El llamado “estallido social” de octubre de 2019 no ha dejado de ser analizado desde la obstinación de la clase política por controlar el presente por medio de la imposición de representaciones en tiempos de crisis e incertidumbre. Se da por supuesto que superar al adversario político requiere una narrativa hegemónica sobre el conflicto que determina las estrategias de competencia, la identidad de los actores y los contenidos de los intercambios. En otras palabras, quien controla el relato orienta el debate. Norbert Lechner sostenía que el predominio cognitivo o ideológico se traduce en una noción del orden social, que determinará las decisiones de los actores, así como los contenidos de la oferta y demanda en un sistema político.

La clase política, situada entonces al borde del abismo, encontró una salida a la crisis en el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, firmado el 15 de noviembre de 2019 por un arco excepcionalmente amplio de representantes de partidos, atendiendo a la movilización social y al llamado del presidente Sebastián Piñera. Esta salida condujo a una asombrosa metamorfosis de quienes, tiempo antes, habían congelado el proyecto constitucional enviado al Legislativo por la presidenta Michelle Bachelet a días de dejar el poder. Se trató, ciertamente, de un ejemplo de manual sobre cómo las élites políticas tienden a innovar y asumir riesgos sólo cuando se encuentran a un paso del despeñadero.

Fuimos testigos de un ajuste cognitivo que al fin volvió un consenso dejar atrás la Constitución de 1980. Este paroxismo progresista fue favorecido por la superficialidad ideológica del gobierno de Piñera, desprovisto de recursos para una lectura más compleja del momento. Así, se dificultó un relato coherente sobre los determinantes materiales y subjetivos del estallido, vacío que tampoco el grueso de analistas políticos, columnistas ni académicos presentes en el debate pudieron entonces llenar.

Bajo aquel frenético reacomodo de la clase política, que significó el abandono del legado de la Concertación y el cerco sanitario de Chile Vamos sobre el gobierno de Piñera durante los últimos meses de 2019, los partidos construyeron espejismos que han colisionado con el resultado de dos procesos constitucionales, entre 2020 y 2023. El delirio compartido por partidos tradicionales y los nuevos actores desafiantes confiaba en que, al redactar una nueva norma constitucional, la sociedad se iba a transformar mecánicamente, y que se resolvían problemas de larga data en Chile. Concluido ya el segundo y último de estos procesos, se hace evidente lo equivocado de tal diagnóstico.

Entre todas las ilusiones no materializadas de la clase política, tres fueron especialmente importantes. La primera consistió en la creencia de que la robustez de los resultados electorales bastaría para direccionar el proceso constitucional, ya sea en sentido progresista (2020) o restaurador (2022). Pero los porfiados hechos mostraron que tales impulsos no eran más que espejismos. Es llamativo que, durante estos últimos cuatro años, tanto progresistas como restauradores no consiguieran hacerse cargo de aquellas propias patologías crónicas que les impiden mayor efectividad electoral y el surgimiento de mayorías orgánicas o sustantivas a partir de las cuotas numéricas de cada organización.

La segunda ilusión consiste en la creencia de que el malestar del 18-O provenía de la pérdida de legitimidad de las instituciones representativas y del modelo de desarrollo centrado en la economía de mercado. El camino escogido por la clase política para resolverlo fue iniciado por un conjunto de reformas institucionales, de resultados discutibles como respuesta del establishment político frente a las protestas estudiantiles de 2011 a 2015. Entre estas reformas figuran: la ley de primarias abiertas (Ley 20.640 de 2012), que no consiguió frenar a candidatos outsiders que buscaron llegar directo a la primera vuelta (José Antonio Kast en 2021); el cambio a inscripción automática y voto voluntario (Ley 20.568 de 2012), que perseguía mejorar la crisis de representación por el lado de la oferta de los partidos; el cambio del sistema electoral (Ley 20.840 de 2015), que buscaba aumentar el pluralismo del sistema, pero que terminó dificultando la gestión del gobierno. El corolario de esa secuencia ha sido, al fin, el intento de superación doblemente fracasado de la Constitución de 1980.

A estas alturas, queda claro que el malestar y el desinterés surgen por la falta de efectividad de la democracia chilena, parte de la cual se relaciona con la pérdida de control de agenda de los presidentes y la evolución del porcentaje de mensajes (iniciativa presidencial) y mociones (iniciativa parlamentaria) sobre el total anual de proyectos aprobados. Si, de acuerdo con los datos de producción legislativa, en 1990 el 91% de los proyectos aprobados tenía iniciativa presidencial, en 2022 la cifra bajó a 35%.

El tercer espejismo consistió en creer que la crisis podría ser conducida por los partidos a través de una hoja de ruta constituyente, a pesar de que el problema de la representatividad de los partidos, como se ha visto, ya era parte del diagnóstico de las reformas políticas en 2012. En el mejor de los casos, los partidos desafiantes situados en la oposición pueden apoyarse en el impulso de la desconfianza, el resentimiento y el rechazo de los ciudadanos frente al espacio institucional. Entre la elección de 2017 y 2021, bajo un nuevo sistema electoral, el número efectivo de partidos (NEP) por escaños en la Cámara de Diputados llega a un máximo histórico de 11,6 partidos desde 1989, mientras que el control de la agenda legislativa alcanza un mínimo en la serie.

En un contexto como el actual, de hiperfragmentación, los incentivos de los partidos se encuentran orientados hacia la mantención de los pisos electorales de cada organización para así asegurar su supervivencia. La cooperación con otros partidos y la apuesta por políticas de largo plazo no tienen cabida entre aquellos que están amenazados.

Salir de los espejismos del 18-O obligará a los partidos y la clase política a enfrentar verdades incómodas sobre aquellas reformas en la última década que han empeorado los problemas de nuestra democracia. Suspender las ilusiones requiere asumir las reformas fallidas, la desconexión con los sectores vulnerables, el crecimiento del inframundo político y las nuevas marginalidades a propósito de la pérdida de efectividad de la política institucional.

Es probable que, con los bajos quórums de reforma de la Constitución vigente, aún exista espacio para reformas políticas destinadas a fortalecer la efectividad de los gobiernos sin entrar en una nueva discusión constituyente. Pero si los partidos perciben que la tormenta ha pasado, podrían reinstalar nuevamente los espejismos después del plebiscito de diciembre, para así ocultar la derrota ideológica de las izquierdas y el fracaso estratégico de las derechas. Por supuesto, esta ilusión funcionará hasta que el “acantilado oligárquico” se desplome por obra de algún profeta o hechicero que consiga gestionar mejor nuestro malestar.

Marcelo Mella es cientista político y doctor en Estudios Americanos. Este artículo fue publicado originalmente en Ciper.