A Dalel, por su luz y por sus aportes.

El ciclo de la política cabildante Irene Moreira al frente del Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial ha llegado a su fin. El Presidente de la República le ha solicitado la renuncia luego que se supiera públicamente que la funcionaria había adjudicado, de manera discrecional, una vivienda de promoción pública a estrenar a una militante correligionaria. El asunto ha sido la comidilla de los medios y la tan mentada opinión pública ha sido vapuleada con un nuevo escándalo político. Quizá sea apenas una de las tantas tachas en un derrotero gubernamental en prolongado declive.

Una vez más el revuelo de la indignación recorre los espíritus. Es cierto que no faltan los cínicos que se aplican con denuedo a poner paños fríos sobre el asunto en pos de mantener las circunstanciales mayorías parlamentarias. Apenas si se trata de un pequeño gesto de abuso de poder en un contexto en donde abundan las razones para el espanto. Pero también es posible especular que un titular escandaloso y vociferante será rápidamente olvidado en beneficio de otra ominosa novedad. Es por eso que es imperioso que no nos quedemos con la conmoción por el escándalo, sino que ahondemos reflexivamente en las condiciones contextuales en que estos hechos se vuelven posibles.

La primera constatación que hay que hacer es que en este período de gobierno se ha llevado a cabo una mayúscula transferencia de recursos de los sectores trabajadores en beneficio de los empresarios. Una parte no menor de tal transferencia es operada por un decidido y ensañado recorte en los gastos sociales del estado. Entre tales gastos se encuentran los que se destinan a las políticas públicas de vivienda. Toda vez que se advierte que unas serias políticas sociales de vivienda son de suyo onerosas, aquí verificamos la aplicación de políticas avaras o directamente baratas y carentes para una sociedad empobrecida en tiempo real. Es que con estas políticas baratas lo que hay es concentración de la riqueza en los sectores aventajados de la sociedad y de su economía. Por el presunto “derrame” ya podemos esperar sentados y tomando mate.

Lo perverso vuelto cotidiano

Por los tiempos en que se desarrollaban políticas sociales serias, se partía del reconocimiento político de los derechos humanos de contenido social en el conjunto de la población. En aquel entonces, se incrementó decididamente el gasto social del Estado y se reforzó notablemente la inversión pública en apoyo a las políticas de vivienda. Esto significó un considerable esfuerzo fiscal, porque las políticas sociales serias son muy costosas. Con todo, la sociedad puede y debe invertir más y más sosteniblemente. En estos casos, las familias beneficiarias sienten, al momento de girar la llave de su por fin alcanzada morada, la carga de todo el esfuerzo propio que han tenido que invertir para ejercer su derecho a la vivienda. Pero también es cierto que en ese mismo instante comienzan a soslayar el esfuerzo social que se ha invertido en su legítimo beneficio... Los beneficiarios, por cierto, nada tienen que agradecer ni al Estado, ni menos a los gobiernos. Pero no deberían olvidar nunca las circunstancias en que la sociedad toda administró sus recursos para que se redistribuyera de manera sensata la riqueza por todos producida.

Cuando merma la inversión social, las soluciones habitacionales escasean y se transforman, en la peculiar economía política de las políticas baratas, en botines de dádivas y prebendas.

Estos tiempos ya no son aquellos. El drástico recorte de las políticas sociales supone una provisión carente de disminuidas posibilidades de ejercer efectivos derechos sociales. Cuando merma la inversión social, las soluciones habitacionales escasean y se transforman, en la peculiar economía política de las políticas baratas, en botines de dádivas y prebendas. En efecto, siempre hay poco que repartir y asignar y así es que aumenta el valor relativo en la disputa del mercado clientelar. Porque aquí ya no hay ante las puertas de las oficinas del Estado una masa de ciudadanos titulares de derechos sociales, sino una ansiosa concurrencia de clientes ávidos. Y siempre son muchos para disputarse poco. De este modo, el acceso concreto a una solución habitacional será, en el mejor de los casos, un golpe de la fortuna, de la providencia... o del favor. Los beneficiarios, en este caso, ya no cargan con la conciencia de ejercer un derecho social, sino que deben, como corresponde, agradecer efusiva y quizá electoralmente al golpe de la fortuna, de la providencia o del favor. Cuando operan políticas baratas, las soluciones escasean, pero son cuidadosamente administradas.

La fuerza política de la exministra ha protestado de manera estentórea porque no ve, desde su peculiar perspectiva política y ética, ninguna irregularidad, error ni ilegalidad en la asignación discrecional de una unidad nueva a una correligionaria. La ahora exministra ha proferido a todo quien quisiera oírla que volvería a obrar de esa forma. Es natural, dado el marco ideológico desde el cual contemplan en esas tiendas la realidad social: todas las asignaciones de vivienda en el marco de estas políticas baratas son, en definitiva, dádivas o privilegios, tanto si se realizan bajo la modalidad de sorteo, como si se realizan de modo directo, por la sencilla razón de que no hay soluciones para todos los que las necesitan. Porque para suministrar soluciones habitacionales para todos los que las necesitan es preciso aumentar la presión fiscal, y de eso no se habla.

¿Qué hacer?

Es más que seguro que a este escándalo le llegue la hora del piadoso olvido porque ya vendrá otro que hará retemblar los titulares de los medios. En el mejor de los casos, en la conciencia social podrá anidar la sospecha de que si estos fenómenos ocurren es porque hay un contexto proclive a su emergencia y por ahí se podrá intuir que las miserias del ejercicio del poder son connaturales a las políticas baratas. Alguien podrá comenzar a creer que también en política lo barato tiene algo despreciable y que sería bueno levantar la mira...

De manera que uno ahora puede elegir: si se contenta con indignarse momentáneamente con este o aquel abuso puntual de poder o con escandalizarse más aún con el contexto de circunstancias que lo alientan. En este último caso, uno podría, ya que está, adoptar un talante reflexivo o, si llegara a ser el caso, militante: es preciso terminar de una vez por todas con las políticas baratas. Lo que implica hacerse cargo de elaborar una concepción alternativa: políticas serias, responsables y promotoras de derechos sociales. Porque sólo entonces, en tal marco, los actuales penosos fenómenos de corrupción dejarán de tener sentido y razón de ser.

Pero terminar de una vez por todas con las políticas baratas compromete a las más amplias mayorías sociales a tomar cartas en el asunto, movilizarse en el ámbito público y demandar políticas serias, responsables y solidarias. Y hay que advertirlo: son políticas caras y de largo aliento. Es la sociedad en su conjunto la que tendrá que convencerse políticamente de que es impostergable aumentar la inversión pública social y, en particular, en vivienda y hábitat para todos los ciudadanos. Es la sociedad en su conjunto la que debe entender el sentido superior del esfuerzo económico y político a este respecto. Y es la sociedad en su conjunto la que debe comprender qué significa la solidaridad y apreciarla en sus merecimientos. Mientras tanto esto no suceda, seguirán medrando las políticas baratas y cada tanto tendremos un nuevo escándalo de abuso del poder agitando los titulares.

Néstor Casanova es arquitecto.