Dice uno de nuestros maestros, el profesor Humberto Correa, que humanismo es practicar la empatía, el respeto, la compasión y la fraternidad en el quehacer dedicado al cuidado de la salud. Y expresa también que humanidades son disciplinas sociales o intelectuales, tales como, por ejemplo, la literatura.

Intentaré ocuparme de las dificultades que pueden obstaculizar el humanismo médico, utilizando una de las humanidades, la literatura, como argumento. La literatura se ha ocupado mucho de la medicina y los médicos, no siempre con benevolencia.

Una de las preguntas que surgen cuando se piensa en este tema del humanismo es si el médico se ha deshumanizado. Quizá no podamos responder con certeza este punto. Considero que es más útil plantear cuáles son los elementos que ponen en peligro el humanismo médico, y conociendo cuáles son podremos intentar evitarlos.

Para ello propongo analizar cuáles son esos elementos y qué expresa la literatura como ejemplos.

La economía consumista

Hay un primer aspecto que es la economía consumista; una medicina cuya eficiencia se mide en variables económicas. Los médicos han dejado de ser profesionales libres y han pasado a ser empleados dependientes de instituciones. Estas instituciones remarcan que no tienen fines de lucro, pero invierten muchas veces el capital como a los gerenciadores les parece, y sucede que muchas veces olvidan el cuidado y el confort de quien está enfermo.

Miremos cómo lo expresa Paul Auster en su Brooklyn Follies:

“Continuamente traían camillas con nuevos pacientes, que uno tras otro pasaban frente a mí con ataques epilépticos y oclusiones intestinales, cuchilladas y sobredosis de heroína, brazos rotos y cabezas ensangrentadas. Se oían voces que llamaban, teléfonos que sonaban, carros de comida que traqueteaban por el pasillo. Todo esto sucedía a dos pasos de la punta de mis pies, aunque por la impresión que me causaba bien podía estar ocurriendo en otro planeta. No creo haber estado nunca más indiferente hacia lo que me rodeaba que aquella noche, más encerrado en mí mismo, más ausente. Nada parecía real aparte de mi propio cuerpo, y mientras estaba allí tumbado, inmerso en aquella disociación, me puse a imaginar obsesivamente los circuitos de venas y arterias que se entrecruzaban en mi pecho, la tupida red interior de sangre y grumos. Estaba a solas conmigo mismo, escarbando en mi interior con una especie de conmocionada desesperación, pero también me encontraba muy lejos, flotando por encima de la cama, por encima del techo, por encima del tejado del hospital. Sé que no tiene sentido, pero mi estancia en aquel recinto, encajonado entre los pitidos de aquellos aparatos y los cables prendidos en la piel, fue lo más parecido a no estar en ninguna parte, a encontrarme a la vez dentro y fuera de mí mismo”.

Eso es lo que ocurre cuando uno va a parar al hospital. Te desnudan, te ponen uno de esos camisones humillantes y de repente dejas de ser quien eres. Te conviertes en la persona que habita tu cuerpo, y en adelante no eres más que la suma de todas las insuficiencias de ese cuerpo. Verse reducido de ese modo equivale a perder todo el derecho a la intimidad. Cuando vienen los médicos y las enfermeras y se ponen a hacer preguntas, hay que contestar. Quieren mantenerte con vida, y sólo alguien que no quiera vivir les dará respuestas engañosas. Si por casualidad te encuentras en un pequeño cubículo, y a menos de un metro a la derecha hay otra persona que es interrogada por un médico o una enfermera, no puedes dejar de oír sus respuestas.

La industria farmacéutica

Otro aspecto que puede contribuir a la deshumanización de la medicina lo constituyen los grandes laboratorios farmacéuticos, los productores de tecnología para procedimientos y diagnósticos, que se han transformado en uno de los grandes negocios del mundo.

Uno de los médicos escritores, Henry Marsh, ha publicado tres interesantes libros: Ante todo no hagas daño, Al final asunto de vida o muerte y Confesiones. En ellos relata hechos de su vida de neurocirujano; en el primero de los nombrados dice:

“Y volvió a embarcarse en una perorata sobre cómo las compañías extranjeras de material quirúrgico cobraban precios del primer mundo en países tercermundistas; además la mayoría de los cirujanos que usaban implantes sacaban una comisión del 20%, un coste extra que los proveedores cargaban al paciente”.

En el libro de Shusaku Endo Cuando silbo se describe el siguiente diálogo entre dos médicos:

“–¿Por qué le dijiste eso al viejo? [se refiere al profesor].

–Es que… todo el mundo sabe que el Bethion no sirve como tratamiento para la tuberculosis – respondió Tahara con voz débil mientras bajaba la cabeza–. Por mucho que lo intentara, no haría efecto en mis pacientes. Preferiría usar Ethambutol.

–El viejo dice que el Ethambutol sólo debe utilizarse para casos críticos.

–Yo diría que un paciente con una clara tuberculosis ya es un caso crítico. Pero sabes tan bien como yo que el motivo por el que el viejo sigue utilizando el Bethion es porque la compañía farmacéutica que lo fabrica le costea sus investigaciones.

