“Llueve para todos igual / el pobre se mojó / pero el rico también. / Para unos es la bendición / para otros es un día cruel”, escribió el músico Enrique Rey para Tótem (la prodigiosa banda uruguaya de rock-candombe de principios de los 70). Podría ser una suerte de registro de que por aquella época también existían valoraciones distintas sobre este fenómeno climatológico, cuya ausencia en estos meses trajo penurias para todos. Sin embargo, sólo a algunos nos mantiene en vilo. Los diferendos de esta valoración (que la canción distingue por poder adquisitivo o estrato social) son también culturales, y no se limitan a la lluvia, sino que se extienden a todas las consecuencias del cambio climático que aquejan a nuestro país.
Aunque ya sabemos que se trata de un fenómeno global -y por lo tanto nos afecta como a todo el mundo-, muchas veces lo vemos como algo foráneo y no nos sensibiliza realmente. Como bien explica el ecólogo David Sobel, quizá sea el efecto colateral de una educación ambiental que se concentró en mostrarnos catástrofes lejanas inabarcables antes que enseñarnos a conocer las características del lugar en el que vivimos y cómo preservarlo.
Ballenas en peligro antes que coatíes o carpinchos, glaciares derretidos y coníferas en llamas antes que la degradación de nuestras praderas naturales, humedales o ecosistema costero. Como resultado, los adultos estamos abrumados y no encontramos la forma de empatizar y buscar soluciones a los problemas ambientales, ni siquiera cuando estos ocurren en nuestro propio barrio.
En general no conocemos nuestro país y cuando se manifiesta más la crisis ambiental, la grieta campo/ciudad se profundiza: quienes no tienen vínculo con el medio rural acusan a los que sí lo tienen de “llorones”, de intentar socializar las pérdidas de la sequía y de irresponsabilidad en el manejo de recursos naturales como el agua. Se simplifica la existencia de medidas de apoyo estatal como mera asistencia a la “oligarquía estanciera”, ignorando la composición social de nuestra ruralidad. Pero ignorando además que la falta de agua la padecen también (o sobre todo) los productores chicos, los medianos y los familiares, actores fundamentales en el abastecimiento del mercado interno y, por lo tanto, de nuestra alimentación. Desde el otro lado la reacción no se demora, y aparecen cizañas inusitadas e irreales como llegar a decir cosas como que “hay uruguayos que no quiere que llueva para disfrutar de días de playa y noches de carnaval”.
Nos queda comprender que en un mundo cada vez más interconectado, cualquier problema que surja nos afecta directamente a todos. La crisis agropecuaria actual está encuadrada en una crisis climática nacional y global. Hace falta una respuesta que levante la mira. Quizá haya una oportunidad en la necesidad de construir una sensibilidad colectiva que conduzca a enfrentar el cambio climático de forma transversal y a comprender que solucionar los problemas económicos y ambientales asociados debe ser una verdadera causa nacional.
Con la sequía no se perjudica sólo “el campo”. Se trata de la masificación de los incendios forestales, de vecinos que tienen problemas para acceder al agua para consumo, se trata de la oferta, la calidad y los precios de los alimentos que consumimos todos, se trata también de los empleos asociados a la producción en todos los rinconcitos del territorio y del trabajo arruinado de mucha gente.
Por suerte no todo es discurso vacío o simplificación polarizada. En este mismo momento, la solidaridad organizada de los vecinos está supliendo al Estado en el rol de abastecer de agua para consumo y manutención de los sistemas productivos en los lugares más vulnerables de la campaña. Tenemos la oportunidad de reivindicar el rol de los productores uruguayos -especialmente familiares- como potenciales proveedores de alimentos sostenibles al mundo y como gestores de nuestros recursos naturales.
Aunque la sequía “siempre pasó”, ahora pasa cada vez con mayor frecuencia y por lo tanto con consecuencias más agudas. ¿De quién es la responsabilidad? De un sistema de producción, distribución y consumo que tiene como único criterio el beneficio económico medido en dinero. Hoy se habla del Capitaloceno, proceso por el cual el sistema capitalista ha modificado la estructura del planeta, produciendo una nueva etapa geológica caracterizada por el aumento de la temperatura atmosférica, la atomización de los ciclos naturales -como el de la lluvia, por ejemplo- y la reducción de la biodiversidad. Nunca se creó tanta riqueza en la historia de la humanidad ni la tecnología avanzó tanto, pero, por otro lado, nunca hubo tantos sistemas sobreexplotados y desconectados entre sí, al borde del caos.
