Calentamiento global, fenómenos meteorológicos extremos, derretimiento de glaciares, aumento de emisiones de gases de efecto invernadero (GII), biodiversidad de los océanos y territorios en jaque, agroquímicos en nuestra mesa, crisis energética, escasez de agua y alimentos. Son temas que aparecen cada vez con más frecuencia en los titulares de los periódicos. Estamos en medio de una crisis climática, todos coincidimos en esto. La pregunta es cómo reaccionamos frente a semejante fenómeno interrelacionado con los demás aspectos de nuestra realidad cotidiana. ¿Desde la preocupación, ansiedad (o más al caso, eco-ansiedad) falta de esperanza, indignación, impotencia?
Seguramente en algún momento, en mayor o menor medida, transitamos por alguna de esas sensaciones, o estuvimos en medio de una discusión acerca de la emergencia climática en la que vivimos. Sin ánimos de ahondar en aspectos técnicos -ya que es un tema con muchas dimensiones que se recogen y desarrollan en informes del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), colmado de evidencia científica al respecto-, la intención de este artículo es movilizar ideas para la reflexión y la discusión política, motivando la acción concreta. Creer que el cambio climático es un tema que se escapa de nuestra órbita es en cierto modo una estrategia para aliviarnos la conciencia en el presente. Desde otra óptica, es una forma de convalidar/permitir/perpetuar las consecuencias de acciones destructivas, cuyo impacto ya se cuela en nuestra realidad cotidiana.
Si bien el cuestionamiento a nivel personal es importante, la verdadera lucha reside en exigir a quienes protagonizan los procesos de toma de decisiones que cumplan sus compromisos ambientales a través del diseño e implementación de políticas públicas orientadas a revertir y mitigar los efectos del cambio climático. Desde una perspectiva global, exigir justicia climática. Que los agentes más contaminantes se responsabilicen y paguen por el daño ambiental que realizan y que en mayor medida sufren las comunidades más vulnerables. A nivel internacional hay un gran debate en este sentido, que fue centro de discusión en la pasada Cumbre por el Clima (COP 27). Allí se acordó generar un fondo para las pérdidas y daños que, sin mucho detalle sobre cómo se instrumentará, pretende hacer frente a esta deuda del norte global con el sur global.
Acciones de desobediencia civil, ¿será mucho?
Las discusiones sobre la crisis climática están cobrando más fuerza y permean cada vez más en la agenda política gracias a los movimientos sociales que desde distintas partes del mundo exigen acciones reales frente a la emergencia que vivimos. Colectivos que desde distintas partes del mundo llevan a cabo peticiones a sus gobiernos, manifestaciones, acciones de desobediencia civil, levantando la voz por quienes sufren en silencio las consecuencias del modelo hegemónico, extractivista, contaminante, injusto, que sigue aumentando la riqueza de unos pocos en detrimento de un planeta que dice “basta” desde hace rato.
Recordando algunos hechos recientes: la acción en la sede de Volkswagen en Alemania, reivindicando el límite físico de 1,5º Celsius acordado en el Acuerdo de París y reclamando la acción de industrias como la automotriz, gran emisora de gases de efecto invernadero. En España, activistas climáticos se desplegaron en el edificio del Congreso de los Diputados en la Semana Mundial contra la Inacción Climática cuando se publicaba la última entrega del IPCC, reafirmando que el modelo de crecimiento actual es insostenible e incompatible con revertir las consecuencias devastadoras de la crisis climática. En Madrid, activistas de Futuro Vegetal se pegaron al marco de las Majas de Francisco Goya en el Museo del Prado, en una acción performática reclamando que no se están tomando medidas reales de cara a la emergencia climática.
