La historia es conocida: un 21 de abril de 1974 un comando del Ejército irrumpió en un domicilio particular donde se encontraban tres jóvenes mujeres: Silvia Reyes, Laura Raggio y Diana Maidanik, integrantes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN). Aunque no ofrecieron resistencia, fueron acribilladas con más de 200 proyectiles de armas de fuego. Silvia estaba embarazada de tres meses.
Es posible que como todos los 21 de abril se realice algún merecido recordatorio de este brutal asesinato perpetrado al amparo del terrorismo de Estado, este año en particular sería muy pertinente realizarlo.
Desde hace unos años, algunos actores políticos vienen intentando instalar una interpretación del pasado reciente centrada en lo que se ha denominado esquemáticamente como la teoría de los dos demonios. En síntesis, se intenta abonar que el golpe de Estado sufrido en el país fue esencialmente producto de un enfrentamiento armado entre dos bandos, que se terminaron de llevar puesta la institucionalidad democrática del Uruguay.
Conviene resaltar algo señalado al pasar, que este intento de colocar nuevamente este enfoque para interpretar el pasado reciente viene desde la política y no de las ciencias sociales, ya que, como veremos, a todas luces es un enfoque absolutamente interesado. Interesado fundamentalmente en repartir “culpas” entre supuestos bandos en pugna, y por tanto correr el foco de las responsabilidades políticas de actores y partidos políticos, de un vaciamiento progresivo de la calidad de nuestra democracia, y de haber alentado exclusivamente las respuestas represivas a una crisis institucional profunda que no sólo soliviantaron las fuerzas represivas del Estado, sino que dieron el marco conceptual y político que culminó con el golpe de Estado.
En el estudio de la historia, el mayor pecado que puede cometer un historiador es el de ser anacrónico. Esto esencialmente sería intentar establecer juicios categóricos de valor, a la luz de nuestra contemporaneidad, o, como se dice coloquialmente, juzgar con el diario del lunes.
Por tanto, lo primero que resulta necesario despejar son los enfoques simplistas, superficiales, o directamente interesados que establecen señalamientos sobre concepciones y prácticas políticas, propias de realidades económicas, sociales y culturales, imposibles de trasladar hasta nuestros días.
Las interpretaciones del pasado, y sobre todo del reciente, nunca dejan de ser interesadas. Pero una cosa es buscar edulcorar o diluir responsabilidades personales o colectivas y otra cosa intentar comprender para alumbrar mejor los desafíos que nos deparan el presente y el futuro inmediato.
Es en este último desafío en el que pretendo detenerme en este análisis.
Todos los debates políticos tienen distintas dimensiones, pero hay una que con el tiempo se ha ido debilitando progresivamente hasta casi desaparecer: la dimensión moral de dichos debates. El filósofo Michael Sandel1 aborda la relevancia de los debates morales en la política. De manera muy sintética expone que frente a cualquier debate que involucra temas relevantes entran en juego tres ideas rectoras: maximizar el bienestar, respetar la libertad o promover la virtud.
Estas alternativas enfrentan uno de los grandes dilemas de la filosofía política: una sociedad justa debería perseguir el fomento de la virtud de sus ciudadanos, o la ley debería ser neutral entre concepciones contrapuestas de la virtud, de modo que los ciudadanos elijan por sí mismos la mejor manera de vivir. Cada uno de estos ideales (bienestar, libertad y virtud) sugieren una forma diferente de concebir la justicia.
En un rápido repaso histórico, el autor propone que los debates políticos actuales están impregnados de tres grandes corrientes de pensamiento: el utilitarismo, que sintéticamente sería la búsqueda de maximizar la utilidad, entendido esto como todo aquello que maximiza la felicidad o el placer y que evita el dolor o el sufrimiento; la segunda, y probablemente la más influyente, es el liberalismo, tanto en su versión libertaria (defensores del Estado mínimo, y en materia económica, del laissez faire) como la igualitaria (principalmente desarrollada por John Rawls, pero que pasa por John Stuart Mill e Immanuel Kant) que coloca el foco en la “igualdad” en el punto de partida y en el respeto irrestricto de la libertad personal.
Estos dos enfoques y todas sus variantes y combinaciones son los hegemónicos en la política democrática en nuestros días. Sobre todo, el liberalismo se adapta muy bien a sociedades cada vez más plurales, ofreciendo una especie de marco neutral que renuncia a establecer una forma preferida de vida o de concepción de lo que se tenga por un bien. Estos fundamentos morales defienden una concepción de la justicia que debería abstenerse de tomar partido en abordar lo que sería una vida buena.
La tercera corriente de pensamiento se funda en las reflexiones de Aristóteles, quien sostenía que la justicia es teleológica (para definir los derechos resulta indispensable determinar el propósito o la naturaleza esencial de la práctica en cuestión) y que la justicia es honorífica (debatir sobre el telos de una práctica es en buena medida discutir sobre las virtudes que se pretenden honrar y recompensar).
Los impulsores de la teoría de los dos demonios buscan instalar un relato que diluya la responsabilidad de ciertos actores y partidos políticos.
Por tanto, Sandel concluye que las teorías modernas de la justicia se proponen separar las cuestiones relativas a la equidad y los derechos, de las discusiones relativas al honor, la virtud y el merecimiento moral, tras la búsqueda de principios de justicia que sean neutrales con respecto a los fines. Por otra parte, Aristóteles cree que los debates sobre la justicia son inevitablemente debates acerca del honor, la virtud y la naturaleza de la vida buena.
