El hecho político del caso del pasaporte del narcotraficante Sebastián Marset da cuenta de que la sociedad uruguaya en su conjunto viene sufriendo un proceso de decadencia constante. Un primer punto de referencia lo podemos ubicar hace aproximadamente 40 años, hacia el final de la última dictadura militar. Pero para desentrañar la real génesis, debemos ir casi 100 años atrás en el tiempo.

Hace casi 130 años se sucedía el proceso de consolidación de este país como una unidad política definida, luego de la revolución de 1904, en la que el Estado termina de tener el dominio real sobre todo el territorio político del país. En ese momento, las clases dominantes de la época tenían un país que organizar y un Estado en ciernes esperando para ser construido. Hubo en ese momento una puja sobre cómo debería ser el país, qué tipo de Estado, qué forma y orientación debería tener. Los batllistas, por un lado, y los liberales conservadores, por el otro, tenían claramente definidos sus modelos de país. En algunos puntos eran antagónicos, pero lo que sí se puede afirmar es que ambos tenían como propósito construir más Estado del que existía previamente. Cuando los liberales conservadores accedieron al poder en 1930, este proceso de construcción distaba de estar finalizado. En su visión, el Estado cumplía el rol de juez y gendarme sin intervención en el desarrollo de la actividad económica individual, pero tenían una firme visión con respecto a la creación de infraestructura, difusión de la cultura, de la educación, la seguridad y una visión propiamente nacional. Entre esos liberales conservadores (muy dispares entre sí) se encontraban personajes destacados como José Irureta Goyena, Carlos Reyles, José Enrique Rodó, Luis Alberto de Herrera, entre otros.

Hasta que llegó la década de los 80 y cambió todo. Al influjo de los primeros televisores a color, los rockstars del momento eran Margaret Thatcher y Ronald Reagan, las películas de Rocky estaban en auge y los nuevos Estados Unidos de los 50 lucían revitalizados en los 80. Como corolario de esto, se produjo como hecho central el fin de la Guerra Fría. La clase dirigente de Uruguay de la época cayó bajo el hechizo y el influjo intelectual de Estados Unidos. El modelo económico austríaco –hoy tan en boga a impulsos del presidente argentino Javier Milei– y sus ideas aterrizan en la Universidad de Chicago. Estas ideas austríacas camufladas en Chicago se lanzaron a la conquista del hemisferio occidental con los “chicago boys” como embajadores de esta forma de entender el mundo. Las ideas austríacas terminaron moldeando a todo el mundo hacia finales del siglo XX y principios del siglo XXI.

En el Consenso de Washington se definió cuáles iban a ser las ideas imperantes en Occidente. Estados Unidos definió las líneas y visiones que iban a tener tanto la derecha como la izquierda. Pero en América Latina ocurrió un hecho particular: el modelo chileno fue un caso de estudio bastante claro de lo que ocurrió con relación a la instauración del neoliberalismo. Durante el gobierno de facto de Augusto Pinochet, José Piñera, un alumno de Milton Friedman (hermano del expresidente Sebastián Piñera) introdujo reformas económicas neoliberales a fondo en toda la economía con el beneplácito del dictador. Dichas reformas fueron mantenidas luego de la salida democrática por gobiernos tanto de izquierda como de derecha. Se vio entonces que esto iba en consonancia con el Consenso de Washington, que establecía que las formas de gobierno democráticas van de la mano con la visión neoliberal de la economía, ya sea desde la izquierda o la derecha. Este modelo luego se expandió en todo el continente; estos procesos fueron iniciados en las dictaduras para luego ser continuados por las democracias que los sucedieron en el continente.

