La senadora Graciela Bianchi, hace apenas unos días, publicó en Twitter una afirmación atribuida a la periodista Denisse Legrand -junto a una fotografía de la mencionada periodista- que luego se confirmó que era falsa: “Lula debería convocar tropas chavistas para reprimir a los bolsonaristas. Los militares brasileños son unos inútiles”. Acompañaba la publicación con una declaración de carácter personal: “Estas aseveraciones son muy graves”. Inmediatamente fue advertida de que la publicación a la que aludía era falsa, incluso por la periodista en cuestión, pero Bianchi no se amilanó y no la eliminó ni pidió disculpas. Después de todo, solamente se trata de palabras. Ni más, ni menos.

Contextualizar

El 10 de diciembre de 2017, el escritor Hugo Burel en su editorial del diario El País analizó la importancia de la obra del filósofo Antonio Gramsci para entender cómo la izquierda uruguaya, según afirma, logró volverse hegemónica en la cultura nacional, luego de desplazar a una primigenia y originaria cultura liberal.

Le asombra a Burel que la obra de Gramsci no haya llamado la atención de la derecha nacional, cosa que debiera cambiar si se pretende entender la realidad de la disputa, ya que si no se comprende la importancia del filósofo directamente no se entenderá al Uruguay mismo. Recordando una de sus mejores frases: “La realidad está definida por palabras. Por lo tanto, el que controla las palabras controla la realidad. Por si no se dieron cuenta, este es el verdadero escenario en el que se juega”.

Lo que parece proponer Burel es deconstruir el proceso. Si la izquierda usó a Gramsci para imponer su hegemonía cultural, hay que usar al propio Gramsci contra la izquierda para desarticular ese plan y retomar la sacrosanta hegemonía cultural liberal que caracterizó al país desde sus inicios.

Desde aquel editorial del escritor ya han pasado varios años y mucha agua bajo el puente. Lo que sí parece evidente es que aquellos anuncios de actuaciones han sido rectores en materia de disputa comunicacional y cultural por parte de las derechas en nuestro país.

Partiendo de la premisa de que toda construcción es deliberada e intencional y de que la realidad está definida por las palabras, se propusieron disputar ese mundo de las palabras. Así, las derechas asumieron que la construcción de sentido colectivo es el terreno en el que la izquierda ha dominado a toda la sociedad uruguaya. Frente a ello, han construido (y construyen diariamente) otra realidad narrativa, presentada como la única realidad posible a partir de expresiones de verdades que se muestran como totalizantes. Ellos dicen la verdad, todos los demás mienten.

Bianchi no está loca

El caso de la compulsión tuitera de Graciela Bianchi se muestra como el ejemplo más grosero de operación para alterar y subvertir la realidad fáctica. Quizá por eso emerge socialmente como alocada y, por medio de sus tuits diarios, afirma que la realidad o la irrealidad, la mentira o la falsedad de algo es en definitiva irrelevante. Lo que importa, dice, son las palabras que configuran hechos; que hayan sucedido efectivamente o no, es intrascendente, pertenece igualmente al orden de lo posible, ubicando en un mismo plano lo que sucedió, lo que pudo haber pasado y lo que puede acontecer en el futuro. La respuesta que le da a la periodista luego de que ella misma desmintiera la noticia y la cuestionara, es más que elocuente: “Yo solamente le di retw a afirmaciones graves. No afirmé que las haya pronunciado usted. De NO ser así lo aclara y punto. Es simple, muy simple”. Tal versatilidad y relativismo no puede tener otro resultado que el de producir verdaderos efectos de irrealidad.

De alguna manera se aprovechan de que, como afirma Jacques Lacan, la verdad tiene estructura de ficción.

Si efectivamente entendemos que la realidad está definida por palabras, la comunicación política parece estar orientada a producir realidad y a definir el orden de los hechos. De este modo, sucesos que podrían evidenciarse como deliberadas mentiras (o al menos como de un tratamiento apresurado, poco serio y desprolijo), más bien son presentados como alternativas a la verdad en tanto hechos posibles y, por lo tanto, reales.

Cualquier similitud con el Ministerio de la Verdad de George Orwell no es pura coincidencia. Ejemplos de este tipo se han revelado desde la asunción del gobierno en la ejecución de sus estilos de comunicación. En primer lugar, con un modo acusatorio que trata del mismo modo las sospechas, las acusaciones y las culpabilizaciones, como si fueran cosas con el mismo grado de realidad y jerarquía. En segundo término, apelando al futuro imperfecto, especialmente en sus obras de gestión (se evalúa del mismo modo lo sucedido, lo que podría suceder y aquello que se desea que suceda).

