Existe algo peor que una catástrofe climática: una catástrofe climática más fascismo.
El comienzo del siglo XXI nos coloca frente al crecimiento simultáneo de dos amenazas terribles.
Por un lado, la magnitud del cambio climático está provocando fenómenos extremos cada vez más intensos y frecuentes: megaincendios, inundaciones y deslizamientos de tierra, sequías y calores intensos. Corremos el riesgo de franquear, en un plazo más o menos corto, un punto de no retorno dejando inhabitables regiones enteras del planeta y forzando el exilio de cientos de millones de seres humanos.
Por otro lado, el crecimiento de la extrema derecha ha introducido en el debate público temas nauseabundos, racistas y sexistas, al tiempo que populariza teorías conspiratorias otrora marginales, como la del “gran reemplazo”. Los casos más conocidos son el de Donald Trump en Estados Unidos y el de Jair Bolsonaro en Brasil, pero estas corrientes están conquistando cada vez más poder en Europa, Turquía, Israel, India, Filipinas y Egipto.
Aunque operan en planos distintos –el primero remite a las condiciones físicas de nuestra existencia, el segundo a las condiciones ideológicas y políticas–, los dos peligros no están desvinculados. Sin embargo, la relación entre las crisis ecológicas y el ascenso de la extrema derecha es múltiple y compleja. Son bidireccionales y conciernen a discursos y políticas concretos. Tienen sus raíces en el pasado pero pesan sobre el futuro.
Discursos de geometría variable
La extrema derecha es capaz de adoptar discursos diametralmente opuestos, alternando entre el culto a la tecnología y a la industria, por un lado, y un ecologismo aparentemente radical, por el otro.
En la cuestión del cambio climático, encontramos de todo: desde el negacionismo más desenfrenado, que hace de cuenta que el calentamiento global no existe y encubre su naturaleza antrópica y la responsabilidad de las energías fósiles, hasta el catastrofismo colapsista más cínico, que alimenta una lucha por la supervivencia imbuida de todos los códigos de guerra machistas y supremacistas.
Existe una ecología fascista –varias, en realidad– que encarnó en los (ex)nazis racistas, paganos y amantes de la naturaleza de los años 1970. Esta misma corriente ahora pulula entre quienes reivindican la identidad nacional, como aquella expresada por la candidatura de Éric Zemmour en las últimas elecciones presidenciales francesas.
El ecofascismo impulsa un “regionalismo de las raíces”, el rechazo a la reproducción asistida en nombre del combate contra “la manipulación de los cuerpos” y una “ecología de la población” que predica “la gran separación” con el fin de conservar lo que denomina “bloques etnoculturales”. Los orígenes de esta tendencia están en cierta ecología reaccionaria del siglo XIX que consideraba que la naturaleza era una realidad inmutable y que había que protegerla a toda costa, incluso si eso implicaba reducir la población humana (sobre todo la pobre). Se inspira, entre otros insumos históricos, en el movimiento finisecular völkisch de Alemania, que combinaba el ambientalismo con un nacionalismo xenófobo. De ahí surge el lema nazi «Blut und Boden» (sangre y tierra), que buscaba definir una comunidad política racialmente homogénea sobre un territorio delimitado por fronteras naturales.
Hoy el neofascismo está a la ofensiva y está intentando sacar ventaja de la confusión que reina en nuestras corrientes ecologistas, específicamente en relación con la centralidad de la crítica del capitalismo mundializado y de la mercantilización de la naturaleza. Tomar en serio esta amenaza exige politizar nuestra crítica del desarrollo capitalista y precisar el contenido de clase de un decrecimiento justo, defender una ecología feminista que no cede sobre los derechos de las mujeres y de la comunidad LGTBIQ, que combate el virilismo y que pone en el centro de su agente el cuidado de los seres humanos, de la vida y de los ecosistemas.
Los pueblos del Sur, en particular los pueblos originarios pero también las poblaciones racializadas de los países del Norte, son las primeras víctimas del cambio climático y de la contaminación. Son ellos quienes viven en los lugares más expuestos y quienes carecen de medidas de protección y de seguridad. También son la vanguardia de las movilizaciones contra la destrucción de sus territorios y lugares de vida perpetrada por los grandes proyectos extractivistas.
Lejos de reducirse, el saqueo de materias primas que ha asolado al Sur global durante siglos se extiende ahora a nuevos recursos. Muchas veces este nuevo extractivismo usa el disfraz verde de los mecanismos de compensación, pero en el fondo no es otra cosa que una forma de neocolonialismo. Por eso, el antirracismo, el internacionalismo y el anticolonialismo deben marcar el rumbo de nuestra ecología. Son esos los rasgos que definen la diferencia fundamental que nos separa de todos los reaccionarios.
Christine Poupin es vocera del Nuevo Partido Anticapitalista de Francia y miembro de su Comisión de Ecología. Una versión más extensa de esta columna fue publicada originalmente en Jacobin.