Las ideas neoliberales son una variación de las ideas liberales, pero difieren bastante de la visión liberal clásica. La diferencia de la teoría objetiva contrapuesta a la teoría subjetiva del valor es que la primera implica que el valor se encuentra dado por condiciones objetivas que componen el costo, mientras que la segunda entiende que el valor del bien está dado por su valor transable en el mercado. Lo que implica que, si algo no genera valor o no es deseable para el mercado, tampoco lo es para el Estado. Esto provocó una reducción del Estado de forma drástica y fue la base para la internacionalización de la economía. Entre sus postulados se encuentra un Estado más chico, pero no en referencia al recorte de áreas que son ad hoc y que es cuestionable que sean parte del Estado, sino en áreas que pondrían en peligro, incluso, la existencia del propio Estado. En la reducción del Estado, no se distingue si esta va por el camino de la infraestructura, servicios (como salud, educación, defensa, seguridad interior), es decir, va más allá de las aventuras en áreas en donde el Estado quiso –y quiere– ser partícipe como actor en el mercado. Esto es una diferencia sustancial crucial entre los liberales clásicos, que apuntan a la construcción de un Estado que dé un marco necesario para la constitución de una sociedad funcional, y el neoliberalismo, que busca el desmantelamiento de áreas cuya ausencia pone en entredicho el modelo social.

La inclusión de estas ideas por parte de todo el sistema político, tanto en la derecha como en la izquierda, hace que cada proceso de gobierno termine aplicando las mismas políticas disolventes del Estado.

Este modelo político y económico construido pos Guerra Fría moldeó las naciones latinoamericanas. Tanto en Uruguay como en Argentina, Chile y Brasil, las políticas neoliberales comenzaron en dictadura, pero continuaron con la apertura democrática y la aplicación de estas propuestas económicas hizo que el Estado entrara en una etapa de disolución lenta y progresiva. Todo esto dado en el marco de los procesos democráticos pos Guerra Fría.

Ese modelo de disolución del Estado hizo que parte de la población fuera quedando al margen del sistema, sin poder acceder casi a servicios como vivienda, infraestructura, salud, educación, alimentación, trabajo. Esto hizo que progresivamente se fueran formando los llamados “cantegriles”, “villas miseria”, “favelas”, rancheríos de chapa y cartón en territorios ocupados de forma irregular. Estos fueron creciendo, así como fue creciendo la ciudad de forma totalmente desregulada y fuera de control, como consecuencia de la falta de planificación urbana y falta de recursos destinados al ordenamiento territorial. Este crecimiento sin regulación del Estado hizo que Montevideo se extendiera en zonas como el sur de San José, Montevideo y Canelones; fenómenos muy similares ocurrieron en Río de Janeiro, Buenos Aires, Lima y casi todas las capitales latinoamericanas.

Estos territorios funcionaron con dinámicas propias al margen del Estado, o en vinculación con este, pero nunca como parte, pese a estar dentro de los límites políticos. Se encuentran vacíos de una entidad organizativa que administre la cosa pública. Las organizaciones sociales, barriales y religiosas se hacen presentes. También lo hicieron las organizaciones delictivas, que comenzaron a controlar dichos territorios de forma progresiva, expandiéndose en las ciudades el narcotráfico local.

Así como las economías se encuentran interconectadas, también lo están los distintos polos logísticos para la circulación de la mercadería y la producción; esto suscita interés para las organizaciones delictivas a nivel internacional relacionadas con el tráfico de estupefacientes hacia Europa. En la región, la hidrovía que une el Alto Perú (Bolivia) con el Río de la Plata hace que Asunción y Rosario se coloquen como puntos neurálgicos, lo que hizo que la logística se desarrollara de una forma impresionante. Es mediante estos canales comerciales que se dio la conjunción entre el narcotráfico local y el internacional, fortaleciéndose este vínculo en los distintos centros carcelarios. Así fue como se conectó el crimen organizado a nivel internacional con las unidades locales ubicadas en zonas marginales de la ciudad. Esto hizo que las organizaciones criminales locales se transnacionalizaran y aumentara su poder económico y su poder de combate contra el Estado.

