Estamos cada vez más incivilizados. Esa es la premisa que se desprende de los acontecimientos que fueron noticia en las últimas dos semanas sobre los hechos de violencia en que los protagonistas fueron, en su gran mayoría, adolescentes liceales. La sensación que nos queda es que “se nos fue de las manos”, que sólo queda sobrevivir y esperar que estas situaciones de peleas se vayan depurando y dilatando, como si las situaciones de gran impacto pudieran cesar a medida que pasen los días o meses.
La experiencia nos ha demostrado que suele pasar esto, pero también cada nuevo año nos muestra que el inicio de cursos es cada vez más violento, y es más y más difícil entrar a un aula y lograr generar climas adecuados para el aprendizaje. La “novedad” es la pelea o los comentarios en tal o cual red social, y a partir de allí la vida puede pender de un hilo.
Y es que la realidad nos pasó por encima, sería muy hipócrita no reconocer que el sistema nos superó y no logramos inclinar la balanza hacia una educación de calidad ni mucho menos. Realizamos debates exhaustivos de qué ocurre en la sociedad, pero sobre todo que cualquier acto de rebelión se refleja en un enojo, en una pelea, en una bronca. Parece que queremos vencer al sistema que nos oprime desde un lugar singular, siendo por momentos desfachatados y pocos “correctos”, cuando los cambios necesarios deberían darse a través de esta educación tan vapuleada y criticada.
Desde las autoridades se sostiene que el cambio se daría por medio de las competencias, las grandes salvadoras, habilidades que debemos potenciar como una gran innovación, que presupone que en el aula, hasta el momento, hemos evaluado la nada misma, como si fueran entelequias que nos llevan a poner una calificación al azar.
Mientras nos debatimos entre quienes cumplen tales o cuales roles en la transformación educativa, las y los adolescentes nos piden a gritos, desde sus acciones, que abordemos otras problemáticas. ¿Qué enseñanza de calidad podemos “imponer” si ellas y ellos no ven un futuro? Estas generaciones han perdido la esperanza en el futuro, en la prosperidad, en la posibilidad de sustentar su vida y al mismo tiempo de no verla pasar produciendo para un Estado que les es ajeno. Se trata de reproducir un modelo económico que comprenden, entienden, critican, analizan, pero en el que no ven la posibilidad de una alternativa; o se unen al sistema o son excluidos.
Y tienen razón, porque hasta aquellos que hemos alzado la voz contra el sistema capitalista estamos sumergidos en él. Parece que debemos cumplir ciertas cualidades del ciudadano ideal, si no, podemos ser excluidos, entonces reproducimos lo mismo a lo que nos oponemos, más aún aquellos que vivimos de un salario para subsistir. ¿Entonces? ¿No existe una alternativa?
Mientras nos debatimos entre quienes cumplen tales o cuales roles en la transformación educativa, las y los adolescentes nos piden a gritos, desde sus acciones, que abordemos otras problemáticas.
La pedagogía del oprimido y de la liberación nos presenta un modelo en que debemos reconocernos como oprimidas y oprimidos como primer paso para romper con las cadenas del opresor. Es una pedagogía que celebramos y muchas veces la tomamos como alternativa; el problema es que ya no hay reconocimiento del opresor, porque el nuevo modelo nos ha colocado como opresores y oprimidos. ¿Qué significa? Al fomentar la necesidad de la individualidad como forma de pararse ante el mundo, sólo reconozco a un ser humano, a mí mismo, y eso implica que soy juez y parte en mis acciones. Mientras lo que haga el otro no me afecte, entonces que haga lo que quiera. El otro sólo se ha convertido en aquello que no quiero ser, dejando de lado la posibilidad de construir un colectivo capaz de lograr fomentar esos valores que, como comunidad, deberíamos exaltar. Y estas cuestiones las vemos dentro de cualquier reunión, donde las intervenciones apuntan a lo mismo, y si quiero decir algo, lo digo igual, porque para eso somos libres de opinar y expresarnos. Y ahí existe un error enorme, y es que muchas veces lo que reiteramos logra un efecto de no tolerancia y, por lo tanto, posiblemente lo excluimos, lo rechazamos, por hastío, por aburrimiento o por el simple hecho de que la redundancia también nos aleja del otro.
Por eso, el camino es arduo y la alternativa es posible, pero desde cambios sociales y económicos sustanciales, donde podamos abordar la problemática de raíz, que no es solamente en el salón de clase, sino un trabajo territorial, buscando generar y facilitar vínculos que conlleven compromiso y solidaridad. No es el miedo y la autoridad lo que puede generar esto, sino el respeto, el reconocimiento y la dinámica que puede darse con el otro. Reconociendo que existe pluralidad y esta debe posicionarse en pro de un colectivo. Y sí, el cambio está en las calles, en las diferentes manifestaciones, en la búsqueda organizada de protesta pacífica desde las diferentes comunidades. En las movidas barriales, en generar conversaciones con el resto y sobre todo con las y los estudiantes, con sus familias.
El cambio no es una evaluación por rúbrica o por conceptos, alejándonos de la escala numérica. El cambio está en la sociedad en sí. En lograr que nuestros adolescentes vean una posibilidad de futuro, una posibilidad de un trabajo digno, una profesión, de que vale la pena estar en el aula, de que no es una pérdida de tiempo, dándoles una gran variedad de contenidos y de potencialidades que son necesarias para generar un carácter crítico y especulativo de la realidad. Buscar que sean solucionadores de problemas es despreciar lo que implica preguntar, cuestionar y analizar. Y hacia eso vamos. Y los problemas generan posibilidad de cambios y alternativas. Por ello debemos las y los docentes tener y seguir reclamando un rol participativo y activo en la transformación educativa que se está aplicando en ciclo básico y que se espera aplicar en bachillerato.
Porque pareciera que las peleas y los hechos de violencia son ajenos a lo político, a los cambios que se quieren imponer, y no es así. Son parte de lo mismo, y no se necesita una transformación de competencias, sino abordajes con profesionales que entiendan de las diferentes complejidades que se dan en el día a día, y para ello se necesita presupuesto. Por ello, nuestra necesidad de una educación de calidad no sólo tiene que ver con una búsqueda constante de profesionalidad desde nuestro rol, sino también con contar con el presupuesto necesario para atender esas vulnerabilidades que se detectan en el aula liceal. Si no logramos que esto ocurra, no sólo estamos incivilizados, sino que vamos camino a la barbarie radical y sólo tendremos que seguir sobreviviendo.
Elisa Vidal es profesora.