Las teorías de la justicia hegemónicas en nuestros días aspiran entonces a la neutralidad. Ya sea en su versión igualitarista o libertaria pro libre mercado, ofrecen la esperanza (muy atractiva en sociedades plurales) de que la política y la justicia pueden liberarse de controversias morales y religiosas que abundan en sociedades pluralistas.
Instalan lo que se podría denominar como una concepción voluntarista de las personas, que en buena medida ha contribuido a radicalizar un tipo de individualismo que en la actualidad algunos filósofos señalan, que está poniendo en peligro la posibilidad de pensar lo “común” o lisa y llanamente la vida en sociedad como la conocemos.
Alasdair MacIntyre, en su libro Tras la virtud, ofrece una visión alternativa a las concepciones voluntaristas de las personas. Lo que propone podría considerarse como un enfoque narrativo: los seres humanos somos seres que contamos historias.
Todos nos acercamos a nuestras propias circunstancias siendo portadores de una identidad social particular. Soy hijo o hija de alguien, soy ciudadano de esta ciudad, integro tal gremio o partido político. En todo caso, todas estas historias, las propias y las de otros que nos atraviesan, constituyen lo que me ha sido dado y mi punto de partida moral.
Resulta muy claro que este enfoque contrasta con las concepciones voluntaristas e individualistas que sostienen que somos seres sin ataduras que elegimos libremente. Cómo decidir entre ambas no es una tarea sencilla y no es ni cerca el cometido de este artículo, pero sí resulta interesante reflexionar sobre cuál ofrece un enfoque más convincente para debatir sobre las obligaciones morales y políticas. Por ejemplo, el enfoque narrativo o comunitarista ha sido utilizado en debates sobre las reparaciones a las poblaciones afrodescendientes esclavizadas. No alcanzaría con sostener, como han hecho algunos legisladores en Estados Unidos, “yo nunca tuve esclavos”.
En síntesis, lo que propone es que tenemos ciertas obligaciones que se podrían llamar de solidaridad o de adscripción, que no se pueden explicar desde la perspectiva de un contrato. Al contrario de los deberes naturales, las obligaciones de solidaridad son particulares, no universales; comprenden responsabilidades morales que tenemos, no ante los seres racionales en cuanto tales, sino ante aquellos con quienes compartimos cierta historia.2
Para Kant y Rawls, lo que es debido precede a qué se tenga por un bien. Por lo que la teoría política liberal nace de un intento de ahorrarles a la política y al derecho los líos que las controversias morales y religiosas implican. Esto no sólo es muy difícil de realizar, ya que la mayoría de los debates sobre la justicia o los derechos son imposibles sin abordar cuestiones morales, sino que termina siendo un enfoque antipolítico. ¿Cómo haría la política para abordar los desafíos de construir una vida en común sin abordar cuestiones morales o religiosas? Pero, además, una política vaciada de compromisos morales sustantivos puede llevarnos a una vida civil absolutamente empobrecedora.
Michael Sandel lo que nos propone es que para llegar a una sociedad justa tenemos que razonar juntos sobre el significado de la vida buena y crear una cultura pública que logre administrar las discrepancias que inevitablemente surgirán. Una sociedad justa requiere un fuerte sentimiento comunitario. Debería encontrar una forma de apartarse de las nociones puramente privatizadas de la vida buena y cultivar la virtud cívica; para ello resulta indispensable una revalorización de lo público en diversas dimensiones (la escuela, los espacios de recreación, el barrio, el transporte). Una política sin compromisos morales puede conducir a un discurso público tan empobrecido que sólo se nutra de las noticias del día a las del siguiente atento a lo escandaloso, lo sensacionalista y lo trivial.
Finalmente, volviendo al inicio del artículo, los impulsores de la teoría de los dos demonios, intentando colocar la responsabilidad del golpe de estado en el Ejército y en la guerrilla, buscan instalar un relato que diluya la responsabilidad de ciertos actores y partidos políticos. Sobre su responsabilidad en el progresivo deterioro de la calidad democrática del Uruguay hay ríos de tinta escritos.
Lo joven se configura a lo largo de la primera mitad del siglo XX de la mano del aumento de la expectativa de vida de las personas, la prohibición del trabajo infantil y la masificación de la enseñanza, entre otros factores. Desde su configuración, un porcentaje relevante de la juventud reniega del statu quo y adopta causas transformadoras, abrazando ideas que intenten avanzar en la dirección de una sociedad virtuosa que construya una vida buena para todos y todas. Las formas, los caminos, pueden resultar correctos, incorrectos y muchas veces inevitables; en todo caso, incorrecto sería juzgar desde nuestra contemporaneidad sin ser anacrónicos, o cínicos que buscan acomodar los relatos para que la historia los absuelva de toda responsabilidad. Esas tres jóvenes abrazaron el sueño de construir una patria para todos, y por perseguir ese sueño perdieron la vida. Perdieron la vida a manos de fuerzas represivas del Estado cuya misión claramente no era asesinar a mansalva a personas que no ofrecieron resistencia.
Resulta incomprensible equiparar acciones armadas, sin duda ilegales, con el terrorismo desplegado por el Estado. Desde una perspectiva “narrativa” de la moral me siento parte de esa historia, y como integrante de la sociedad uruguaya asumo la responsabilidad de dar estos debates sobre todo con la mirada puesta en el porvenir, con la sincera pretensión de que nuestros desacuerdos no se hagan insalvables, y sobre todo para que el Estado siempre sea garantía del respeto de las leyes y los derechos humanos. Dicho esto, honor y gloria para Silvia, Laura y Diana; más temprano que tarde habrá patria para todos.
Marcos Otheguy es integrante de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.