Era el año 1985. A las autoridades de la universidad católica en la que yo enseñaba, la que en pleno apartheid tenía varios millones de dólares invertidos en Sudáfrica, por supuesto que les encantó traer para una conferencia al entonces cardenal Ratzinger, más tarde el Papa Benedicto XVI.

Naturalmente que, como profesor, fui invitado a participar y que, como alguien enterado de lo que el Vaticano había perpetrado tiempo atrás contra Leonardo Boff, teólogo brasileño, decidí asistir. Tendría oportunidad de escuchar a quien había aplicado una mordaza a Boff. Este se había atrevido a cuestionar el manejo del poder y la jerarquía militarista dentro de la Iglesia. Le prohibieron publicar sus ideas por un período. Le prohibían, por tanto, escribir y pensar. Al rincón, en penitencia, por haber osado hacer públicas sus ideas.

Quien fuera más tarde Papa, principal responsable de la pureza del dogma y a cargo de la polémica Congregación para la Pureza de la Fe (a la que observadores del Vaticano llaman “Santo Oficio” y es, de hecho, la sucesora de la Inquisición) fue quien juzgó que Boff había transgredido la autoridad. Fue él, el cardenal Ratzinger, quien estuvo detrás, también, de la campaña que se estaba orquestando contra los miembros de la Teología de la Liberación en América Latina.

Ratzinger impuso rigidez doctrinal total a la vida intelectual de la Iglesia y una dinámica de control sobre los teólogos. Instauró el miedo entre ellos. Fueron amonestados, vigilados, perseguidos dentro de una institución intelectualmente inhabitable. Gustavo Gutiérrez, el peruano fundador de la Teología de la Liberación, decidió callar de ahí en más. Hastiado de tanta mordaza, Boff se retiró de la Iglesia. Otros, como Sobrino o Hans Küng, cayeron en desgracia. Hubo 141 casos similares.

Por eso quise ir y fui. Para entender las bases de esa persecución bañada en incienso y latinazgos que se derramaba contra una parte importante, imprescindible, de la historia de América Latina de los años 80. Cito a quien escribió que “la figura de Ratzinger pasará a la historia como la del teólogo que ayudó a poner orden en la Iglesia y a decapitar primero y domesticar después a la Teología de la Liberación”.

Lo que escuché no me convenció, Hacía ya años que había puesto una distancia prudencial de sanidad entre la Iglesia y mi mente. Mafalda me ayudaba mucho más que el catecismo.

Apenas se abrió el período de preguntas y respuestas le lancé al orador y en forma desafiante, la pregunta que me martillaba: ¿Era posible afirmar que había una persecución del Vaticano contra la Teología de la Liberación y, en ese caso, qué la justificaba? Ni su forzada sonrisa, ni su chirriante inglés pudieron disimular su desagrado por la pregunta. Su respuesta fue, como no podía ser de otra manera, de irritada negación.

Lástima que en su intento por explicar la Teología de la Liberación, demostrara su evidente ánimo de descalificación y rechazo. Solamente por vincularla al marxismo, como inmediatamente hizo, el actual Papa cometió el pecado intelectual de simplificar a conveniencia. Estaba en Estados Unidos, además, triunfo seguro. Como no había derecho a réplica no pude debatir, con el entonces cardenal, su rosario de falacias, intelectual, histórica y filosóficamente insostenibles. Cuando cerró su respuesta con una pregunta –“¿Comprende?”–, solamente vociferé un “No” rotundo, para perplejidad de los cientos de asistentes.

Desde ese momento hubo entre ese Papa y yo, algo personal. Con los años, el que era reconocido como Cardenal de Hierro, el Prefecto del Dogma, el Guardián de la Ortodoxia, me ha justificado. Por algo alguna vez Leonardo Boff ha declarado que “sería difícil de amar” y le ha pedido que “pensara más en la Humanidad y no tanto en la Iglesia”.

La realidad es que en su anterior cargo, Benedicto XVI nunca aceptó debates renovadores. Fue el hombre del No. Sobre el celibato de curas o la ordenación de mujeres. Excomunión a hombres y mujeres divorciados vueltos a casar. Fue dura su oposición a la unión entre homosexuales. Con sus posiciones fortaleció el desarrollo de sectores retrógrados, como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo. Se opuso a los avances científicos, tanto en la fecundación artificial como en las aplicaciones de células madre. Fue férreo defensor de la posición fundamentalista de la Iglesia Católica en el debate sobre derechos reproductivos, tanto contra el aborto como en el uso de condones. (Pregunto: ¿de cuántas muertes por SIDA es responsable la Iglesia en el mundo, por no aceptar el uso de condones?)

Las condenas a la Teología de la Liberación realizada por este cancerbero del dogma permitieron a la derecha católica desterrar a toda una corriente innovadora, destrozando desde el huevo la noción de una Iglesia más popular y más fiel al Evangelio de los pobres. De los pobres reales, no los pobres teologales.

Rigidez, autoritarismo, fundamentalismo. Su pontificado reforzó el centralismo, el conservadurismo, el dogmatismo, dando la espalda a cambios necesarios para su ajuste con este mundo. Que del otro… todo es mito y promesa.

Por todo eso, entre ese Papa y yo hubo algo personal. Que empezó en 1985, con su irritación a mi pregunta y su “rosario de alejamientos de la verdad”. Si yo fuera otro diría que, conmigo y ante testigos, hace años un Papa cayó en pecado, el del embuste.