Desde los años 90, en Francia, cuatro grandes reformas han aumentado gradualmente la edad mínima y los años necesarios de trabajo para jubilarse. La disminución de la tasa de natalidad, el aumento de la esperanza de vida y las recurrentes crisis económicas son los parámetros que amenazan, renovados y recombinados según la década, los intentos de mantener estable la parte del PIB dedicada al gasto en pensiones. El más reciente capítulo es la reforma que el actual gobierno de Elisabeth Borne (con el sostén del presidente Emmanuel Macron) ha aprobado en marzo, recurriendo por decimoprimera vez en el período al artículo 49 inciso 3 de la Constitución: la figura permite aprobar una ley sin que vote la cámara baja, y habilita a su vez a los diputados a presentar dentro de las 24 horas una moción de censura capaz de anularla y de disolver el gabinete ministerial. Votada el 21 de marzo, la moción no consiguió mayoría y la edad mínima para que los franceses se jubilen pasó así de 62 a 64 años.

La propuesta de la reforma, a la que la mayoría de la población se opone, la ausencia de negociación con los sindicatos y la forma imperativa en la que se llevó a término han convivido desde diciembre del año pasado con manifestaciones más o menos masivas junto a huelgas intermitentes de sectores estratégicos (maestros y profesores, trabajadores petroleros, centros de tratamiento y de recolección de residuos).

Las imágenes de algunas de estas manifestaciones y bloqueos (aunque rara vez las voces) circulan por la prensa, y su interpretación se reparte, según el campo partisano, entre lecturas que señalan el evidente “error político” de Macron y otras que, apoyándose en la espectacularidad incendiaria de algunas escenas, reiteran la cantinela de que Francia es un país “ingobernable”. Esta última es la lectura que retoma el presidente: el 22 de marzo Macron, en una entrevista oficial, llamó a “manifestarse de manera legítima”, comparando los “desbordes” con el intento de toma del Capitolio estadounidense o las acciones de los bolsonaristas en Brasilia. El presidente llamó entonces a “informarse mejor” y a “mirar los gráficos e infografías” que el cotidiano Le Parisien (propiedad de Bernard Arnault, el hombre más rico del mundo) ofrece para “explicar” lo inevitable de la reforma: el mea culpa gubernamental se limitó a la constatación de una “falta de pedagogía” (los franceses no entendieron, la comunicación falló) y a un llamado a respetar la “legitimidad” del gobierno. En varias entrevistas ha resurgido, así, la frase de Max Weber según la cual “el Estado detenta el monopolio del uso legítimo de la violencia”, una forma de justificar la violencia policial hacia los manifestantes ante los “desbordes”. En síntesis, luego de proponer más pedagogía, el gobierno ha llamado a conservar la buena conducta porque, a resumidas cuentas, “no hay alternativa”.

La discusión francesa muestra que los debates sobre la seguridad social pueden atravesarse no solamente calculando, sino a partir de una pregunta política que resurge más allá de los gobiernos y los ajustes.

Sin embargo, incluso en el plano del cálculo y las infografías, los argumentos y las contrapropuestas sobre qué hacer con las jubilaciones no escasean y apuntan, con diferentes variaciones, a que el “equilibrio fiscal” tan celado por el gobierno esconde una impostura. Lo que la propuesta de Macron evita abordar es toda una serie de discordancias resultantes de su propio gobierno: la supresión del ISF (impuesto a la solidaridad sobre la fortuna) en 2018, los 157 millones de euros en incentivos a empresas (justificados como una política para aumentar el empleo) y la desaparición de la CVAE (cotización sobre el valor agregado de las empresas), que entrará en vigor el próximo año. El “agujero” de la seguridad social aparece, así, más como un problema autoimpuesto que como una realidad infranqueable, o, incluso, en el estado actual de las cosas, como un falso problema cuyas “alternativas” son muy reales: gravar en 2% los beneficios de las empresas, aumentar las cotizaciones patronales o perseguir con más eficacia la evasión fiscal de los más acaudalados serían algunas de ellas.

Para poner un ejemplo de la magnitud que tendría este tipo de medidas, el hombre y la mujer más ricos del planeta (así los presenta la revista Forbes) son el ya mencionado Arnault, propietario de LVMH, grupo que reúne varias marcas de moda, perfumería y licores de lujo, y Françoise Bettencourt Meyers, heredera de Liliane Bettencourt y nieta de Eugène Schueller, fundador de L’Oreal, empresa que ahora dirige: dos “familias” (así los presenta la revista especializada en finanzas) cuyo patrimonio ha aumentado entre un tercio y una mitad en los años de pandemia y pospandemia.

No es entonces extraño que la cólera social se acreciente, no porque los manifestantes “no hayan entendido”, ni tampoco (solamente) por el digno rechazo a trabajar durante la senectud, sino, sobre todo, porque se ha vuelto evidente que el imperativo de trabajar más implica que otros trabajen menos. Frente a las asimetrías crecientes y más allá de la vorágine de los números o, incluso, como intuición surgida a partir de cotejarlos, el problema de “conservar el sistema de repartición” reaparece como la pregunta política sobre qué significa “repartición”, independientemente de los parámetros relativos a la “conservación” del “sistema”.

En otras palabras, por fuera de las discusiones económicas, el “problema” del “sistema de solidaridad” puede apuntar al significado de esa “solidaridad” que en Francia corona y culmina la célebre divisa republicana. Es por eso que el aumento de la edad de jubilación ha sido entendido como un “impuesto a la vida y a la felicidad” (según la expresión remilgada pero efectiva de François Ruffin, diputado de La France Insoumise), como una deuda implícita de unos hacia otros: entre los que dependen del sistema solidario y a los que se les pide un esfuerzo, y otros a los que se les permite enriquecerse más rápido. La discusión francesa muestra que los debates sobre la seguridad social pueden atravesarse no solamente calculando, sino a partir de esta pregunta política que resurge más allá de los gobiernos y los ajustes. Las manifestaciones actuales encarnan, así, un deseo de duración constituyente y un impulso que no es (solamente) el de hacer que el gobierno recule: disputan y repiten la aspiración a un futuro justo, afirmando frente al “no hay alternativa” que la democracia no coincide con el gobierno, que su tiempo es más largo y que sus fines lo exceden.

Martín Macías Sorondo es docente y reside en Francia.