Algo que nos toca más de cerca: tras la escalada en la agenda pública del tratado de libre comercio Unión Europea (UE)-Mercosur, activistas de distintas organizaciones se manifestaron reclamando que desde la UE se decline el acuerdo que agravaría la emergencia climática, así como la destrucción de la actividad agraria y ganadera campesina, poniendo en jaque la soberanía de los pueblos y dando carta libre a la explotación de los recursos naturales de ambos lados del Atlántico.
Los ecos que despierta el tipo de activismo performático son de lo más variados. Quizás este modo de captar la atención de medios y políticos nos resulte ajeno. Algunas opiniones los catalogan como formas violentas y exageradas que atentan contra el patrimonio de la humanidad o la seguridad pública. Pero, a fin de cuentas, pensemos: ¿quiénes son los más forajidos? Si los militantes, activistas, científicos que, conociendo la gravedad de la emergencia en la que vivimos, intentan que seamos conscientes de su magnitud llamando la atención sin hacer ningún daño; o si aquellos que, desde la cúpula del poder, miran al costado ignorando toda la evidencia y siguen atendiendo sus negocios como si nada pasara.
De la mano de muchas de estas acciones de desobediencia civil pacífica, no sólo se ha logrado visibilizar la gravedad de esta realidad, sino que también han incidido en las agendas políticas. Por ejemplo, el mes pasado el Parlamento Europeo aprobó la prohibición total de exportaciones de residuos plásticos de la UE. En la web de la organización ecologista Greenpeace también se mencionan algunas de las más recientes victorias. En Ecuador, el movimiento indígena, en su lucha por una transición justa, logró la derogación un decreto que promovía la expansión petrolera y gasífera, también la reforma de otra normativa respecto de la explotación minera en zonas protegidas.
Desde lo más inmediato, pareciera que nuestra acción individual no tiene el alcance necesario para cambiar las cosas, pero ver que hay colectivos que sí consiguen ser escuchados nos motiva a actuar y mantiene encendida la llama de la esperanza en medio de esta lucha.
Debemos exigir justicia climática, que los agentes más contaminantes se responsabilicen y paguen por el daño ambiental que realizan, y que en mayor medida sufren las comunidades más vulnerables.
Mientras exista una sociedad silenciada, ya sea por el desconocimiento o por la desinformación, los actores políticos y grandes lobbies seguirán jugando a favor de sus propios intereses. Pero cuando las personas se concientizan, se organizan y levantan la voz de la justicia, se sacuden los grandes paradigmas, se rompe con la inercia, logrando hacer eco de estos reclamos en la agenda pública. Empoderarnos y asumir esta responsabilidad como sociedad civil es clave en la lucha por los derechos humanos, la protección ambiental y, en última instancia, por la vida misma.
Sobrevivir día a día
En medio de esta narrativa, es cierto que hay una serie de necesidades que deben estar cubiertas para llevar a cabo una vida digna en esta época. La investigadora Kate Raworth, en su teoría denominada La economía de la rosquilla, le llama “fundamento social” a esta especie de línea roja donde se encuentra el mínimo de supervivencia y debajo del cual entraríamos en niveles de deficiencias. Y en el extremo superior, habla de un techo ecológico que simboliza los límites planetarios, los que la ciencia muestra que hemos sobrepasado hace rato. Entre ambos límites de mínimo y máximo se sitúa lo que denomina espacio justo para la humanidad, biológica y ecológicamente sostenible. Situarnos dentro de esos márgenes, en pocas palabras, implicaría mecanismos de redistribución de la riqueza eficientes para atender a quienes están por debajo de ese mínimo, y una transformación de la lógica de crecimiento y de la dinámica de vida de muchos, para mantenernos debajo del techo.
En el día a día, ¿nos detenemos en alguna de estas cuestiones? ¿Y en ese rol que el sistema capitalista en el que vivimos se esfuerza por motivar nuestro papel de consumidores? Nos han vendido que, a partir de la (no menor) decisión de adquirir productos y servicios, podemos comprar felicidad, comprar belleza, comprar paz mental, comprar vínculos, comprar prestigio, comprar seguridad, comprar libertad, comprar. Al momento de ir a comprar un producto, ¿te cuestionas primero si realmente lo necesitas? Y, en tal caso, ¿no habrá una forma de satisfacer esa necesidad minimizando el impacto ambiental?