Una vez construida una sensibilidad nacional, hay esperanzas de dar mejores discusiones sobre la política de Estado que queremos en esta materia. El actual gobierno no se adelantó a esta sequía (que se preveía al menos desde hace meses) y ha desestimulado sistemáticamente los incipientes programas de mitigación y adaptación al cambio climático que se comenzaron en gobiernos anteriores. Por ejemplo, el recorte al programa Más Agua para la construcción de sistemas de riego o los programas de financiamiento a productores para la generación de reservas superficiales de agua. Al mismo tiempo se detiene en varios rincones del país el funcionamiento de las mesas de Desarrollo Rural, que fueron creadas como herramienta fundamental para el contacto de la producción agropecuaria con los distintos actores estatales. A su vez, existen serios debes en la construcción de un derecho ambiental consolidado que nos permita combatir los delitos asociados, así como a quienes aprovechan la escasez para especular. Para construir unidad frente a la crisis y defender la producción nacional no alcanza con los esfuerzos durante la catástrofe o las medidas paliativas: es necesario trabajar con lo que se hizo anteriormente y dar una discusión de largo aliento sobre los desafíos que enfrentamos.
Uruguay tiene el objetivo de ser un país con soberanía alimentaria: esto implica producir alimentos suficientes y de calidad para toda nuestra población, con sistemas resilientes y sostenibles. Para eso hace falta un rol activo e innovador del Estado; esta crisis climática no se arregla con emprendimientos individuales y capital privado. Las inversiones requeridas para hacer frente a las consecuencias del calentamiento global son de responsabilidad planetaria y el derecho de la sociedad en su conjunto es velar porque “costo-beneficio” de la actividad productiva sea medido en utilidades socioambientales y no únicamente monetarias.
Necesariamente debemos adaptarnos para encontrar la forma de seguir produciendo sosteniblemente, y eso no es compatible con encontrar aparentes “soluciones” en el endeudamiento inmediato o en el manejo del riesgo y el acceso integral a los seguros financieros. No puede ser una opción desestimar la posibilidad de invertir individualmente en riego u otras tecnologías por su dificultad en la amortización. Esto es particularmente evidente en el caso de la granja: quien abastece las mesas uruguayas debe tener garantías para producir, de manera que las consecuencias del déficit hídrico no comprometan la oferta, la calidad y la sostenibilidad a futuro del abastecimiento interno. La política de Estado tiene que estar enfocada en que todos los productores de alimentos tengan una forma segura de financiar el acceso a fuentes de agua suficientes y tecnologías que maximicen la eficiencia en su uso según el caso.
Es tiempo de efectivizar (también en la ciudad) una infraestructura adecuada para hacer eficiente el uso del agua para que las futuras generaciones no pierdan la calidad de vida que tuvimos nosotros -tenemos la responsabilidad de ser buenos ancestros-, asumiendo que los eventos climáticos extremos serán la nueva regla y ya no la excepción.
Sin dudas hay problemas ambientales locales que son responsabilidad de nuestra propia gestión de los sistemas. Pero es imprescindible reconocer que un puñado de países -que consumen los productos que proveemos desde el sur global- cuyas clases pudientes generan emisiones inviables y obscenas, son los principales responsables del cambio climático. Sin caer en posiciones chauvinistas, no parece lógico que analicemos esta crisis únicamente buscando culpables entre nosotros como si el contexto no existiese. Uruguay debe apostar a las iniciativas para una nueva gobernanza global que haga pagar los costos del cambio climático a sus responsables y no a los perjudicados. Se llama justicia ambiental.
Los habitantes del mundo estamos cada vez más separados de la posibilidad de entender la trama de la vida, los procesos y los sistemas que nos componen, de los que formamos parte y a los cuales agregamos valor. Nos urge revertir ese proceso. Si es cierto lo que dice la canción y llueve para todos igual, nos cabe tanto en el campo como en la ciudad construir una nueva sensibilidad donde revalorizamos el medio local que nos sostiene, donde la conciencia ambiental pueda conectarse con la agropecuaria. Quizá sea una nueva forma de blindar la vida, defender sistemas en sinergia que protejan la biodiversidad, lo que no quiere decir otra cosa que más y mejores oportunidades para no morir ni ahogados ni de sed.
Sofía de León es estudiante de la Facultad de Agronomía y militante de la Juventud Socialista. Juan Andrés Erosa es estudiante de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República y militante de Rumbo de Izquierda.