la realidad de que ciertos sufrimientos superan al individuo, como una enfermedad terminal de un ser querido, o un dolor que se prolonga indefinidamente por ensañamiento médico contra su voluntad. No creemos en el voluntarismo como intentaremos desarrollar. Pero recordemos: el tiempo del ser humano es “a veces”. Por lo tanto, a veces el sufrimiento será terrible, pero por ley de la naturaleza o de la divinidad, es imposible que sea siempre. Pero no parece ser así para el homo rete

  5. Personaje ficticio de la serie Arrow

  6. Como quien tiene formación química y filosófica, debemos dejar sentado que estamos radicalmente en contra de las personas que se oponen a las vacunas (sea cual fuere la vacuna) y a los medicamentos. No es el objetivo del libro, pero el mal que representan para la sociedad es homólogo en la salud física al que la autoayuda es a la salud mental. 

  7. Término de John Stuart Mill. 

  8. Grupo de rock argentino de la década de los 80, cuyo vocalista era Luca Prodan (1953-1987). 

  9. Por cierto, los comprimidos se han diseñado para tomarlos con agua, o se demora su disolución. Tomarlos sin agua, en realidad, demora el efecto. 

  10. Son sustancias químicas pero son producidas por el organismo. No son drogas, antes bien, son las drogas las que imitan su efecto.