A este proceso acumulativo de aproximadamente 40 años, en los que el Estado ha combatido sin éxito con el crimen organizado por el territorio, debe sumársele el hecho de que las distintas facciones criminales se disputan el territorio entre ellas para determinar quién desarrolla su actividad. La dimensión espacial en la que se controla el territorio es fundamental. Sin un territorio no es viable que existan estas organizaciones, porque pueden controlar propiedades, personas, negocios. En ese espacio territorial las organizaciones delictivas imponen su orden propio, al margen del Estado y de la ley. En una ciudad de hecho, existen personas que se encuentran bajo el sistema del Estado uruguayo, así como también hay personas que se encuentran bajo el sistema, las normativas y los valores que impone la organización criminal que controla esa parte de la ciudad. En pos de controlar dicho territorio es que se enfrentan al Estado, no sólo para defender el territorio que se encontraba en los márgenes del Estado, sino en los que el Estado está presente y al que se le quiere arrebatar. Nota al pie: el Estado está perdiendo la guerra.

En este escenario aparece la corrupción como otro elemento crucial para la conquista del territorio. Con negocios que les dan una ganancia de miles de millones de dólares diarios, los grupos criminales “aceitan” compra de voluntades a efectos de poder cumplir con su cometido. En caso de no poder con esta opción, aparece la coerción, generalmente mediante la amenaza y la extorsión a quien se interponga en su camino (esto es políticos, policías, jueces y demás funcionarios públicos).

Esta es la forma en la que los individuos al margen del sistema formal encontraron un nuevo sistema para poder sustentarse y desarrollarse. Quizá son hoy en América Latina la viva imagen del proyecto libertario en su más pura expresión. Viviendo al margen del Estado con regulaciones y normas impuestas por ellos mismos, profesando un mercado totalmente libre y desregulado de toda intervención estatal como lo es el del narcotráfico. 100% libres de impuestos, guita dulce que ingresa al sistema formal de las más diversas formas, pura y beatificada. Todo de la mano de organizaciones financieras que son parte del sistema económico formal –muchas de ellas, incluso, muy respetadas–.

A este derrotero en el que se ve envuelto Uruguay le anteceden casos como el de Rissotto (primer narcotraficante pesado de Uruguay). Luego, el caso de Rocco Morabito, un narcotraficante internacional que se escapó caminando por la puerta principal de la Cárcel Central, con la obvia complicidad de un sistema corrupto. Y, por último, está el tan reconocido caso de Sebastián Marset. Este último es mucho más polémico, porque se ubica en el centro mismo del poder, implicó al Ministerio del Interior, a la cancillería y al presidente de la República, y a esto se suma la posterior colusión para la destrucción de evidencia que políticamente podría complicar al gobierno.

El Estado sabía quién era Sebastián Marset antes de otorgársele el pasaporte. Y esto deja entrever que el narcotráfico le torció el brazo al sistema institucional al nivel más alto.

No importan a este artículo las condiciones del otorgamiento del pasaporte, sea por coerción, por viveza del abogado defensor del narcotraficante o por otras formas muchísimo más peligrosas, lo que implica es que el Estado sabía quién era Sebastián Marset antes de otorgársele el pasaporte. Y esto deja entrever que el narcotráfico le torció el brazo al sistema institucional al nivel más alto. Leyendo la prensa, en la que se ven casos de narcos que presionan a abogados, cabe suponer que se presiona a jueces también, porque peligrosos narcotraficantes terminan con prisión domiciliaria en sus hogares sin explicación lógica. Pero lo que demostró el caso Marset es que el Estado, en su nivel más alto, claudicó ante el narco. Ni que hablar que este narcotraficante, de los más buscados en América Latina, con captura internacional de Interpol activa, tuvo la impunidad de convocar a una periodista y darle una entrevista con el único fin de limpiar su imagen en uno de los programas de uno de los canales más vistos de Uruguay.

Hoy el Estado está ante una encrucijada y es cómo detener esta situación que ningún partido político fue capaz de resolver, en un proceso que continúa barranca abajo. No hay en la discusión política propuestas de un proyecto de país distinto como las hubo hace 130 años. Por el contrario, hay una clara tendencia inercial de ir llevándola, a la uruguaya, hacia un inexorable final mientras el modelo Nayib Bukele se manifiesta cada vez más como una opción viable y popular en el continente.

Marcelo Núñez es analista en Comunicación.