Hace 50 años coexistían en la izquierda varias visiones sobre el comportamiento de los militares. Los hechos de febrero de 1973 provocaron perplejidad. Hoy resulta relativamente fácil evaluar todo aquello, pero en la vorágine de los acontecimientos era bastante más difícil. Nada peor en estas cuestiones que incurrir en anacronismo y situar los acontecimientos, por consiguiente, fuera de su tiempo. ¿Cuál era el clivaje central? ¿Cómo identificar en el lenguaje de aquella época la contradicción principal, la línea divisoria central, la frontera ordenadora? ¿Los comunicados 4 y 7 eran una operación de inteligencia o había algo más? ¿Se trataba de jerarquizar, sin lugar a dudas o especulaciones, la oposición poder civil versus poder militar, como plantearían los doctores Carlos Quijano y Adolfo Aguirre González? ¿O había que interpretar los sucesos desde la óptica de la oposición oligarquía versus pueblo, atribuyendo un alcance “peruanista” (o más o menos progresista) a los comunicados 4 y 7”? ¿U optar por otras posturas, que preservaran la institucionalidad y provocaran la renuncia de Juan María Bordaberry? Y en este último caso, ¿qué camino recorrer?

En esta situación, estamos convencidos de que Liber Seregni nunca se engañó. Asumió la circunstancia, se paró a la cabeza de un Frente Amplio con una gran diversidad de interpretaciones y lo supo hacer.1 ¿Cómo? Más adelante lo veremos.

El entonces coronel Pedro Aguerre, con el que estuvimos presos en Punta Carretas, tenía la misma visión que Seregni expresaría. El 12 de febrero le dijo a su abogado, el doctor José Korzeniak: “Doctor, ustedes son entendidos en leyes y política, pero de milicos no saben nada. De lo contrario no podrían tomar en serio esas promesas de cumplir con un programa con partes progresistas por parte de un grupo de militares donde son mayoría los fascistas o filofascistas, con algún nazi entre ellos. Esto es un golpe de Estado. Primeramente eliminarán las organizaciones de izquierda, estudiantiles y obreras; los diarios de izquierda y luego los restantes, y al final todo lo que no se declare a su favor incondicionalmente”.2 El coronel Carlos Zufriategui, con el que tanto hablamos en el mismo sitio, pensaba exactamente igual.

Como es sabido, en febrero de 1973 el gobierno quiso retomar el mando luego de finalizada la lucha militar contra el Movimiento de Liberación Nacional (MLN) en noviembre de 1972. Bordaberry nombró al general Antonio Francese como ministro de Defensa, pero las corrientes golpistas, que ya habían consolidado posiciones dominantes, lo bloquearon. Si en lugar de Bordaberry hubiera estado al mando alguien con más inserción en la vida política de Uruguay –el vicepresidente Jorge Sapelli,3 por ejemplo–, posiblemente se habría manejado la situación de otra manera y con otros respaldos y resultados. Ese fue el primer desastre de Bordaberry. Cuando comprobó que había fracasado, creyó que la gente lo iba a respaldar, y todo terminó en el ridículo de un centenar de ciudadanos en la plaza Independencia.

Cambió entonces su postura y acordó con los militares en el pacto de Boizo Lanza. En definitiva, los militares bloquean a Francese y publican los comunicados 4 y 7.

En medio de esta compleja coyuntura, el Frente Amplio actuó. Durante la crisis político-institucional realizó un acto en 8 de Octubre.

“Esa mañana los dos representantes del GAU [Grupo de Acción Unificadora] habían ido a la casa de Seregni, porque este quería hablar con Héctor Rodríguez. Recordamos el cuadro: Seregni, sentado; [Víctor] Licandro al lado, Zufriategui parado, y en el mismo sillón de Seregni, otro militar que suponemos era [Héctor] Pérez Rompani. Seregni decía, de acuerdo con nuestra memoria, más o menos lo siguiente: ‘¿Y cómo piensan seguir? A ver, pregúntenle’. Zufriategui llama a [Ramón] Trabal y le transmite, y luego expresa: ‘Mi general, dice que no tienen muy claro cómo seguir, pero que van a sacar otro parte, y que tienen las unidades tales y cuales’. Seregni responde: ‘Muy bien, dígale que me doy por enterado, pero comuníquele que el acto en 8 de Octubre lo vamos a hacer’. Luego vuelve la respuesta a Seregni transmitida por Zufriategui: ‘Muy bien, que se da por enterado’”.