Eichi encendió el cigarro y guardó silencio. No le hacía falta que Tahara ni ningún otro le dijera que una serie interminable de análisis habían demostrado que el Bethion era inútil como tratamiento para la tuberculosis. Era un medicamento que pertenecía a la familia Thibion, y el Thibion había dejado de utilizarse incluso en Alemania, donde se había fabricado por primera vez. Pero el equipo del dispensario ignoraba alegremente el hecho de que aún lo utilizaran, porque sabían que los fondos de investigación para el dispensario procedían de la compañía farmacéutica”.

Quizá el texto más famoso que se ocupa de investigaciones fraudulentas de la industria farmacéutica sea El jardinero fiel, de John Le Carré, que también se convirtió en película.

Han surgido movimientos de médicos que se oponen a las prácticas y actitudes de la industria farmacéutica, como el No, Gracias en España, y en Chile, Médicos sin Marca.

Las corporaciones médicas

Un ejemplo de corporativismo, pero también de humanismo, es el que se vivió y aún se vive en Uruguay, la llamada Operación Milagro. Surgió porque se llegó a la conclusión de que una cantidad de compatriotas, en general de edad avanzada, tenían problemas de visión, fundamentalmente por las llamadas cataratas. Este problema, en general de fácil solución quirúrgica, no era accesible a los ciudadanos por su costo. El gobierno de la época, del doctor Tabaré Vázquez y la ministra de Salud Pública, también médica, la doctora María Julia Muñoz, decidieron, en un convenio con Cuba, enviar en vuelos financiados por el gobierno a las personas necesitadas de ser operadas en la isla.

Ante el éxito de la medida, en un paso más importante, se decidió transformar un viejo hospital, Saint Bois, en un hospital de ojos, y se trajeron médicos cubanos que fueron los que operaban a los pacientes.

Hace pocos días se festejaron los 15 años de funcionamiento del hospital y más de 100.000 operaciones realizadas. El gobierno, a través de sus acciones, ha demostrado el humanismo que no mostraron los galenos.

La Facultad de Medicina no le ha dado la importancia que tiene a desarrollar el humanismo como parte integrante de la formación médica.

Preponderancia de la ciencia sobre el arte

La medicina es una mezcla de ciencia y de arte. Platón decía en su Parménides: “No se puede sanar el ojo sin sanar la cabeza, no atender el cuerpo prescindiendo del alma, ni dar medicamentos sin los bellos discursos que los hagan eficaces”.

Ramón Carrillo, médico, primer ministro de salud de la República Argentina, escribió: “Mientras los médicos sigamos viendo enfermedades y olvidemos a los enfermos como una unidad biológica, psicológica y social, seremos simples zapateros remendones de la personalidad humana”. Un libro llamado La hermana, de Sandor Marai, debería formar parte obligada de las bibliotecas médicas. Relata con detalles una enfermedad que afecta a un concertista de piano famoso, que, si bien no la denomina, parecería ser el síndrome de Guillain Barré; estando de visita en Florencia, sufre una descompensación y un médico que estaba entre el público lo lleva en su auto hasta el hospital:

“Seguramente me habría enfadado si me hubiera llevado al hospital un médico mediocre o una persona necia, que intentara animarme con prepotencia, diciéndome que no me pasaba nada grave. Aquel caballero no me consoló; tampoco lo haría más adelante, nunca; siempre me habló con objetividad sobre mi enfermedad, sobre mis perspectivas, como habla un adulto con otro adulto sobre lo inevitable, con madurez y sencillez.

–Creo que estoy muy enfermo –le comenté en el automóvil, y él, que iba con los ojos fijos en la calzada, asintió con la cabeza y contestó:

–Sí, eso parece.

No me despreció como paciente, no me trató como a un niño ni como a un mentecato, respetó mi dignidad, y eso me hizo sentir agradecido.

–Hay una clase de médico insoportable –le dije–, ya sabe, el engreído e inhumano, que entra en la sala donde el moribundo ya está morado, a punto de palmarla, y con cara alegre y frotándose las manos le pregunta: ¿cómo van las cosas, amigo? Conoce a tipos así, ¿no?

Se rio.

–Claro que sí –dijo.

Y volvimos a callar mientras el coche avanzaba a toda velocidad por la noche florentina”.

Los superespecialistas

Dice Ortega y Gasset: “Para progresar, la ciencia necesitaba que los hombres de ciencia se especializaran. Generación tras generación, el hombre de ciencia ha ido constriñéndose, recluyéndose en un campo de acción cada vez más estrecho. Pero a su vez en cada generación el científico, por tener que reducir su órbita de trabajo, iba perdiendo contacto con las demás partes de la ciencia, con una interpretación integral del universo”.

“Antes los hombres podían dividirse en sabios o ignorantes. El especialista no es un sabio porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; tampoco es un ignorante porque es un hombre de ciencia y conoce muy bien su porción de universo”.

