Ante las recientes afirmaciones de algunos legisladores sobre lo sucedido el 21 de abril de 1974, cuando en un operativo de las Fuerzas Conjuntas resultaron muertas Silvia Reyes, Diana Maidanich y Laura Raggio, nos vemos en la obligación de aportar nuestro testimonio, que contradice los vertidos en sala, no sabemos con qué intención ni a partir de qué fuentes.

Conocíamos a Silvia Reyes y su familia muy cercanamente.

Silvia ya había sido asesinada en la madrugada de ese domingo 21 cuando, pasado el mediodía, fuimos hasta su casa, en el barrio Brazo Oriental. El entorno estaba enrarecido y los vecinos contaban que luego de un operativo sucedido en la madrugada, con cientos de disparos, vieron tirar cuerpos en un camión militar. Encontramos la casa hecha literalmente un colador.

La casa de Silvia era simple y modesta. Tenía una sola salida, y una banderola a una altura inaccesible. En el interior, contra un rincón, había manchas de sangre de personas que, evidentemente, se habían acurrucado allí para protegerse. En el techo y las paredes, en las perforaciones producidas por las balas, había mechones de pelo ensangrentados. Teníamos 22 años y nunca pensamos que podíamos llegar a ver tanto horror.

Luego supimos que una de las víctimas era Silvia. Tenía 19 años y estaba embarazada de tres meses.

Su cuerpo fue entregado recién a la tarde-noche en la morgue del Hospital Militar, donde su padre tuvo que reconocerlo. Horas después estuvimos en la casa paterna de Silvia cuando el coche de la empresa fúnebre llegó con sus restos. No éramos los únicos. Muchos otros vecinos se acercaron, a pesar del miedo, a acompañar a Pepe y Celia, sus padres, y a Doña Adela, su abuela.

En ese contexto de dolor colectivo el funcionario de la empresa preguntó a viva voz quién podía hacerse cargo de disponer el cuerpo en el féretro, ya que no estaba, increíblemente, aún amortajado. Nos ofrecimos. Teníamos 22 años y no sabíamos lo que hacíamos.

El cuerpo de Silvia presentaba decenas de balazos de gran calibre, que la habían destrozado. Era Silvia y no lo era. Entre llantos de impotencia y rabia, hicimos lo que pudimos. Parte de su cara, vacía por uno de los impactos, intentamos cubrirla con su pelo. Por alguna razón, en ese momento nos preocupaba que su madre la viera lo mejor posible. Teníamos 22 años.

Tuvo que pasar una década, con la vuelta a la democracia, para que la familia pudiera denunciar el asesinato, y tuvieron que pasar varias más para que la Justicia tomara alguna medida. Finalmente, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado uruguayo por el hecho. Su abuela, sus padres y su hermana ya habían muerto.

Lo que sucedió el 21 de abril de 1974 no tiene dos lecturas. La Justicia uruguaya y los organismos internacionales así lo sentenciaron, a partir de decenas de testimonios más directos y del aporte de especialistas más calificados que nosotros. Han dado cuenta de que el triple asesinato fue producto del uso desproporcionado de la fuerza y de una voluntad decidida de provocar el mayor daño posible. Eso que se llama terrorismo. En este caso, terrorismo de Estado, ya que agentes del Estado, con el uso de los recursos estatales, impulsados por la voluntad decidida de asesinar, no sólo truncaron tres vidas jóvenes y un embarazo deseado sino que, además, y por si fuera poco, robaron todo lo que en la casa pudiera haber: la vaciaron, intentando no sólo castigar sino aniquilar, no dejar rastros de sus vidas.

Habíamos llegado a creer que, al menos y finalmente, la historia de Silvia Reyes ya no podía contener más dolor. Nos equivocamos. En el Parlamento uruguayo se disparó una ráfaga más sobre su cuerpo.

No sólo eran asesinos, sino también ladrones. Teníamos 22 años y ese domingo 21 de abril de 1974 llegamos a esta conclusión inequívoca. Lo supimos desde el primer momento cuando estuvimos en la casa de Silvia, y lo confirmamos de la peor manera ante su cuerpo mutilado. ¡Con tan poco hubieran sido detenidas las tres! No se necesitaba ser ni forense ni especialista en temas militares. Al Estado uruguayo, sin embargo, le llevó décadas reconocerlo, y el acto de reparación a las víctimas exigido por los organismos internacionales aún no se ha realizado.

Tenemos ahora 71 años. Hicimos nuestras vidas, como todos, intentando dejar atrás estos y otros dolores. Como todos. Habíamos llegado a creer que, al menos y finalmente, la historia de Silvia ya no podía contener más dolor.

Nos equivocamos. En el Parlamento uruguayo se disparó una ráfaga más sobre su cuerpo, una vez más ella gritó: “No nos maten”. Alguien más, otra vez, no sabemos a partir de qué odio, ni por la orden de quién, apretó el gatillo. Otra vez alguien abusó del poder, con razón o sin ella, demostrando la misma falta de la más básica humanidad.

Sus palabras, señores legisladores, nos instalan una vez más en la calle Jacinto Vera del barrio del Buceo, aquel 21 de abril de 1974, cuando con 22 años intentábamos reconstruir la belleza de Silvia y nos preguntábamos cómo era posible tanto odio.

Esa pregunta nos vuelve ante sus palabras. Nos instalan nuevamente en un duelo que ya lleva 49 años.

Es así que nos vemos en la obligación de pedirles públicamente algo elemental: por favor, sean educados, mantengan silencio.