“Seregni no quería confrontación. Conversó la postura con Héctor, quien le manifestó que pararse respaldando a Bordaberry era un absurdo ya que ese personaje no daba garantías. Luego le propuso que planteara la renuncia de Bordaberry para que asumiera Jorge Sapelli, dado que este tenía historia, consistencia, relación con distintas esferas del país, y además era el vicepresidente de la República. A los militares se les complicaría, en esa hipótesis, si renunciaba Bordaberry. Si el mismo planteo les llegó de otros actores, no lo sabemos. De esta parte, fuimos testigos. El general estuvo de acuerdo con el planteo y fue al acto con dos cosas claras: una, que sólo hablaría él, y la segunda, que en su discurso plantearía la renuncia de Bordaberry”.

Los hechos de febrero de 1973 provocaron perplejidad. Hoy resulta relativamente fácil evaluar todo aquello, pero en la vorágine de los acontecimientos era bastante más difícil.

Esa orientación del general Seregni no era peruanista sino institucional: si se concretaba la renuncia había que luchar para que el Ejército volviera a los cuarteles. En definitiva, caminó por un hilo delgado en esa compleja situación del entorno. Pero fue una de las veces en las que tomó la posición solo, y asumió la responsabilidad. Estaba seguro y veía que otros se equivocaban. Adoptó una posición como líder de una coalición más allá de la opinión y debates de los partidos. Seregni, pues, planteó la renuncia de Bordaberry, el mandatario invalidado por el golpismo militar.

Pero volvamos a febrero del 73, medio siglo atrás. Detengámonos en ese punto. Para muchos de los jóvenes que militábamos en aquel Uruguay turbulento, la postura de renuncia de Bordaberry debía ir acompañada de muy importantes movilizaciones, principalmente del movimiento sindical. “Ha recordado Ricardo Vilaró4 que el dirigente textil e integrante del secretariado de la CNT Adrián Montañez exigió concreciones inmediatas de los comunicados 4 y 7, y propuso en la Plenaria Nacional de Delegados una Plataforma de Acción Inmediata de contenido programático acompañada de medidas de lucha tendientes a iniciar una movilización creciente y en ofensiva del conjunto del movimiento sindical”, que podía llegar hasta la huelga general. En esta postura, las oposiciones oligarquía-pueblo y civil-militar se expresaban en una línea institucionalista y políticamente viable, dado que el presidente era indefendible, pero el vice podía hacer un relevo ordenado si contaba con un decidido respaldo social y político.

Como tantas veces pasa, esa postura podía ser la más adecuada, pero fuerzas desatadas muy superiores la inviabilizarían. Los acontecimientos de los meses siguientes han sido relatados muchísimas veces. Mucho se ha escrito sobre el período que separa la crisis de febrero del golpe de Estado del 27 de junio de 1973. Hoy resulta muy obvio que la crisis de febrero implicó un salto en calidad en el proceso golpista. Para algunos constituyó el propio golpe. Para otros –nos incluimos–, su preámbulo.

Los datos, la realidad, hablan por sí mismos. No se trata de inventar una posverdad. Un relato funcional a intereses del presente. El autoritarismo iniciado con el pachequismo al día siguiente de la muerte del general Óscar Gestido, el 6 de diciembre de 1967, con cierre de periódicos, ilegalización de organizaciones políticas, militarización de trabajadores públicos y privados, asesinatos del Escuadrón de la Muerte, atentados por doquier a comités de base del Frente Amplio, drástica caída del salario real,5 no es explicable por una proto “guerrilla”, y luego se convirtió en una escalada que culminaría en el golpe cívico-militar del 27 de junio. Hubo interrupciones, tregua en las acciones militares del MLN, elecciones en 1971 (con resultados muy impugnados, por cierto, por Wilson Ferreira Aldunate). Después, guerra interna en 1972 y, más adelante, golpe y terrorismo de Estado liso y llano, tampoco explicable por una guerrilla aniquilada. Para dar cuenta de todo este desarrollo histórico, nada más simplista y falso que la teoría de los dos demonios

Enrique Rubio es senador de la Vertiente Artiguista, Frente Amplio.


  1. Las citas no referidas a una publicación y página provienen de Ponce de León, Martín y Rubio, Enrique, (2018): Los GAU. Una historia del pasado reciente (1967-1985). Vivencias y recuerdos, EBO, Montevideo, pp. 97 a 100. 

  2. Aguerre Albano, Pedro: Hermano, trabajaremos de presos. El coronel Pedro Montañez y la Corriente 1815, EBO, Montevideo, 2012, p 99. 

  3. Jorge Sapelli era entonces el vicepresidente de la República. Mantuvo siempre una firme actitud democrática. 

  4. Arana, Mariano y Destouet, Óscar (compiladores): Cinco vertientes de la izquierda, EBO, Montevideo, 2004, p. 166. 

  5. La caída se acentuó en 1968: los salarios reales, sobre una base 100 para el período 63-66, cayeron al 30 de junio de 1968 a 68%. El proceso económico de Uruguay, Instituto de Economía, Udelar, Montevideo, 1971, cuadro 69, p. 416.