“Habremos de decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que se comportará en todas las cosas que ignora no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio”.

La literatura se ha ocupado también de este tema; uno de los autores que lo describe con meridiana claridad es Phillip Roth en su novela Zukerman encadenado. Allí relata el sufrimiento de un hombre con un dolor de espalda y sus consultas.

“El psicoanalista, en cambio, adoptó, una vez consultado, la actitud opuesta: se preguntó en voz alta si Zukerman no habría renunciado a combatir de veras el mal, para así conservar (sin grandes inquietudes de conciencia) su harén de abnegadas enfermeras. A Zukerman le molestó tanto aquella ocurrencia, que estuvo a punto de levantarse y marcharse. ¿Había abandonado? ¿Qué podía hacer que no hubiera hecho ya, qué quedaba que él no estuviese dispuesto a intentar? Desde que los dolores le empezaron en serio, hacía ya dieciocho meses, había aguardado su turno en las consultas de tres ortopedas, dos neurólogos, un psicoterapeuta, un reumatólogo, un radiólogo, un osteópata, un médico de los que sólo recetan vitaminas, un acupuntor y ahora un psicoanalista. El acupuntor le clavó doce agujas en quince oportunidades distintas, hasta un total de 180 agujas, a cual más ineficaz que la anterior. Zukerman descamisado ocupó uno de los ocho cubículos de tratamiento que tenía el médico, con las agujas colgándole y leyendo el New York Times, y estuvo así durante quince minutos, muy obediente; luego pagó sus primeros veinticinco dólares y cogió un taxi para volver a casa, gimiendo de dolor cada vez que el automóvil se metía en un bache. El médico, que todo lo curaba a base de vitaminas, le puso cinco inyecciones de vitamina B12, en serie. El osteópata le empujó hacia arriba la caja torácica, le pegó un tirón de cada brazo y le retorció el cuello bruscamente, primero hacia un lado, luego hacia el otro. El fisioterapeuta le aplicó cataplasmas, ultrasonido y masajes. Uno de los ortopedas le puso inyecciones en ‘el punto focal’ y le dijo que tirara la Olivetti y se comprase una IBM; el segundo, una vez que hubo puesto al corriente a Zukerman de que él también escribía, aunque no best sellers, lo examinó acostado y de pie e inclinado hacia adelante, y, cuando Zukerman ya se había vuelto a poner la ropa, lo expulsó de la consulta y comunicó a la recepcionista que aquella semana ya no tenía más tiempo que perder en ocuparse de hipocondríacos; el tercer ortopeda le recomendó que tomara un baño caliente de veinte minutos todas las mañanas, y que luego efectuara una serie de ejercicios de estiramiento. Los baños le resultaron la mar de agradables –con la puerta abierta escuchando a Mahler–, pero los ejercicios, con todo lo sencillo que eran, le exacerbaban de tal modo el dolor que antes de una semana ya había vuelto al primer ortopeda, y este le aplicó una segunda serie de inyecciones en el punto focal que no le hicieron ningún bien. El radiólogo le radiografió el pecho, la espalda, el cuello, el cráneo, los hombros y los brazos. El primer neurólogo que vio las radiografías dijo que ojalá hubiera tenido él la columna vertebral en tan buen estado; el segundo hizo que lo hospitalizaran: dos semanas de tracciones del cuello para evitar la presión sobre el disco cervical”.

Reflexiones finales

Por último, tres reflexiones que no pueden perderse de vista cuando se habla de humanismo médico.

En primer término, en Uruguay se está discutiendo acerca de la eutanasia. Estas son reflexiones de Henry Marsh: “No hay pruebas de que el tejido moral de las sociedades que permiten la eutanasia resulta perjudicial por tal medida, ni de que los hijos codiciosos estén acosando a sus ancianos padres para llevarles al suicidio. Pero incluso si esto pasara de vez en cuando, ¿no sería un precio que valdría la pena pagar por permitir que muchísima gente pueda elegir cómo desea morir?

En segundo lugar, hemos vivido una dictadura terrible, en la que lamentablemente participaron médicos en las torturas infligidas a ciudadanos que en su gran mayoría no sabían por qué estaban allí. Al menos resulta difícil hablar de humanismo en la medida en que estos ejemplares existen.

Soy un agradecido a la Facultad de Medicina de mi país, en la que estudié y de la que fui docente por muchos años. No le ha dado la importancia que tiene a desarrollar el humanismo como parte integrante de la formación médica. Un grupo de médicos, desde hace varios años, ha trabajado en la Unidad Académica Honoraria de Humanismo Médico. Me he unido a ellos en su esfuerzo, esperando que en algún momento nuestras preocupaciones lleguen a la querida facultad.

Jorge Quian fue profesor agregado de Pediatría, director del Programa de Salud de la Niñez del Ministerio de Salud Pública y subsecretario de Salud de esa cartera.

Este artículo es una adaptación de la conferencia brindada por el autor en el Primer Congreso Latinoamericano de Sumart, realizado en Montevideo en noviembre de 2023.