La toma violenta del Capitolio por la multitud de seguidores de Trump, como la destrucción de tres edificios emblemáticos de Brasilia por parte de la turba bolsonarista dejó un impacto fuerte. Vimos, en directo, es decir, vivimos un desborde insólito de crueldad y de violencia. No hubo víctimas en estos casos.

Pero constatamos una nueva forma de acción política y que las víctimas simbólicas es toda la sociedad. No fue una movilización de masas que expresaba sus ideas.

Su comportamiento de “hordas” marca un hito: es irracional, violenta, sin aparente organización, con dosis de crueldad anti todo, que generan miedo, terror y paralizan.

Con la distancia que se impone, parecen insinuar aquello de Atila, el rey de los hunos: “Yo soy el martillo del mundo… donde mi caballo pisa no crece más la hierba”.

Las hordas derrotaron a las legiones romanas. Las conducidas por centuriones y pretorianos, esos modelos con quienes nuestros militares gustan identificarse.

La horda de los hunos conquistó un amplio territorio. Duraron poco, pero hicieron muchos daños.

Las tropas de asalto nazis (SA y SS) como las bandas de Mussolini habían inaugurado en los 30 la violencia como método, el racismo e intolerancia como modelo que hoy se emula por esta nueva ultraderecha. Persiguen los mismos fines antiliberales, anticomunistas, antimigrantes y de intensificación del odio.

Se ha convertido en un desafío civilizatorio, nuevamente, cómo enfrentar la violencia de estos líderes que tienen apoyos masivos irracionales.

La convocatoria ampliamente democrática promovida por Lula parece ser un camino.

La promoción de la paz y la preservación del ambiente proclamada por Petro es también una alternativa de construir nuevas alianzas democrática. Mirar y actuar con una vara más inteligente que nos permita “trascender el reactivo” (Julián Kanarek) que genera la indignación, la bronca y la estupidez.

Ultraderecha y crisis civilizatoria

En el caso de las hordas bolsonaristas, ¿fueron acciones preparatorias para provocar un golpe militar? No parece convincente. A pesar de los campamentos y de la oscura tradición de los militares brasileños. Es posible que en la mente de estos desquiciados apostaran a ello. Pero el golpismo fue. Hay una hipótesis peor.

Es otra cosa. Las hordas son una expresión masiva y destructiva. Diferente a una lícita expresión de masas. Es un síntoma de decadencia de parte del sistema político democrático. Las hordas son antiliberales, anticomunistas, conservadores al mismo tiempo, expresión del capitalismo popular salvaje. Tradición, familia, propiedad y dios neopentecostal.

Son funcionales a fin de imponer terror, miedo e incertidumbre. Fijan los límites de futuros avances sociales. Por eso no es el golpe de Estado el objetivo central. Lo es la amenaza permanente del miedo paralizante.

De ahora en más, siempre puede haber un desborde descontrolado de muchedumbre que está dispuesta ciegamente a todo. Serán el azote de dios y el martillo del mundo contra la “decadencia y la corrupción” así en general. No hay debate posible de nada. Sólo la intolerancia violenta que arrasa con todo. Insisto: aparentemente desorganizados, aunque sabemos incluso de la coordinación internacional de la ultraderecha. Duraran poco, pero están haciendo mucho daño.

Las hordas de ayer: el rumor y la voz paralizante

El término “hordas” apareció en el lenguaje comunicacional en Uruguay en la crisis del 2002. Gabriela Campodónico y Alma Bolón analizaron muy bien en su trabajo la mecánica del rumor y de las hordas fantasmagóricas que lograron crear un miedo terrorífico.1

El miedo nos condujo a encerrarnos y tragarnos la pastilla de que “hordas” de pobres bajaban de los barrios arrasando con todo.

Está muy bien descrito el orden de los acontecimientos. Como operó la Policía amplificando el rumor y el ministro del Interior, Guillermo Stirling, en conferencia de prensa alertando sobre un pequeño Bin Laden. La misma denominación “horda” había sido usada un año antes en Argentina. En barrios pobres se crearon autodefensas para cuidarse de las otras “hordas” provenientes de barrios más pobres.

Se demostró, aunque nadie admitió, que eran mentiras. Mientras tanto la única banda “civilizada” de criminales bárbaros, que se levantó con una bolsa ultramillonaria, fue la de la tribu Rhom y la tribu Peirano. ¿Será que ahora el miedo es usado para paralizarnos frente al saqueo y venta de bienes públicos fundamentales?

Lo cierto es que ahora lo fantasmagórico vuelve. Las hordas de la extrema derecha están en marcha. No es aceptable el mito de país “suavemente ondulado”. Hemos cosechado nuestras propias derechas, como bien lo documentan Magdalena Broquetas y Gerardo Caetano en su reciente investigación: Historia de los conservadores y las derechas en Uruguay.2

Nuestras propias ultraderechas que estuvieron 12 años en el poder y cometieron, esas sí, miles de crímenes contra hombres, mujeres y niños/as. Terroristas que llegaron a atentar contra el Directorio del Partido Nacional y asesinaron por envenenamiento a Celia Fontana de Heber. Que sigue impune al igual que otros.

“A la ultraderecha el odio le sale muy bien, y competir en ese terreno parece inconveniente” es el título de un reportaje en la diaria a Marcela Schenk y Paulo Raveca en el que afirman: “Una de las estrategias de la extrema derecha ha sido aprovechar eso y ampliar sus públicos. Apuntar, por ejemplo, a través de la forma irreverente, de presentar la violencia como una forma de honestidad y la ironía como una crueldad admisible, a empezar a expandir esos públicos y a correr las fronteras de la violencia que es públicamente admisible”.3

Abusando del paralelismo histórico, Atila terminó derrotado en la Batalla de los Campos Cataláunicos en el 450 de nuestra era. Vencido por un ejército conformado por legionarios de origen bárbaro, dirigidos por el general romano Flavio Aecio. Prestigioso militar asesinado por odio, desconfianza y envidia, por el emperador Valentiniano III por manu propia. Al año siguiente, dos antiguos oficiales de Aecio asesinaron a éste, durante un desfile militar, seguramente a instancias del influyente y rico senador Petronio Máximo, que aspiraba al trono. La violencia convivía en las entrañas de Roma, la culta, la civilizada. No sólo afuera.

La vida y la historia de los pueblos continuaron. Con sus luces y sombras. Invasiones, imperialismos opresores, autoritarismos en nombre de dios, de la libertad e incluso del socialismo. Pero también de hombres y mujeres que anónimamente, pero con su cuota de heroísmo, resistieron a la opresión, la miseria, la desigualdad y la violencia.

Las luces de la historia las hacemos hombres y mujeres convencidos de que se puede vencer el miedo, que se puede vencer la violencia. Lo sabemos. Paz, democracia participativa, igualdad social y defensa de nuestro ambiente y nuestras riquezas son el mejor antídoto. A lo Petro, a lo Lula. Sin claudicaciones.

Milton Romani Gerner fue embajador ante la Organización de los Estados Americanos y secretario general de la Junta Nacional de Drogas