Nadie como tú

Entonces, el personaje de Graciela Bianchi emerge como una de las grandes comunicadoras del gobierno y, como tal, suscita enormes rechazos. Esto lleva a que podamos localizar un sinfín de intentos por descalificarla, no siendo nada difícil encontrar personas que la definan como loca. Incluso fue representada hace apenas unos meses en una caricatura en la que se la ve con un chaleco de fuerza y pajaritos de Twitter sobrevolando su cabeza. El problema es que al ser asociada con dicho adjetivo descalificativo parecería liberada de algunas exigencias formales y pasa así de forma impune a ser naturalizado ese papel de poder decir cualquier cosa sin consecuencias, de enunciadora de la verdad y de lo real, que además parece asumir con gran gusto.

Graciela Bianchi cumple un papel esencial en la comunicación del gobierno. En un artículo publicado en el semanario Brecha (edición 1.852, 21 de mayo de 2021), Gabriel Delacoste, además de recorrer aspectos de su biografía política, trabaja la hipótesis de que Bianchi adopta el lugar de pararrayos, dirigiendo la agresividad hacia ella evitando que se oriente hacia otros lugares del gobierno, absorbiendo para sí gran parte de la tensión que genera el gobierno todo. Es decir, logra centrar en su persona los ataques y las críticas, las burlas sociales y las hostilidades de la oposición que podrían estar dirigidas a algunas medidas y decisiones cuestionables y negativas del gobierno. Ella, entonces, logra descentrar la discusión e imantarla hacia sí misma con tan sólo escribir unas breves líneas diarias.

De esta manera, Bianchi asume las críticas, las personaliza, enardece a los opositores con sus constantes ataques, hiriendo y obteniendo siempre respuestas que ella, con gran lucidez, advierte para que todos sepan que cuanto más la atacan, más la hacen crecer. Y así diariamente se muestra como un verdadero titán frente a la izquierda. Desafía, cuestiona sus fortalezas, legitimada por su pasado, lo que la lleva a reivindicarse como conocedora del paño. Logra entonces desgastar buena parte de la energía crítica, la personaliza, dirigiendo todo ese malestar hacia ella misma, asumiendo este lugar de piñata mediática y recibiendo una andanada de tortazos que deberían ir al gobierno todo, pero que ella logra magistralmente dirigir hacia ella.

En paralelo, el gobierno despliega una inédita profesionalización de la comunicación, acompañada de una imagen procesada y elaborada del presidente. Los medios se permiten presentarlo inmaculadamente como alguien simpático y genial, haciendo surf, pateando una pelota de rugby, golpeando una bolsa de box, abrazado a niños, siendo siempre recibido por grupos de personas desesperadas por obtener una selfie con él, inaugurando serialmente todo lo que puede, viendo un partido de fútbol junto a sus hijos, comiendo un choripán o un pancho, disfrutando del ejercicio de una función que soñó toda su vida, siendo suave con las personas, en situaciones sincronizadas y bien logradas que lo alejan del enojo y el malestar popular. El dominio de la comunicación fue total desde el primer día de la administración, y únicamente ha sido oscurecido con el episodio Astesiano, en el que el presidente y el gobierno fueron erráticos y perdieron pie, lo que pagaron, según establecen las encuestas, con una baja considerable de popularidad.

Es por eso que lamentamos decepcionar a quienes piensan que Graciela Bianchi es una loca de manicomio, porque esa visión es tristemente funcional a la tarea política que cumple y al rol que tiene asignado. Ella encarna y expresa brillantemente la forma comunicacional del gobierno, llevándola al límite: acusa y culpabiliza diariamente a cualquier posible contrincante en la disputa del terreno de la realidad y la narrativa que permite su construcción. Al mismo tiempo difunde una visión difusa y poliédrica de lo real y lo irreal, y también una visión de mundo en la que la verdad y la mentira se confunden constantemente. En este momento tratan de recobrar el control de la comunicación, por ejemplo, recurriendo a la repetición incansable de palabras fetiche como récord y éxito, para evidenciar lo que relatan como los formidables logros del gobierno. Las palabras son reproducidas por cada actor que tenga cerca un micrófono. En fin, se trata solamente de palabras.

Jugadora genial de este juego, actriz notable de este tiempo de teatralidad política, ella misma advierte que no se la tome tan literalmente por parte de quienes la critican. Sin embargo, más allá de lo bien representado que tiene el papel, no parece ser muy bueno para la salud de una sociedad que se pretende democrática.

Bianchi no está loca, al menos no lo está más que cualquiera de nosotros, si somos capaces de asumir lo que nos enseña el psicoanálisis, de que la locura es consustancial a la condición humana misma.

Nicolás Mederos es profesor de Filosofía y escritor. Fabricio Vomero es psicólogo, magíster y doctor en Antropología