Es difícil tomar esta postura siendo consistentes en este proceso. Pero a partir de detenernos a reflexionar estas cuestiones es que vamos formando la conciencia colectiva a la que nos referíamos antes.
Para reivindicar que exista la perspectiva de justicia climática como eje transversal en todas las discusiones políticas es importante que asumamos el rol de agentes de cambio. La transformación social, política y de modelo de desarrollo se llevará a cabo de la mano de las comunidades, incentivando más acciones que cultiven la conciencia colectiva y pongan freno a conductas y políticas nocivas. Y sobre todo, atendiendo a la transversalidad del impacto climático, que incluya una perspectiva de género, que defienda la soberanía de los pueblos y promueva la descentralización del poder.
Puede ser que desde mi casa o mi barrio sea difícil revertir el calentamiento global, pero sí está a nuestro alcance buscar espacios –como una cooperativa, un sindicato, una ONG, un mercado ecológico, una asociación vecinal– donde se desarrollen iniciativas que motiven a la acción, con conciencia ambiental.
Tenemos un enorme potencial. Reclamemos por la protección del aire que respiramos, del agua que bebemos, de los alimentos que llevamos a nuestro plato, exigiendo normativas que frenen el lavado verde (en inglés, el greenwashing) de las grandes corporaciones, y penalicemos a quienes día a día miran para otro lado y siguen girando la rueda de la industria extractivista, contaminante, a base de combustibles fósiles.
¿Se las arreglarán los que vienen?
Esta es la lucha de hoy, no para las generaciones futuras. Nos toca vivir en una época en la que si bien se ha avanzado muchísimo en términos de reivindicaciones de derechos humanos, brechas de género, distribución de la riqueza, acceso a la educación, desarrollo de herramientas para vivir “mejor”, estamos en un punto de inflexión como especie. Las reivindicaciones por el riesgo climático deben surgir desde la conciencia de que todos los demás planos de nuestra sociedad están amenazados, que las luchas colectivas “de siempre” hoy también están atravesadas por el impacto diferencial que tiene el cambio climático, que en última instancia exacerba las desigualdades en todos los demás planos.
Estamos ante una lucha colectiva crucial, necesitamos accionar un cambio ya, que nos aleje del modelo de crecimiento colonial, neoliberal, que maximiza la riqueza de unos pocos, y que va en detrimento del planeta dañado en el que vivimos. Hay acciones que están al alcance de todos, desde lo individual a lo colectivo, para exigir que se priorice en la agenda política una transición hacia un modelo democrático, verde, que respete los límites planetarios, justo, con perspectiva de género y descentralizado.
Como mensaje a los agentes tomadores de decisiones, quienes deben garantizar el bienestar a la población en todas sus dimensiones, las alarmas ya están todas encendidas. Estamos frente a la necesidad de poner el foco en una visión a futuro de país, de región, y hacerlo con responsabilidad. Responder a los compromisos ambientales sobre la base de políticas y acciones claras, no para que el discurso suene bonito. Ser conscientes de que no sólo vamos a convivir con conflictos armados y crisis económicas y políticas que exacerben las desigualdades sociales, sino que las luchas serán cada vez más por la supervivencia. Veremos una escalada en los niveles de conflictos internacionales de la mano de la necesidad de desplazarnos geográficamente en busca de tierras no arrasadas por incendios, o que no hayan quedado sumergidas debido al aumento del nivel del mar, por migrar para respirar aire libre limpio, o por acceder a agua potable y alimentos.
¿Suena fatalista? Quizás un poco, pero hay comunidades que ya se encuentran en esta fatal carrera por la vida.
Melina Aliayi es economista y activista ambiental.